SUCEDIÓ EN MANTA
CASOS RAROS CERCA DEL CEMENTERIO
Cuando la Grace estableció su agencia naviera en Manta, allá por los años 1.940 al comienzo de la II Guerra Mundial, Manta era solamente un pueblecito de pescadores donde habitaban unas cuantas familias de gentes conocidas oriundas de Portoviejo y de sus alrededores, forzadas a vivir en Manta en razón de algún negocio marítimo relacionado con el transporte o con la pesca. Las aduanas eran muy pequeñas y casi no tenían movimiento.
El comercio estaba recién comenzando, incipiente y pobre y muchas personas preferían abastecerse por los contornos, especialmente en la capital de la provincia que no quedaba distante.
Manta tenía otros puntos importantes. No existía provisión de agua potable, la marina llevaba buques banqueros, el “Ministro Game” de don José Rodríguez Bonín hacía periódicos viajes y regalaba el agua, de manera que la poca agua llegaba por mar a través de motoveleros que hacían periódicos viajes de Guayaquil o Santa Elena. En barricas también venía el agua desde los pozos de Portoviejo, medio salobre cuando había sequía, que era casi siempre. Por esas razones la bella y hermosa Manta no aumentaba su población y seguía con su tradicional barrio Córdova inconcluso, la parroquia central o Junín era un simple caserío que en cada invierno se cortaba por las aguas del río formado con las lluvias, no por eso era menos temible, pues atronaba de noche y corría de día.
Un antiguo cementerio indígena existía a las espaldas del poblado, donde se decía que en cuanto oscurecía se escuchaban lamentos y gemidos, así como candelitas azuladas que salían de las tumbas, de aquellas tumbas de Caciques o régulos importantes que se habían hecho enterrar con sus joyas de metales preciosos, pero a las que “los cristianos” no podían acercarse ni escarbar, pues los espíritus comenzarían a perseguir hasta forzarlos al suicidio. Así y todo, algunos muchachos haraganes y vagos, de aquellos que no gustaban de concurrir a la escuela ni visitar la biblioteca Municipal “Víctor Manuel Rendón Pérez” – que aún existe – iban de vez en cuando al viejo cementerio y hasta excavaban con palitos para ver si daban con entierros; más como todo lo hacían por broma, los padres nunca les decían nada ni les advertían que jugar con las fuerzas desconocidas de ultratumba siempre es peligroso.
Estas correrías aumentaron para 1.943 con la llegada de algunas familias nuevas también con muchachos juguetones y malcriados, que no encontraban mejor pasatiempo que ir al cementerio a mirar a los muertos, como solían decir por entonces.
Los Ugarte eran tres hermanos de 14, 15 y 16 años, hijos de un agricultor orense que había salido de su provincia por efecto de la invasión peruana y estaba en Manta de paso a Quito, esperando que le terminaran una villa que había mandado a construir en la ciudadela Mariscal Sucre.
Estos mataperros Ugarte iban diariamente a buscar huacas y tiestos, a molestar a los muertos, como opinaba la señora Zulema, dueña de la casa que alquilaban y tanto fueron, al mismo sitio, que ya empezaban a ser mortificados por los espíritus, pues la dueña de casa como que había oído en su departamento y en mitad de la noche, que unos misteriosos pasos se aproximaban a su puerta, pero entonces se plantaban y luego se alejaban para el departamento de los Ugarte y allí era el chirriar de puertas y cerraduras y los temblores de todo el edificio que no la dejaban dormir, y varias mañanas había amanecido con los ojos más abiertos que una lechuza y con un “miedo pánico pavoroso”, y no era para menos, pues los malcriados chicuelos le habían tomado a cargo y por turno se levantaban de noche a molestar en su puerta, con toquecitos, suspiros, pisadas y remezones, que todo se agrandaba en el caserón viejo y destartalado de madera de nuestra creída señora.
Así pasaron dos meses y doña Zulema seguía en su martirio, aunque había agotado todos los medios lícitos de la religión para exorcizar a las criaturas del mal, como son el agua bendita y la palmatoria, los rezos y letanías circulares, las velas prendidas a los santos y hasta el sahumerio oloroso y humeante que todo lo impregna pero continuaban las sacudidas y los grititos.
Una noche, más lúgubre que las demás porque las luces del vecindario se habían apagado enteramente, doña Zulema se aterrorizó al oír que desde la puerta de su departamento se acercaban pasitos leves pero firmes y creyendo que los Caciques y régulos del cementerio le irían a visitar y no pudiendo resistir mas la angustia, trató de arrojarse por la ventana que daba al patio posterior que sólo estaba a dos metros y medio de altura, pero era tanto el terror que ni siquiera eso pudo realizar. Así las cosas, entraron por la puerta de su dormitorio tres figuras fantasmales cubiertas con sábanas blancas, entonando muy queditas un coro antiguo y ceremonial, ininteligible por cierto, que fue demasiado y doña Zulema cayó al suelo, casi muerta, con los ojos desorbitados y la mirada perdida, como si regresara del limbo. Poco después la villa de los Ugarte fue concluida en Quito y la familia se movilizó a la capital. Doña Zulema seguía enferma de los nervios y ya no dormía sola, pues se había conseguido una ahijada querendona que la acompañaba invariablemente desde las seis de la tarde y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Los malandrines de los chicos también se fueron con sus padres y los espíritus indígenas del cementerio no volvieron a abrir ni a cerrar las puertas, ni a suspirar como antes. Todo había sido una pesadilla solamente, casi real, pero pesadilla al fin, producto de la travesura y malcrianza de tres chicos burlones.