SUCEDIÓ EN QUITO
UNA APARICION EN LA LUNA DE MIEL
Despedida de una empleada cariñosa

En 1.967 cumplía tres años de amores con mi novia y decidimos casarnos aún sin tener el título de abogado, como había sido la condición del padre de ella para autorizar la boda. Ya era mucho noviazgo y sólo me faltaba un año para terminar mi carrera, así pues, con mi sueldito de profesor y la ayuda prometida por mi madre, creíamos que se podía llevar adelante nuestra empresa matrimonial y fijamos la fecha.
Durante esos tres años había visitado puntualmente de 8 a 11 de la noche la casa de mi futura esposa, sin faltar una sola, que a esos extremos y exageraciones se llega cuando se está enamorado. Durante esas visitas siempre fui atendido con la delicadez propia de las tradicionales familias porteñas, tan querendonas como moralistas, tan a la antigua, como ahora se suele decir.
En la familia de mi prometida existía una viejecita que había criado a mi suegra y que a groso modo podía tener entre 80 años y un piquillo más o menos. Era muy hacendosa y guardiana, porque me vigilaba desde lejos y a cierta hora me llevaba un platillo de confituras y un vaso de cola; en fin; era una segunda madre para mi novia y se quería mucho con ella, al punto que más que una empleada era considerada y tratada como un miembro más de la familia.
Un mes antes de fijar la fecha de nuestro matrimonio la buena “Guebin”, apodo cariñoso con que todos la llamábamos, enfermó de un violento derrame cerebral y fue internada en una clínica, donde permaneció inconsciente y desahuciada. Ella no sabía que día nos íbamos a casar, ni tampoco a dónde iríamos a pasar nuestra luna de miel.
Realizado el matrimonio nos fuimos a un balneario cercano de la costa donde estuvimos algunos días atormentados por una falla mecánica del automóvil que nos había prestado una cuñada. De regreso a Guayaquil, un sábado de tarde y a eso de las tres, decidimos continuar la gira nupcial viajando a Quito y como lo pensamos, hasta la capital no paramos, sin que ningún familiar mío o de mi mujer supiera de esta aventura, porque ni los vimos ni les contamos nada y ya en Quito, pasamos una linda noche bailando en un salón de postín con una pareja amiga que nos estaban esperando y a eso de las once regresamos al Hotel Majestic, ubicado en la esquina de la Plaza de la Independencia y con frente al Palacio Presidencial, donde teníamos una de las mejores piezas.
Todo fue acostarnos cansados de tanto trajín, el viaje y la bailada en un solo día y me dormí profundamente pero habrían transcurrido unos escasos minutos (no podría decir cuantos) y empecé a sentir que me remecían fuertemente. Era mi mujer que acababa de “sentir” la presencia de una persona que había venido caminando desde la puerta de la habitación, se había sentado al borde de la cama, justamente del lado en que ella estaba, para alzarle la sábana y tocar lentamente todo el cuerpo con gesto tan cariñoso y de confianza, que lejos de sentir miedo, se había sorprendido de la dulzura de esa presencia.
La impresión que dejó en mi mujer dicho “contacto” fue maravillosa, de paz y tranquilidad infinita y por ello no se asustó, pero al sentir que ese algo se había ido, me remeció para contar la rareza experimentada.
Yo entonces no daba importancia a estas situaciones como ahora les daría si me volvieran a suceder, así es que pensé que se trataba de un simple sueño, de esos que vienen cuando uno se encuentra entre dormido y despierto y no dije nada. Nos dormimos enseguida y al día siguiente ni ella ni yo volvimos a hablar del asunto, que no era la ocasión para perder tiempo con “pesadillas”.
Día domingo soleado, salimos a la calle a caminar, pero mi mujer opinó que sería mejor regresar a Guayaquil porque extrañaba a los suyos, a quienes no veía en más de una semana; así pues, tomamos el avión y regresamos, pero lejos de ir a nuestra villita decidimos pasar primero por la casa de los padres de ella para saludarlos y llegados al lugar, vimos como una serie de personas vestidas de negro – todos miembros de la familia – subían las escaleras regresando de un sepelio.
Entonces mi esposa comprendió todo y dijo: ¡Vienen de enterrar a “la Guebin” que ha de haber fallecido anoche cuando se despidió de mí. Acto seguido nos enteramos que a la misma hora del “contacto” había muerto en Guayaquil sin recobrar el conocimiento ni saber dónde estábamos nosotros. ¿Cómo dio con nuestro paradero? ¿Es que acaso en el más allá no existen las distancias ni los misterios?