NOBOL : La astilla milagrosa

SUCEDIÓ EN NOBOL 
LA ASTILLA MILAGROSA

Cerca de Nobol estuvo ubicada la antigua hacienda San José que hoy ya no existe por haberse parcelado sus terrenos. Allí nació y creció en toda su pureza la virginal doncella Narcisa de Jesús, que solía cantar y tocar la vihuela bajo un árbol de guayabas agrias que crecía en esos contornos, pero poco o nada queda de ella, ni la hacienda, ni la casa que fue absurdamente destruida hace cosa de veinte años, pues cuando yo visité el lugar en 1.966 sólo encontré un montoncito de tejas de barro apiladas ordenadamente y según se me refirió entonces, las gentes concurrían al lugar a llevárselas de una en una, en piadosa romería. 

Yo tomé la mía y la tuve por muchos años y como simple recuerdo hasta que en 1.983 una inundación destruyó mi hogar y allí se perdió la teja  de la casa de los Martillo Morán, es decir, de Narcisa, como mis hijos la conocían, porque tuve la buena precaución de mostrárselas desde chiquitos, guardada en un sitio de honor junto a mis libros. 

Y volviendo a esta historia referiré que en Nobol aún se conservaba el recuerdo de Narcisa y muchas cosas oí de boca de algunos ancianos, sobre todo entre los moradores del estero de Petrillo, que eran los más viejos en la región. Igual cosa sucedía en Daule y en las bocanas del río también se la mencionaba, un canoero que me llevó a la Isla de Pula tuvo tiempo para indicarme que en su familia había un milagro de Narcisa y tal como me lo contó, lo refiero. 

Los Jiménez eran liberales radicales y vivían orillando el Daule en una extensión no muy grande de terreno, pero suficiente para tener sus guabos y mangos y uno que otro níspero, de los que ya no se consiguen en Guayaquil. En aquel paradisíaco huerto vivían en 1.940 los dos viejos Jiménez, Arcesio e Ignacio, con sus numerosos descendientes, pero uno de los nietecitos menores de don Arcesio, no pudo ir a la escuela porque tenía fiebre alta y por más que  le aplicaron emplastos y lavativas no logró vencer la dolencia; la madre hacía todo lo humanamente posible por salvarlo, trajo un médico de Daule y otro de Guayaquil,  más no había los antibióticos de ahora y las sulfamidas no servían en todos los casos. 

Josesito se moría a ojos vista y entonces surgió como último recurso llamar al cura, que llegó apresuradamente a caballo y lanzó los latinazgos del caso, regresando a otros urgentes menesteres. A la mañana siguiente el niño amaneció bueno y sano y algunos parientes le dieron el crédito al padre Cuadradito, por aquello que le había dado la absolución al chico, más las cosas se pusieron en su sitio cuando la madre explicó a los presentes que todo se debía a una astilla de la cruz donde se flagelaba y disciplinaba  Narcisa, que ella conservaba en su poder por herencia de familia y probó su acertó mostrándola a los presentes que entusiasmados agradecían el milagro. La astilla había sido colocada en una cajita debajo de la almohada y fue maravillosamente activa durante la noche, que a la madrugada ya estaba bueno y sano el enfermito. 

Poco después enfermó gravemente uno de los abuelos Jiménez y contra su voluntad también le fue aplicada la milagrosa astilla, pero el viejo murió en su ley dos días después sin que hubiera ocurrido el milagrito. ¡Con radicales no vale! sentenció el cura, que como todo Cura de la costa era serrano de nacimiento,  puesto que siendo alfarista y teniendo los días contados, no va la Narcisa a gastar milagros por gusto. 

Dos años después volvió el otro Jiménez a malograrse, con la astilla del caso. Mas a los pocos meses llegó de Guayaquil la noticia que el Obispo Heredia había sacado la cruz de Narcisa en procesión y que estaba enterita.
¿Entonces de dónde salió tu astilla? Le preguntaron a la mamá de Joselito, quien tuvo que aceptar que el cuento de la astilla lo había forjado para convencimiento de los curiosos y que Narcisa no necesita de astillas para hacer milagros, puesto que se lo había pedido de boca y de corazón y durante toda la noche, con oraciones solamente, que las astillas no se requieren cuando hay una fe verdadera. De aquí se infiere que hay dos clases de fe: la espiritual o verdadera y aquella que sólo se basa en objetos, ritos y ceremonias que no trasciende a los planos elevados.