SOTOMAYOR, ANTONIO J. : Las niñas “azuerdo”

SUCEDIÓ EN ANTONIO J. SOTOMAYOR
LAS NIÑAS “AZUERDO”

El largo camino que conducía a la actual población de “Antonio J. Sotomayor” y que la conectaba con Vinces, pasaba por numerosas propiedades que en la época dorada del cacao eran emporios de una riqueza sin fin. Cierto es que después de 1.916 las pestes de la escoba de la bruja y la monilla comenzaron a diezmar los vergeles y la zona empezó a despoblarse, pues numerosas familias vinceñas y otras que no lo eran pero que habían estado afincadas en el estero de San Lorenzo tomaron las de villa diego, la mayoría hacia Guayaquil, donde tuvieron vidas anodinas en medio de la general crisis y pobreza de los años treinta. Sin embargo las señoritas “Azuerdo”, como eran llamadas en confianza, por haber tenido amantes ricos que las protegían en Vinces; cuando vinieron a la perla del Pacífico ya no eran tan pollanclonas, más bien parecían caricaturas sacadas de las revistas de modas europeas, por sus caras pintadas de blanco albayalde y sus vestidos blancos “demodees”, de encajes a la francesa que se habían usado en “la belle époque” antes de la Gran Guerra, pero ya para 1.930 eran cosa del pasado. 

Ellas, por supuesto, no lo comprendían y se asomaban a las ventanas de una modesta casita de madera que alquilaban en la avenida Rocafuerte, entonces rumbosa artería comercial guayaquileña, única en la ciudad por tener unos hermosísimos y frondosos árboles que luego el Municipio cortó. 

Y allí se estaban asomadas, saludándose con todos los caballeros que pasaban cubiertos con tostadas y vestidos de levitas blancas americanas y que les contestaban los saludos, más por compromiso que por otra razón. 
Eran tres hermanas para más señas, la mayor Juanita tendría como cincuenta años pero parecía de más por la gordura que la atormentaba, la mediana Tomasita aunque no parecía nada del otro mundo dizque en sus buenas épocas había roto corazones y terminó por asentarse con uno de los viejos Mendoza y la última Eufrosina, poetisa decadente y lectora incansable de cursis versos de amor, que habiéndose casado con un Zuloaga, se le murió “su macho” – como ella lo recordaba –  a los pocos meses de matrimonio, en mitad de una trifulca de cantinas en la feria de Puebloviejo, entre Sanjuaninos y catarameños. ¿Qué hacía el macho entre gentes que nada tenían que ver con él? Valiente pregunta, pues nada, simplemente había participado de curioso por estar tragueado. Por eso Eufrosina adorada los versos lánguidos, las horas mustias y las hojas secas, era algo así como un fantasma abismal vestido de blanco que sólo tenía pensamientos para el pasado. Su edad, quizá cuarenta y cinco, aunque cuando se asomaba nadie podía decir cuántos años en realidad la agobiaban. 

Ninguna cantaba, pero las tres tocaban al piano melodías españolas de esas que después pondría de moda Sarita Montiel. En otras palabras, eran amantes de la cupletería pueblerina. Ninguna es filarmónica, sentenciaba una vecina curiosa que las quería bien poco y así vivieron algunos años, entre ventana y ventana y sufriendo lo indecible con el vecindario, que las mantenía alejadas, marcadas por haber sido señoritas “azuerdo”. 

Y una mañana amaneció muerta en su cama Tomasita y ante el escándalo de sus hermanas y los lloros de la única sirvienta que las acompañaba, la vecindad pudo constatar “el insuceso desgraciadísimo” como reportó al día siguiente la crónica del diario “La Carcajada”. Meses después Juanita sufrió un vahido y cuando recobró el conocimiento no se acordaba de nada ni podía moverse pues había quedado como idiotizada por un súbito espasmo cerebral. A las pocas semanas moría tranquilamente como una débil palomita, según el decir de Eufrosina, que para todo tenía tropos y figuras literarias. 

Desde entonces Eufrosina y su sirvienta vivieron casi sin salir a la calle, pues sólo bajaban a las imprescindibles compras domésticas. Para 1.935 dejaron enteramente de salir y el vecindario entró en revoloteos porque no se las oía, así es que llamaron al Intendente y se forzó las cerraduras de la puerta, encontrando un cuadro dantesco y aterrador. 

Eufrosina en el suelo de la cocina con un cuchillo clavado en el corazón y su fiel sirvienta garroteada. Ambas fueron llevadas a la morgue y después se les dio  sepultura. Desde entonces la casa pasó a ser conocida como “La casa embrujada” pues de noche se oían en su interior lamentos y quejas y se decía que varios fantasmas la recorrían. Su dueño no pudo alquilarla en muchos meses y luego, perdida toda esperanza, decidió derrumbarla. 

Nunca se supo del o de los asesinos. Las malas lenguas decían que a causa de las joyas que Eufrosina atesoraba de sus buenos tiempos, algunos ladrones pudieron haber penetrado al interior y al ser descubiertos las mataron, pero eso era una simple suposición de la autoridad policial. 

Para los años cuarenta el solar permanecía vacío y por las noches las gentes no gustaban atravesarlo. Ahora se levanta sobre él una moderna casa de cemento armado que guarda todo el confort necesario de la vida moderna y nadie, pero absolutamente nadie, recuerda que allí existió una casita pequeña y de madera que cobijó tres vidas hermanas y “Azuerdo”. Lo raro del caso es que en Antonio J. Sotomayor donde las tres tenían una chacrita, también se escuchaban pasos y gritos por las noches, como si el embrujo de sus espíritus penara tanto en Guayaquil como en aquella alejada comarca fluminense.