SUCEDIÓ EN PICOAZÁ
A TRAVES DE UNA VENTANA

Jacinta Loor caminaba trabajosamente con su pesado fardo de ropa por las calles de la población cuando un vecino se ofreció a ayudarla. Ciertamente que doña Jacinta ya no estaba para esos menesteres pero de qué otra forma podía ganarse la vida una vieja viuda como ella y para colmos sin hijos ni parientes que la mantuvieran.
Doña Jacinta era una institución en el poblado. De las vecinas más ancianas y conocidas aunque nadie hubiera podido adivinarle la edad, todos pensaban que pasaba de los noventa y aún así lavaba y planchaba diariamente por paga, a la familia Izagurre, dueños de la hacienda “Guadúas” con ganado, cacao y café. Ellos, los Izaguirre, le habían querido ofrecer su hospitalidad a la buena de doña Jacinta y hasta en varias ocasiones la invitaron a pasar vacaciones, pero ella era solitaria por temperamento y siempre prefería la libertad con dificultades a estar bajo el alero de alguien. Por eso jamás había querido volverse a casar después de que su marido Nicanor Intriago, muerto en la revolución de Concha en 1.914 durante las montoneras del Norte de Manabí, había tenido la delicadeza de ír a despedir. El asunto, nadie se lo creyó por supuesto, pero al confirmarse la noticia de su fallecimiento algunos creyeron, porque no había explicación lógica y tal como me lo contaron lo cuento.
Jacinta vivía en una casa ubicada en la primera calle, pero no era propia sino de su suegra y estaba asomada a la ventana como a eso de las seis de la tarde cuando vio venir a su marido a caballo, con la misma ropa con que se había ido varios meses antes y extrañada de la visión, se fijo claramente y confirmó que se trataba de su marido. Entonces alegremente lo saludó pero la visión siguió de largo, a trote corto, sin que la figura volteara a verla, fue algo rápido, recordaría por años, fue una visión que pasó por delante de mis ojos y se alejó hasta desaparecer al final de la calle. Lo raro de todo esto es que el trote del caballo no tenía sonido ni alzaba el polvo del camino…. se perdió para siempre, repetía doña Jacinta.
Pocas semanas después supo la noticia. En efecto, la misma tarde y casi a la misma hora, una partida de soldados del gobierno había emboscado cerca de Esmeraldas a varios revolucionarios del Norte de Manabí a unidos al grueso de la fuerza conchistas y al pasar los dispararon, matando a varios.
Cuando años después viajó a Esmeraldas a rescatar los restos de su marido para llevarlos a Picoazá, constató que la ropa del esqueleto, de la que aún se conservaba algo por haber sido confeccionada con materiales gruesos como para una campaña militar, era del mismo color que la que ella había observado. Todo había sucedido igual, lo había visto a través de una ventana.