SUCEDIÓ EN NABÓN
EL PICARO NULIRRAN

A la hora meridiana de un día cualquiera Gabriel Bastidas regresaba a su casa en Nabón cuando al atravesar el puentecito de piedra que está en la mitad del camino vio venir en sentido contrario a un viejito de espaldas encorvadas pero no tanto como para no poder divisarle una faz serena y hasta acogedora.
Buenos días.
Buenos días, se cruzaron los saludos
Gabriel notó una cierta sonrisa pícara en la cara del viandante, cuando en eso oyó desde detrás que le decía: “Cuídate esta noche porque te acechará un gran peligro” y volteándose encontró con que su interlocutor había desaparecido en un recodo del camino y por más que buscó no halló a nadie. Sorprendido, más que molesto, apuró el paso y avanzó hasta su choza de paja donde vivía con su madre y hermana Rosa, jovencita de quince años, que ya denotaba que la naturaleza iba a ser muy pródiga con ella.
Nada dijo para no intranquilizarlas, pero esa tarde fue donde su compadre Jeremías Izurieta y juntos cruzaron ideas sobre el asunto. Jeremías se mostraba escéptico y más por agradar a su amigo, aceptó acompañarlo esa noche con una escopeta, por aquello de que pudiera ser cierta la advertencia.
A eso de las seis de la tarde regresaron a la casa y cenaron lo poco que se cena en casa de pobres. La madre y hermana se acostaron y Gabriel quedó en el primer cuarto conversando con su amigo hasta las once, en que no habiendo pasado nada, cada cual tomó un rincón y se acomodó como pudo, siempre con la escopeta al lado.
Como a las tres de la madrugada Gabriel se despertó sobresaltado, no había ruido alguno pero sentía que algo iba a pasar, así es que muy quedito se acercó a su compadre y tomando su brazo le dijo: “Estese callado, que algo está pasando” y así permanecieron como diez minutos. Entonces oyeron un ruido como de pasitos por el trillo delantero y algo así como pequeñas carreras.
Apresuradamente se asomaron a una de las dos ventanas de la vivienda y se toparon con un concierto de gatos negros que iban y venían sin ton ni son, como cazandose entre ellos, pero de los ojos les salían chispas. Era una visión bella aunque no aterradora, más como ya estaban preparados, sacaron un cristo viejo de Yolón que había estado en la familia por generaciones y lo alumbraron con velas. Más los gatos no le hicieron caso y siguieron en sus corrinches.
A eso de las tres y media, vieron a lo lejos la figura de un viejito encorvado que se deslizaba más que caminaba, sobre el suelo y entonces Jeremías comprendió de quien se trataba: “Era el Nulirrán de Nabón”, una vieja fantasía según había oído contar que se aparece cada diez años y hace una advertencia a cualquiera, que si no es escuchada, se cumple.
Esta vez la satánica aparición no pudo hacer nada porque Gabriel había escuchado su pregón y tomado medidas. El Nulirrán siguió su camino y sólo volvería a aparecer diez años después, pero no a la misma persona sino a otro u otros, siempre distintos.
Los compadres vieron entonces como uno a uno se iban esfumando los animales negros y un fuerte olor a azufre quedó impregnado en sus narices. Esa noche ya no pudieron dormir, estaban muy cansados, más bien excitados por la aventura. Había sido demasiado para ellos.
El Nulirrán, viejito que según dicen las crónicas coloniales se aparece por las cercanías de Nabón, es uno de los demonios menores de la mitología ecuatoriana, escapado de la fértil imaginación de los indígenas de esos contornos. Darío Guevara en “Un Mundo mítico mágico en la mitad del mundo” ha hecho un estudio exhaustivo sobre la materia pero lamentablemente nunca le tocó encontrarse con el Nulirrán.