MANGLARALTO : La sonrisa fatal

SUCEDIÓ EN MANGLARALTO
LA SONRISA FATAL

Manglaralto es tierra rica y vieja, tanto que nadie conoce cuando comenzó su historia, aunque sus libros parroquiales son casi modernos, digamos que no tienen más de dos siglos y medios; pero ya existía como poblado indígena en épocas precolombinas, asiento de una belicosa tribu que disfrutaba de sus plácidas vegas, de la hermosura de sus pastos y del siempre alegre verdor de sus laderas. Un mar cristalino entre azulado y  verdoso, que parece coralino, hace las delicias de quienes viven en sus riberas. 

En Manglaralto las familias se conocían; por allí los Manzini que se hicieron riquísimos, tuvieron molino y construyeron albarradas, por acá los Bararata, los Orrala, los antiquísimos Bohórquez oriundos de Riobamba, los Santistevan, los Enríquez. En ese lugar las tiendas del tío cuencano del Dr. Palemón Monroy, las casas de los franceses comerciantes de sombreros de paja toquilla, como los Drouet, los Rucabao,  los Malavé,  los Sicouret y luego la del peruano  Feijoo padre de hermosísimas niñas. Todo era paz entre ellos, la mayor parte inmigrantes educados, cultos y corteses, que habían venido a nuestras costas a explotar la orchilla, colorante vegetal de primer orden para los tejidos, que tenía gran venta en México y  Perú. 

En el poblado también vivía Jerónima Rizo, de origen balzareño, ya entrada en años y que hacía sombreros, quizá los mejores de la región. Ella no tenía historia pues toda su vida había trabajado honestamente, pero una mañana agradeció la sonrisa que le brindó al pasar un marinero peruano, venido en una balandra del Callao a aprovisionarse de naranjas y desde entonces quedó prendada de su “enamorado” que partió dejándola encinta. 

Poco después nacía un robusto varoncito pero Jerónima murió al dar a luz, de aquellas enfermedades tan propias de las señoras de antaño, que ni siquiera tenían nombres, pues las llamaban sobreparto. El marinero jamás volvió ni siquiera a ver otras naranjas y el niño creció casi en la indigencia, en manos de varias mujeres del pueblo que lo maltrataban por no ser hijo de ellas y con los años llegó a hombre, juró venganza y como no tenía sentimientos ni conocimientos, su venganza forzosamente debía ser brutal. 

Una noche comenzó el fuego grande en Manglaralto, que es como se le conoce al Incendio de 1.908 y la población ardía por los cuatro costados. Pocas casas pudieron salvarse, algunas de ellas medio chamuscadas y la Iglesia que por estar en medio de la plaza no fue tocada. El famoso “cristo de las Aguas” que tantos bienes otorga a la región, preservándola de las sequías, parece que en esta ocasión se mostró remolón pues nada hizo para detener el fuego. 
Desde entonces la pobreza ha venido azotando a Manglaralto que no ha podido recobrar su anterior lozanía. Las malas lenguas dieron en afirmar que el autor de tan pavorosa hazaña había sido “el chico de la Jerónima”, malandrín que en más de una ocasión había amenazado a las gentes pretextando un desquite de agravios que nadie recordaba haberle inferido. Por otra parte y como no se le volvió a ver por los alrededores, las sospechas se agravaron y nadie dudó que él hubiera sido el autor de tan nefasta hazaña. “Todo fue por culpa de la sonrisa fatal del viejo marinero de la Jerónima”, opinó una de las viejas Mazzini cuando años después recordaba el fuego grande que las había arruinado casi de por vida. “Si señor, solía asegurar, fue por culpa de esa sonrisa fatal”.