JUMANDI

CACIQUE DE LOS QUIJOS DEL ORIENTE. – Los indios Quijos del Oriente eran muy ricos en el siglo XVI pues el monopolio del cultivo y mercadeo de la coca que transportaban incluso a la costa, donde vivían los Quijos- Daules asentados desde el siglo XIII, les había convertido en los indios más importantes del país.Políticamente jamás habían podido formar un reino o confederación de tribus al nivel de los Quitus, Puruháes o Cañaris, pero como eran comerciantes, tenían acceso a todas las regiones, incluso a las más apartadas del territorio ecuatoriano.

Hacia 1578 gobernaba a los Quijos del Ñapo el grande y poderoso Cacique Jumandi, Jefe de esa nación Oriental, cuyo poder descansaba sobre otros Caciques menores, y ocurrió que dos brujos de los mas poderosos reunieron a varios indígenas en el pueblo de Tambisa, cerca de la población española de Avila, y allí predicaron la sublevación contra los extranjeros. Los brujos llamaban Beto y Guami y eran de la región de Archidona el primero y del citado pueblo de Tambisa el segundo, muy belicosos, y también se les llamaba “Pendes”, aunque ellos se daban el tratamiento de dioses y algunos documentos oficiales les tiene por Caciques principales, confundiéndoles por su gran influencia.

El brujo Beto gritó a los indios que se le había presentado el diablo bajo la apariencia de una vaca, para indicarle que el Dios de los Cristianos estaba muy enojado con ellos -los españoles- que debían ser muertos con sus mujeres y niños. Guami, a su vez, les dijo que durante cinco días se había trasladado a otro mundo y había visto cosas maravillosas, estuvo de acuerdo con Beto en lo de matar a los españoles, quemar sus casas, desbastar sus sembríos.

Ambos hicieron finalmente un llamamiento a los indios de la región para que se armaran y proveyeran de alimentos y si desobedecían sus órdenes, serían severamente castigados por los dioses, quedarían sin cosechas y sus sembríos se secarían.

Mientras tanto Guarní había hecho matar a cinco españoles que se encontraban en un pueblo vecino y manifestó a la asamblea que él debía tener el mando supremo porque ya había castigado a los españoles y era mas joven y capacitado que Beto, quien además pertenecía a Archidona y no a Avila. Para garantizar aún más su prestigio indicó que tenía el poder de hacer llover, resucitar a los muertos y transformar a los hombres en plantas y viceversa; pero fue contradicho por Beto, hasta que decidieron que la suerte eligiera al mejor, saliendo beneficiado Guami. Entonces éste encargó a Beto el asalto a Archidona y ordenó a cada Cacique que tomara a su gente y penetrara en la casa de su respectivo encomendero, al medio día, hora en que todos se encontraran comiendo, para asesinarlos sin piedad.

En el pueblo de Beto surgieron problemas pues mientras Guami incitaba a los indios a levantarse en armas, apareció el brujo Imbate diciendo que era tan pende como Guami y que si no tenía él mando supremo, todos morirían. Mas Guami se alió con él y ambos se pusieron en contacto con el Cacique Jumandi y otros más, para que movilizaran a sus guerreros al combate.

En el intervalo Beto había amenazado a los Caciques de Archidona en convertir sus sembríos en sapos y culebras venenosas y que los matarían en caso de no participar en el asalto y todos acordaron aliarse a Beto para exterminar a los españoles. El primer asalto se realizó a la ciudad de Avila el 11 de Diciembre de ese año, hacia el mediodía y de la siguiente forma: Un grupo de indios del cacique Boruca llegó cargando un tronco para la construcción de la nueva casa del Encomendero Juan Báez de Francia y mientras tanto, con la bulla, los demás Quijos consiguieron entrar a la ciudad sin que nadie lo notara, matando despiadadamente a todos los blancos y a los indios serranos que les servían como domésticos en sus casas, y solo se salvó una niña milagrosamente, pues no la vieron. (1)

Los asesinados llamaban Pedro de Solís, Pedro Moreno, Hernando Arias de Mansilla, Juan García y Francisco Baños, que andaban por las poblaciones de Amoqui y Baji y podían dar aviso a las ciudades del concierto de los indos.

Por encontrarse un traidor entre la gente de Beto, los habitantes de Archidona pudieron defenderse algunos días, construyendo una empalizada, pero al final sufrieron una sangrienta carnicería sin que uno solo pudiera salvarse del ataque indígena. El botín fue repartido y algunos indios hasta se armaron de espadas, adargas y mosquetes.

El clérigo Juan Rodríguez, que paseaba entonces en el corredor de la casa de Alonso de Araque, fue el primero en percatarse del peligro. Huyo a la iglesia, mientras Araque se dirigió con una albarrada para proteger a doña Leonor, viuda del Capitán Juan de Taguada. Por ellos comenzó la matanza, a la que siguió luego la de Juan Báez y su mujer doña Marta Díaz, que perecieron a golpe de mazo. Generalizado el ataque los indios discurrieron por toda la población con dardos, hachas y mazos, dando muerte a cuantos blancos encontraron. Fue imposible la fuga porque estaban cercados los contornos con los indios de Jumandi. De este modo perecieron todos los vecinos entre los cuales se contaban Juan Bautista Ginaves, Alonso de Vargas, Rodrigo de Arias Mansilla, García López Zambrano, la familia Díaz de Pineda, Juan Bustos, Juan de Ubernia, Pedro Moreno Pérez, Juan de Solís, Juan de Pinera Carvajal y muchos otros más. Dentro de este esquema sintético hay que colocar escenas dolorosas de la refinada crueldad con que los indios dieron muerte a hombres, mujeres y niños. Toribio de Ortiguera en su “Jornada del Río Marañón”, relata con detalles de hombres y circunstancias, tanto el papel de los hechiceros como las condiciones de las víctimas y las formas de asesinato.

Después de lo de Avila, Guarní e Imbate se retiraron a la región de Jumandi y tras un ayuno de cinco días decidieron atacar Baeza. Jumandi había enviado a Paujimato, hijo de Guami, y al Cacique Buji, a alertar con mensajeros a los demás indios del oriente, pero estos emisarios, argumentando que también eran pendes, decidieron levantarse con el mando y fueron condenados por el propio Guami a morir frente a las tropas, ahorcados.

Mientras tanto Baeza había sido avisada del ataque a Avila y a Archidona y se preparaba, además recibieron refuerzos de tropas enviadas desde Quito al mando de Rodrigo Núñez de Bonilla y de Jerónimo Puento, Cacique principal de Cayambe. Quien estaba a cargo del avituallamiento era Diego de Figueroa y Caxamarca, Cacique de Chordeleg, a quienes el Rey recompensó después por su lealtad.

Los subalternos de Jumandi se acercaron ante el Capitán Núñez de Bonilla a deponer sus armas, contándose entre ellos a Acande, Bamboy, Jamto, Toimbatio, Quindaja. Quinqué, Paugato, Achija, Aruja, Bufi, Inote, Carbra, Quisuca. Monta, Carito, los de Juan Bautista del Valle y algunos indios de Puranda, Seta, los Mijos y los Cambos. Baeza y Archidona fueron reedificadas en un lapso de diez meses, con nuevo personal y al estilo de las ciudades del altiplano, mientras en Quito persistía el temor de una sublevación indígena y las autoridades obligaban a los vecinos a estar bien provistos de armas, caballos y pertrechos, con recelo de un ataque.

En Quito habían despachado a Rodrigo Núñez de Bonilla con trescientos hombres de a pie y a caballo y perfectamente equipados, que llegaron a tiempo para impedir la toma de Baeza por los alzados. En esa ciudad se libraron intensos combates, inclinándose la victoria por los cristianos que contaban con armas de fuego, mientras que los Quijos solo con flechas y lanzas. Bonilla les fue persiguiendo a los bosques y así por el camino tuvo muchos encuentros y guazabaras con ellos, pues salían a tomarles el paso y estorbárselo. Entre los prisioneros cayeron los cuatro principales caudillos: Beto, Imbate, Guami y Jumandi, sentenciados por los Oidores de la Audiencia a “ser traídos por las calles de Quito en un carro donde fuesen atenaseados con tenazas de fuego ardiendo, y de allí los llevasen al rollo, donde fuesen ahorcados y hechos cuartos, y sus cuartos puestos en los caminos y las cabezas en el rollo”.

En el oriente los españoles habían empezado a derrotar a los indios y estos se dieron cuenta de que la magia de sus pendes de nada les serviría, rindiendose unos y huyendo a las selvas mas impenetrables otros.

Entretanto los Quijos habían entrado en conversaciones con algunos Caciques de la sierra con quienes tenían contactos comerciales, sobre todo en la región de Quito, pero la conspiración fue descubierta. Igualmente tenían tratos con los indios Omaguas de las riberas del Ñapo y desembocadura del Coca.

Las sublevaciones de Cuenca y Riobamba, sin embargo, abortaron antes de nacer, pues los Caciques Francisco Atahualpa Inca (hijo de Isabel Yarucpalla, una de las mujeres de Atahualpa) y el clérigo Diego Lobato Duchicela (descendiente de la Casa Real Puruhá) intervinieron en tal sentido, negando toda ayuda a los revoltosos.

Un hijo de Jumandi cayó en manos de la gente del Cacique Puento. El propio Jumandi fue llevado prisionero a Quito junto a otros jefes entregados por sus propia gente. Beto también fue abandonado y se atrincheró en los escombros de Archidona hasta ser tomado preso.

Al final y luego de diez meses de continuas zozobras, se tranquilizó la región y volvió la calma, bien es verdad que a costa de castigos sangrientos. La Audiencia de Quito condenó a muerte

a Jumandi y para que la sentencia sirviera de escarmiento se obligó a los Caciques e indios de la región de Quijos y de los alrededores de la ciudad capital, a que asistieran a la ejecución.

Todos soportaron las penas con mucha ecuanimidad y antes de morir dicen que Jumandi rogó a los suyos que rezaren y sirvieran a los españoles en el futuro. “A los españoles les gustó oír aquello”. Luego se les martirizó a los prisioneros con tenazas hirvientes y al final se los ahorcó pendientes de sogas, sus cuerpos fueron descuartizados y sus cabezas colocadas en diferentes puntos para escarmiento de los transeúntes y del pueblo en general. A los Caciques serranos que habían participado en la conspiración, se les privó de sus posiciones y fueron desterrados a las regiones calientes de la costa, donde posiblemente murieronen poco tiempo, víctimas de las inclemencias de esos climas selváticos, a los que no estaban acostumbrados.

La rebelión de los brujos o pendes fue largamente recordada con horror por los españoles, pues estuvo a un tris de costarles el gobierno y la vida en sierra y oriente cuando menos. En 1631, al celebrarse en Quito el nacimiento de un príncipe español, se exhibió un carruaje con prisioneros que representaban a los pendes y a Jumandi, de quien se tiene relativamente pocas noticias físicas y morales pues se desconoce su descripción, así como sus hechos anteriores a la revuelta, tan importante, que impidió el éxito de la colonización oriental, sepultando a extensas zonas por algunos siglos más en la barbarie.

Como antecedentes a la rebelión de Jumandi y sus indios Quijos, que poblaban las tierras que los españoles denominaron de la Canela, por crecer en ella la codiciada especie “ishpingo”, fue visitada por Gonzalo Díaz de Pineda y por Gonzalo Pizarro en 1538 y 1539, respectivamente. Veinte años después la invadió Rodrigo Núñez de Bonilla para fundar la ciudad de Baeza a orillas del río principal de los Quijos, convirtiéndola en sede de la Gobernación. Su sucesor Andrés Contero fundó las ciudades de Avila y Archidona, pero la opresión impuesta a los nativos por los españoles vecinos de Baeza, Avila y Archidona fue tremenda, por cruel e inhumana, al punto que en 1578 el Visitador Pedro de Ortegón ordenó “Matar algunos perros que los españoles tenían, que eran muy bravos guerreros domesticadores de los indios, de tal manera que los tenían sujetos y avasallados que no había indio que osase desvergonzar ni levantar contra la obediencia de su amo”, por eso, tras dieciocho años de continuos padecimientos, los indios fueron levantados por los pendes, brujos para los españoles y sacerdotes para la mentalidad primitiva de ellos.

Al parecer en la sublevación jugó rol decisivo la propaganda mesiánica que desde Vilcabamba se extendió a todo el país del Perú y Quito y probablemente estuvo inmiscuida en ella la princesa Guachay, que fue llamada a declarar en Quito, confesando haber entrado a Iques y Atuniques, siendo muy niña, cuando acompañaba al séquito de Huayna Capac, todo lo cual ha sido relatado por Reginaldo de Lizárraga y Toribio de Ortiguera.