TULCAN : El misterio de Godofredo

SUCEDIÓ EN TULCÁN
EL MISTERIO DE GODOFREDO

(Un Raro espíritu gatuno)

Me contaba don Agustín Reascos que tendría  escasamente diez años cuando “mi padre me comenzó a llevar en sus viajes como Agente vendedor de telas por todo el territorio nacional. Ciertamente que no lo hacía de continuo sino muy de vez cuando, como para que yo tomara conciencia de lo duro que era ganarse la vida y en fin, para que madurara de a poquito a poco y no de golpe, como sucede cuando perdemos a un ser querido o cuando la desgracia nos roza con sus alas maléficas.” 

Recuerdo que el primer viaje que hicimos juntos  fue a Ibarra y Tulcán, donde mi padre tenía sus compradores conocidos a quienes dejaba telas en consignación y después iba mensualmente a cobrar. Nunca había tenido problemas con ellos, eran gentes honestas y de buen vivir, acostumbradas a empeñar su palabra y luego a cumplirla por sobre toda situación. ¡Daba gusto negociar con ellos! 

En Ibarra hicimos unas cuantas visitas a diferentes negocios y almacenes y esa noche dormimos en una posada muy decente ubicada a la vuelta del parque principal y cerca de una iglesita que aún debe estar todavía en pie, pues que de estos recuerdos sólo han pasado treinta y tantos años. Al día siguiente seguirnos camino a Tulcán, resueña capital de la provincia del Carchi y llegamos a las once de la mañana. El resto del día se nos fue en visitas y cobros y como a las seis, doña Magdalena Muñoz señora ya de sesenta y pico de años, nos invitó a su casa a tomar un “hervido de naranjilla”, que es como le llaman a los canelazos en esas regiones. 

La Doña era casada y propietaria de un conocido restaurante, quizás el mejor de la ciudad, donde acostumbraba cenar mi padre cuando visitaba Tulcán y parece que se encariñó conmigo a primera vista. Su esposo había tenido múltiples negocios pero ya estaba retirado; cuando mi padre lo visitaba, conversaban de variados  temas, el precio de las telas, la calidad de los géneros y en fin, como si reviviera épocas pasadas, el buen viejo terminaba paladeando cada palabra con singular fruición. Era gordo, adusto y nunca abandonaba su sombrero de campesino, alón y doblado hacia adelante; en confianza gustaba contar chistes de doble sentido y cuando reía enseñaba una hermosa y blanca dentadura que era su orgullo. De joven había sido muy apuesto y mujeriego pero al casarse se tomó tranquilo y hogareño. Su mujer lo quería y cuidaba y sus cuatro hijas prácticamente lo adoraban como al mejor padre del mundo. ¡En su casa todo era felicidad! 

Esa noche estuvimos puntuales, a mí me regalaron un atado de panela para el regreso y me atendieron con un sorbete de naranjilla que me pareció delicioso, sin faltar por supuesto los panes de dulce y alguno que otro caramelo que sacaron de un frasco. Mi padre se sentó en la sala a conversar con don Facundo y al poco rato reían de sus aventuras pasadas cuando a lomo de mula transitaban por los caminos del Carchi vendiendo baratijas al por menor. A eso de las diez de la noche mi padre anunció que se retiraba y al salir al corredor para tomar el portón de calle se fijó en un retrato casi disimulado en la pared, con la efigie de un gato muy hermoso y de color negro, que miraba fijamente al espectador. ¿Es este el famoso gato? preguntó medio en broma y le contestaron que si. I pasaron los años. Yo siempre me preguntaba qué de famoso podría tener un gato, como para que cuelguen su retrato en una pared y aunque en varias ocasiones estuve a punto de hacerlo, nunca me había atrevido, hasta que una noche que estábamos solos mi padre y yo en casa, le dije: 

– Cuéntame papá, ¿Qué hecho memorable realizó el gato de doña Magdalena en Tulcán, como para que lo tuvieran retratado? 

– Haz de saber, que ese gato fue muy especial, yo lo llegué a conocer cuando anciano y casi ciego aún vivía con sus amos. Después supe que Godofredo – que así llamaba, había fallecido de más de quince años, edad que para los gatos es provecta, que lo habían enterrado en el jardín posterior de la casa; pero, una semana después, de noche y mientras todos dormían, fueron despertados por los suaves y tenues maullidos que se escuchaban desde la sala, salieron y no vieron ni sintieron nada; una vez dentro, nuevamente oyeron los débiles maullidos y así a lo largo de la madrugada y lo mismo al día siguiente hasta que se acostumbraron al misterioso maullar, tomándolo como cosa natural y propia de quien había sido tan buen cazador. Era como si el espíritu del gato Godofredo estuviera rondando por la casa, sin asustar a nadie, cuidando, cazando, porque a veces se veía que amanecían algunos ratoncitos muertos, con el cuello desgarrado a dentelladas. 

Una noche, como a los ocho meses de estos maullidos, parece que entraron dos ladrones, porque de pronto se escuchó un feroz maullido y los gritos terribles de dos hombres que luchaban y caían al suelo en singular combate. Prendidas las luces, fueron encontrados un filudo cuchillo y una navaja que los forajidos habían abandonado en su veloz huida y se vieron a lo lejos dos sombras que corrían como si hubieran visto al diablo.

Desde entonces no han vuelto a producirse los maullidos nocturnos, pero es fama en todo Tulcán que el fantasma de Godofredo, el gato de doña Magdalena, ahuyentó a los ladrones.