RIOBAMBA : El pariente que anunció su muerte

SUCEDIÓ EN RIOBAMBA
EL PARIENTE QUE ANUNCIO SU MUERTE

Pacto que se cumplió desde el más allá

Manuel Cajas era muy amigo de las bromas y por eso sus familiares no le creían mayor cosa cuando se ponía a conversar. Manuel tenía un primo de toda su confianza llamado Simón Castillo, quien trabajaba en una Compañía de Seguros de Guayaquil y estaba casado y con hijos, mientras que Manuel seguía solterón impenitente a pesar de sus treinta años bien cumplidos y de que por otra parte era uno de los mozos mejor parecidos de la ciudad. 

Alto y delgado, quizá demasiado y unas profundas ojeras daban el tono romántico y lejano a su rostro, que por aguileño y enmarcado en cejas negras y espesas tenía un señorío natural que mucho atraía a las mujeres y a esto se unía una voz firme y a la vez cadenciosa, llena de giros como en espiral que había servido para tentar una carrera en la radio. 

Corrían los años treinta y la pobreza se había generalizado en la costa, así como la tuberculosis pulmonar, secuela de la mala alimentación y falta de higiene.  Muchos eran los casos que a diario se veía en calles y plazas, de gente griposa, otros tosigosos y más aún los que emigraban a la sierra a ver si alcanzaban salud, llevando el microbio a esas poblaciones, donde los casos, si bien menores, no por eso dejaban de producirse 

Una noche de juerga en que Manuel sentía desmejorar de una tos que le había comenzado varias semanas atrás y que no cedía con ningún remedio, dijo a Simón lo siguiente: “mira hermano, me voy a Riobamba a ver si me curo de esta tos o me muero, porque puede ser tuberculosa. Creo que estaré un mes o menos, pero si algo me pasa no te preocupes por mí, que tu serás el  primero en saberlo, porque lo anunciaré de alguna forma” y se echó a reír con esa risa franca que siempre tenía a flor de labios cuando estaba entre amigos y que tantos amores le había significado cuando se rodeaba de mujeres. Simón creyó que sería otra de las bromas de Manuel y le contestó “Espero que me comuniques todo lo que te pase en Riobamba” y guiñándole un ojo agregó “Sobre todo, si se trata de engañar a las hembras de la sierra, que son muy querendonas” y terminada la última cerveza se abrazaron como siempre lo hacían y fueron a sus casas. 

Pocas horas después Manuel tomaba el tren a Riobamba, mejor dicho el autoferro, se hospedaba en una residencial donde estuvo varias semanas comiendo bien y paseando por las frondosas arboledas de eucalipto tan abundante en los contornos de esa región, pero la tos persistía y al final se atrevió a ir donde el médico, quien le hizo varias radiografías y se quedó admirado de la resistencia del enfermo, que aún pudiera caminar con dos tremendas cavernas pulmonares que amenazaban romperse y provocar horribles hemorragias, precursoras de un pronto final. 

De inmediato le ordenó a Manuel que se acostara, quizá por uno o dos años, a ver si con un tratamiento reforzado, comidas abundantes, reposo constante y mucho aire de montaña, podría salvarlo. . . Quizá sí, quizás no. Manuel agradeció el consejo, prometió hacerlo y hasta se citó con el doctor para la siguiente semana, tomando la receta grande y cara que a lo mejor lo pondría en camino de curación, pero al salir a la calle se sintió abrumado por el peso de su enfermedad y comprendiendo que todo esfuerzo sería inútil palpó en su bolsillo una pistolita negra que había sido de su padre y siempre llevaba consigo y resolvió quitarse la vida. 

Lentamente atravesó el centro, cruzó por varias calles donde se saludó con personas recién conocidas y una vez en su cuarto se acordó de Simón, su fiel primo de Guayaquil, de quien no había tenido noticias desde Septiembre. 

Un solo disparo sirvió para que cumpliera su propósito, el reloj marcaba las siete de la noche menos cuarto. La servidumbre de la residencial, justamente alarmada, corrió a verlo y encontró el cadáver caído sobre la cama, con el orificio de una bala en el parietal derecho, que le había hecho saltar prácticamente la tapa de los sesos,  por el calibre grueso de la bala. 

A esa misma hora su primo Simón se encontraba cómodamente acostado en su cama descansando para cenar,  cuando claramente  escuchó que alguien tocaba dos veces con el puño, la puerta de calle, que se abría desde el primer piso, jalando una soga. No había nadie en la casa por que su esposa e hijos habían ido a visitar a su suegra, aunque estaban por llegar. Simón jaló la soga pero no era nadie; sin embargo nada lo inquietó porque a veces los muchachos malcriados del barrio gastaban ese tipo de bromas. 

Volvió a su cama y se acosté a leer el periódico y entonces sintió que un vientecillo frío se colaba por algún lugar y que la puerta de su cuarto se cerraba con gran violencia, como si alguien la hubiera empujado de adentro hacia afuera y al mismo tiempo la aldaba caía pesadamente sobre el seguro, dejándolo preso. 

Simón se incorporé de la cama y miró hacia todos lados pero no encontró nada extraño en el ambiente y entonces comprendió que no estaba solo, porque los dos golpes rudos que antes había escuchado en la puerta de calle, se repitieron aunque en esta ocasión en la puerta de su dormitorio, sobrecogiéndole de terror. Felizmente y casi por milagro llegaba su esposa e hijos que como tenían llave subían en esos momentos y parece que alejaron al extraño ser que lo estaba atormentando. Milagros, encontró a su esposo pálido, demacrado y casi al borde de la desesperación, porque al mismo tiempo que había visto y oído los sucesos ya contados, experimentó un rarísimo sentimiento de pena, que lo tornó cabizbajo y preocupado sin saber de qué se trataba. Minutos después sonó el teléfono y le comunicaban la muerte de Manuel.