QUITO : Un grito de la noche

SUCEDIÓ EN QUITO
UN GRITO EN LA NOCHE

José Francisco Larrea era definitivamente un calavera, de aquellos que toman la noche para realizar sus juergas y jaranas sin importarle que al día siguiente sólo les quedará un dolor de cabeza formidable y nada en el bolsillo.

Una de esas  noches concurrió como de costumbre donde las señoritas Coronado, conocidas faranduleras de los bajos fondos capitalinos que tenían un salón como sitio de reunión de lo más granado del señorío, pues que en aquel tugurio se reunían grandes y pequeños, nobles y plebeyos, a libar el fuerte puro de caña que se destilaba en los traspatios, en alambiques de dudosa procedencia. Otros tragos también se escansiaban con generosidad, pues la buena mayorca como se llamaba el anisado, las mistelas azucaradas y aguardentosas de tan pésimo gusto como sabor y el guarapo y la chicha, no se pasaban por alto, sobre todo esta última, que se fabricaban con fermentos muy diferentes, habiendo la clásica de jora hecha con maíz y la de piña con cáscaras de esa fruta, tapadas y maceradas en agua varios días hasta lograr su fermentación.

Larrea se sintió cansado y cuando quiso salir  escuchó un horrible grito en la noche, como salido de su  cabeza, lo malo del caso es que parecía que sólo él lo había escuchado, pues el resto de la concurrencia seguía contando cachos, jugando dados y naipes o rasgando una vieja guitarra española, que de vieja y cansada, ya no sonaba bien. 

¿Qué habría pasado? se preguntó José Francisco y algo atemorizado por la experiencia sufrida apuró el paso y se deslizó por calles y callejuelas hacia su domicilio situado al pie de la Ronda en la parte antigua de la ciudad, pero iba con miedo, pues sabía que algo estaba ocurriendo a los suyos. 

Al llegar, entró haciendo ruido, contra su costumbre inveterada de entrar a la chita cayando y tal como lo había presentido, encontró un cuadro verdaderamente doloroso en la familia: Su padre estaba con infarto o algo por el estilo pues gritaba de dolor y se quejaba de una opresión al pecho que amenazaba matarlo. 

Ya habían ido a ver a un médico, se esperaba de un momento a otro la llegada del Dr. Rodríguez Maldonado – lo mejor que había en Quito hacia 1.880 – mas todo fue inútil, porque el enfermo expiró a los pocos minutos, no sin antes haberle lanzado una furibunda mirada de reproche, por el estado calamitoso en que se encontraba. 

José Francisco estaba sucio, despeinado. La cara abotaga y rojiza, media deforme por las arrugas que la surcaban, demostraba bien a las claras que su dueño estaba prematuramente avejentado. Todo en él llamaba la atención pues una inteligencia tan despierta no podía caber  en un ser tan embrutecido por el alcohol. 

El sepelio se realizó con solemnísimo acompañamiento, banda de música y misa de cuerpo presente, como era usual en la clase alta y pudiente de la sierra. A los pocos días comenzaron a menudear las visitas de pésame o cortesía y José Francisco no pudo reanudar las nocturnas francachelas con sus amigotes de siempre, porque algo le decía que no debía hacerlo. Quizá la mirada destemplada que le dirigiera su padre o el respeto a un duelo llevado con tanta dignidad por su madre y hermanas menores. En fin, él mismo no lo sabía, pero después de dos semanas cedió a la tentación y nuevamente las señoritas Coronado lo tuvieron en su rincón de costumbre, con sus porfiados amigos, que no lo habían olvidado. Todo se repetía como siempre, nada había cambiado. Por lo menos, eso era lo que él creía, hasta que en un momento dado sintió estallar su cabeza con otro grito igual al que había oído en la gravedad de su padre y vio cómo, del interior de la pared del frente, se desprendía un algo blancuzco que tomaba forma y lo amenazaba.. Si, le parecía distinguir a su padre claramente, no había duda, era él y José Francisco no pudo soportar más esta impresión y cayó desmayado. Llevado a su casa, tardó varios días en recobrar el conocimiento y desde entonces pidió a los suyos ayuda para no volver a tomar, como efectivamente cumplió hasta su muerte, soltero y arrepentido, de 96 años de edad, en 1.965. 

Un grito lo alertó, otro lo convenció, pero ¿Quién los pronunció? Misterios del más allá,  misterios de terror.