YAGUACHI : El resucitado

SUCEDIÓ EN YAGUACHI
EL RESUCITADO

Cuando el sabio Teodoro Wolf, que hablaba idiomas vivos y lenguas muertas y sabía de todo un poco desde Astronomía hasta Geografía, decidió quedarse a vivir en la provincia del Guayas, compró un solar en la antigua calle Libertad (hoy Panamá) y una finquita en Yaguachi, pues razonó con mucha lógica que estar a una cuadra del río era hermoso para vivir, escribir y pensar y  poseer una finca en la región más cercana era grato para descansar. Entonces Yaguachi nuevo estaba recién asentada en el llano que hoy ocupa y su Iglesia de finas maderas incorruptibles, acababa de ser concluida por el Párroco del lugar. 

Del Yaguachi antiguo no quedaba más que el recuerdo de su incendio generalizado en 1.842, Hoy se levanta allí la villa de Cone, con la columna que conmemora el histórico combate librado en 1.821 entre las fuerzas auxiliares de Guayaquil y los realistas del general González que permitió a nuestra urbe seguir tranquilamente el invierno de ese año sin apuros ni aprietos militares.

Yaguachi estaba a la vera del río de su nombre, muy correntoso y grande, con aguas claras no contaminadas y tenía numerosos terrenos sembrados de árboles frutales. La piña se alcanzaba a dar aunque con menor intensidad que en el Milagro, pero guineos, verdes, guanábanas, naranjas, mandarinas, chirimoyas y dulces mameyes poblaban la región. El níspero, los ovos o ciruelas, la roja granada, el caimito y hasta frutas que hoy han desaparecido como el caují y la pomarosa, también crecían silvestres en esas privilegiadas comarcas. 

La familia Reyes era dueña de pulpería y de un horno de leña para cocinar pan, de vez en cuando también preparaban dulces y pasteles de rechuparse los dedos, que hasta hace algunos años se vendía en las calles de esa población y era de ver cómo los compraban los turistas. ¡Hoy han desaparecido! 

En la casa de ellas, construida de maderas finas, de dos pisos y vivía Alejandrino Guerrero, serrano de Ambato, coloradote y gordo, empleado en las lanchas que hacían el viaje a Guayaquil; pero, una noche cayó enfermo con tercianas y poco después moría, sin que nadie hubiera podido ayudarlo daba la premura con que avanzó el mal. 

Su sepelio fue muy concurrido dada sus múltiples relaciones de amistad y comercio que tenía con los lugareños, pero se dio el caso que estando el ataúd en el suelo, esperando que se terminara de cavar el hoyo, se oyeron unos toquecitos en el interior y ante la admiración de unos y el terror de otros, se levantó la tapa y apareció el rostro de Alejandrino, más pálido y amarillento que lo que se podría pensar. Los más valientes se quedaron cerca, pero la mayoría salió corriendo y dando grandes voces. No faltó sin embargo algún intrépido, que se acercó al féretro y ayudó a la víctima a salir de su encierro y llevado en guando a Yaguachi, lo volvieron a acostar. 

Pero cómo será de injusta la vida que horas después le vino “un pasmo” y volvió a morirse. Avisado el Párroco le dio la absolución al cadáver y declaró que había que enterrarle al día siguiente. La población entera se apersonó al duelo y todos querían mirarle porque el género humano así es de curioso. Las viejas Reyes no lo impidieron y cuando a las doce del día lo llevaban nuevamente al cementerio, otra vez se oyeron los ruiditos y el ataúd cayó al suelo de la impresión de los cargadores que salieron en fuga. 

Alejandrino, medio atontado por el porrazo, sacó su cara por segunda vez y es fama que ya nadie quiso auxiliarlo, teniendo que regresar a donde sus vecinas las Reyes apoyándose en un palo como bastón. De allí en adelante mejoró de las tercianas y volvió a trabajar, pero ya no quiso vivir en Yaguachi porque las gentes dieron en decir que tenía pacto con el diablo y rehuían su presencia cada vez que lo encontraban por las calles. ¡Un caso digno de estudio para la medicina!, opinó el Dr. Alejo Lascano cuando se lo contaron en Guayaquil.