SUCEDIÓ EN VINCES
EL ORO DE LA HACIENDA CAROLINA

Nota.— Todos los sucesos y experiencias sobrenaturales que serán narrados en esta crónica son absolutamente ciertos y en muchos casos, los personajes que intervinieron en ellos están vivos y podrán rendir su testimonio de veracidad a quien así lo creyere conveniente. Los nombres y apellidos y quizá algún lugar en particular serán alterados intencionalmente, para no herir susceptibilidades o para evitar que los casos narrados puedan rememorar tristes experiencias y dolorosos recuerdos para quienes las vivieron o sintieron.
Era Zenón Alvear un honesto joven cuencano recién llegado a Guayaquil detrás de su tío el Obispo, quien también era nuevo pues sólo tenía tres meses al frente de la silla episcopal guayacense, ganándose a diario el cariño, la amistad y la simpatía de sus feligreses, por su buen trato, que le era tan particular.
Zenón era pobrísimo pero de buen talento y por los años 1.920, que fueron de gran pobreza en el litoral, veía cada vez más lejana la grata promesa recibida de su tío, de que sería bien dotado en Guayaquil. Ya desfallecía Zenón después de tres meses de no hacer nada en el Palacio donde cuidaba al tío Monseñor, cuando una mañana, éste lo despertó diciéndole: “Mira que tenemos que irnos en balandra a Vinces donde nos está esperando el pueblo” y así comenzó su gran aventura, pues habiendo llegado por la tarde a esa población, se hospedaron en casa de la familia Aspiazu, donde les brindaron un suculento refrigerio de más de tres viandas y varios vasos de chicha recién fermentada que los dejaron con bastante sueño. Para la noche hubo un solemne triduo en la Iglesia y al día siguiente la procesión y Misa de toda solemnidad, que en esas épocas nuestros abuelos se daban gusto con el boato y el lujo del culto católico. Al tercer día el señor Obispo quedó algo liberado de compromisos y aceptó la invitación de doña Carmen Marín Vda. de don Jacinto María Molestina para visitar su hacienda “Santa Mariana” tenida por una de las mejores de la región, donde el cortejo episcopal fue agasajado a la usanza montubia, con bolón de verde y chicharrón, cuajada y maduro, seco de chivo y aguado de pato, colada de harina de plátano y mucha leche, café, panes y frutas, que sin lugar a duda era lo mejor de la comarca.
Allí, en medio de la verde pradera y bajo un corpulento guabo conoció Zenón a Paquita, la hija viuda de don Jacinto, que tenía veinticinco años de edad y dos pequeñuelos del difunto su esposo, pero se veía tan guapa, fresca y lozana como cualquier moza de los contornos y de no saberse que era viuda y con “jijos”, cualquiera hubiera jurado que formaba parte de la corte celestial de las once mil vírgenes.
El señor Obispo supo del asunto y entre él y doña Carmen arreglaron de inmediato el matrimonio, de suerte que antes de regresarse a Guayaquil y en menos de siete días, tuvo el buen ojo de brindarles su bendición bajo el santo sacramento y colorín colorado, este cuento se hubiera acabado, de no ser por el regalo que recibió la novia de su madre y que era nada más ni nada menos que un fundo pequeñón pero no por ello despreciable y muy cercano a Vinces, llamado la “Carolina”, donde la gente decía que existía un entierro que nadie había podido localizar, a pesar que lo habían buscado con gran intensidad en épocas pasadas, antes aún de que lo adquiera don Jacinto a su anterior propietario, de quién se decía que había hecho un pacto con Dios o con el diablo.
Y a la Carolina se fueron Zenón y Paquita, y los dos niñitos se quedaron un tiempo con su abuelita vinceña para que los novios se compenetren, como decían antes las viejas chismosas cuando calificaban y aclaraban esta clase de situaciones.
Zenón era un serrano algo limitado pero bonachón, de inteligencia mediocre y aún peores conocimientos de la vida, pero vivo como el que más para acomodarse a cualquier situación, que había llegado a la costa para hacer su América y no para trabajar; así es que desde el principio trató de complacer en todo a su mujercita que le salió lista en experiencias por ser viuda y avispada y todo iba bien entre ellos, los chicos terminaron por acompañarlos formando una familia ejemplar. Después de cinco años Paquita le había dado casi seis hijos, pues a punta de uno por año y un piquillo más, tenía cinco de Zenón y otro que llevaba tres meses dentro y ya empezaba a moverse; sin embargo no todo era rozado como a primera vista se podía pensar, que la debacle de la pobreza se cernía sobre ellos. Los campos estaban malos, la buena de doña Carmen ya no tenía riquezas como antes porque su cacao estaba apestado, la Carolina también estaba infectada con la escoba de la bruja y todo en general era deprimente al máximo.
Una tarde, a Paquita, el genio y los “jijos” la tenían de vuelta y media y para contentarla decidió Zenón hacerle un café tinto que él mismo fue a pasar y estando en la cocina y viéndose en tan mal estado, se le ocurrió encolerizarse consigo mismo y de la pura rabia lanzó una imprecación contra el alma de su tío el Obispo, que lo había metido en tanto lío y dio un soberano puntapié a la pared del fondo, rezongando al mismo tiempo de su mala suerte y cual no sería su sorpresa que del huequito quedado en la esquina del suelo de la cocina, comenzó a salir un ligero reflejo dorado, pues justamente era la hora en que el sol declinaba en el horizonte y sus oblicuos rayos caían sobre el lugar.
Más muerto que vivo Zenón se inclinó y olvidándose del café empezó a aruñar el piso para terminar retirando la tabla por donde se escapaba el reflejo y descubrió una olla de barro vieja y casi rota, pero repletita de “Cóndores de Oro y Libras Esterlinas” que sumaban entre si casi quinientas.
– Gracias tío, gracias, gracias.
Con ese dinero pagó unas cuantas deudas de urgencia y llevó a su mujer a Guayaquil, arreando con todos los hijos, propios y ajenos, vendió la Carolina y dio como excusa en el pueblo que se retiraba a la ciudad por razones de salud de su mujer. Han pasado los años y don Zenón, quien fue el que me contó este cuento, ya no existe, pero viven sus descendientes que también lo oyeron y en Vinces aún quedan viejos de la región que lo saben o por lo menos lo suponen, porque estaban en el secreto de la hacienda y se extrañaron mucho cuando Zenón salió de ese lugar rico y feliz, después de haber sido pobre hasta 1 día anterior.