ESCRITORA.- Nació en Guayaquil el domingo 22 de Agosto de 1717 y el 25 fue bautizada en la Iglesia Matriz. Hija legítima
del Capitán Juan Delfín Herrera- Campusano y de la Bárcena y de María Navarro – Navarrete y Castro, guayaquileños.
Su padre fue virtuoso y misericordioso con los pobres, estricto con los de su casa y muy dado a sufrir arrebatos de mal
carácter cuando encontraba que las cosas no estaban arregladas a su gusto. Murió en 1728, joven, después de larga
enfermedad que la toleró con paciencia y conocimiento de su muerte. Su madre, una santa mujer que miraba “por la
honra de su casa y la buena crianza de sus hijos” y que a la muerte de su esposo quedó en grave pobreza.
A los siete años aprendió junto a su madre las primeras letras, “en que no tuve dificultad por el interés de saberejemplos
e historias”. Ella fue mujer excepcional porque le “dio a leer libros de fantasía”, pero su hermano Juan Delfín, después
sacerdote dominicano, “le advirtió del peligro que en ello había” y entonces los dejó, asustada. En su casa se vivía hasta
cierto punto un ambiente intelectualizado pues diariamente se leía en voz alta el libro “De la diferencia entre lo temporal
y lo eterno” del padre Nieremberg para dar al texto toda su unción que estaba en el ritmo. I de unas manos pasaba a las
otras pues todos lo apreciaban excepto Catalina, que de tanto oírlo llegó a aburrirle y terminaba por esconderse, “pero lo
leían en tan alta voz que donde yo quiera que iba lo oía”. Era una niña imaginativa, inteligente y curiosa, enemiga de lo
meramente repetitivo.
De once años perdió a su padre y “abandonó todas las galas” así como los ramilletes de flores con que se adornaba, estos
sacrificios los hizo por amor a la Virgen del Rosario de la que era muy devota, adoptando la costumbre de confesarse y
comulgar cada quince días “honor grande” que solo recibió por ser de los principales familias del puerto que no a
cualquier persona era permitido, con su director espiritual fray Carlos García de Bustamante, Ü.P. quien la ingresó en la
tercera Orden dominicana del convento de San Pablo Apóstol de Guayaquil.
Por decepciones del mundo originadas en su orfandad y pobreza extrema por ese tiempo le nació su vocación religiosa y
construyó una pequeña ermita en el campo, entiendase en la extensa sabana vecina a la ciudad, astillero y tarazana
donde se retiraba a orar y a meditar con un hermanito menor. Años después un caballero guayaquileño le obsequió la dote
para ingresar a un convento y como en el puerto no los había de mujeres, viajó en 1740 a la capital y un año más tarde
ingresó monasterio de Santa Catalina de Siena en 1741 con el nombre religioso al de “Catalina Luisa de Jesús, María y
José” durante el obispado del Dr. Andrés de Paredes y Almendaris quien le guardaba obsequiosas deferencias. Pronto
destacó por su inteligencia y personalidad. Tenía solamente veinte y cuatro años de edad, pero su madre lloró su ausencia
sin consolarse nunca pues Catalina, aquella hija a quien ella llamaba su loca por lo impulsiva y traviesa, era su preferida.
En 1745 fue designada Maestra de Novicias, funciones importantísimas pues se convirtió en la formadora delas postulantes.
El 47 se produjo en Quito el alzamiento de los frailes de un convento y el asunto dio mucho que hablar con larga cauda de
recuerdos. Ese mismo año y contando solamente treinta de edad, inició la redacción de un libro autobiográfico contando
los sucesos de la vida diaria de Quito y recordando los de Guayaquil, pero arrepentida de estas confesiones mundanas,
pues había escrito sus pecados no sus misericordias, quemó los originales porque algún confesor se lo exigió. Así se
mataban las vacaciones intelectuales.
Obra tan importante y de tanta trascendencia para el conocimiento de nuestra historia colonial, llena de asuntos
mundanos – unos serios relativos a la administración y al gobierno y otros meramente banales con chismecillos del diario
convivir, se habría convertido en un valioso testimonio de primera mano y encima femenina, sobre la vida de esos tiempos
de los que realmente se conoce muy poco a profundidad.
En 1755 estaba de Priora y ocurrió un violentísimo terremoto que destruyó parcialmente el edificio del convento y casi
toda la ciudad, habitando por algunos meses a campo raso y entre las gentes del pueblo, con numerosas penalidades y
viendo la dispersión de sus monjas; sin embargo, logró reagruparlas y todas regresaron a trabajar en la reconstrucción. Su
nuevo confesor, fray Tomás Corrales, O.P. le ordenó que volviera escribir y así lo ejecutó a partir del 8 de Febrero de 1758
tras once años de maduración y silencio interior transcurridos en el del claustro y demoró hasta el 29 de Agosto de 1760,
redactando en cuadernillos sucesivos, dirigido de uno en uno a sus directores espirituales. La obra está escrita en buena
prosa, trae poemas – oraciones y titula “Secretos entre el alma y Dios”, contiene partes autobiográficas y diálogos con la
divinidad, pero no volvió a relatar los episodios mundiales de la primera.
Nada más se conoce de su vida a no ser que falleció el 29 de Septiembre de 1795 falleció de setenta y ocho años de edad
con opinión de santa, por varias profecías y sucesos portentosos que ocurrieron, siendo enterrada en el propio convento.
Cincuenta años después, el 6 de enero de 1845, se descubrieron sus restos y “se hallaron los huesos de la pierna derecha
flexionados hacia arriba, porque estando recién muerta quisieron enterrar a otra persona a sus pies y el indio que abría la
sepultura metió la mano a tocarla y al irle a coger un pie, lo retiró de la mano del indio. Y este dio gritos, entró una monja a certificarse y
halló el pie retirado de la manera dicha”.
Su obra está escrita en estilo hermoso y muy ameno, propio del alma privilegiada de una mujer culta. Revela algunos
pasajes de su vida monástica no exenta de problemas materiales y espirituales y narra hermosas anécdotas que hacen las
delicias del lector. Su prosa está considerada una de las más sólidas y mejor construidas de la colonia por los recursos y
riqueza idiomática que contiene.
A raíz de su muerte los originales aún sueltos fueron depositados en una alacena del convento donde permanecieron
algunos años hasta que manos amigas los recuperaron y encuadernaron, prestándolos a particulares deseosos de
conocerlos. El Dr. Pablo Herrera los consultó para escribir la Introducción a la obra de Sor Catalina publicada en 1895 en la
Imprenta del Gobierno, en el primer tomo de la “Antología de Prosistas”.
El Dr. Juan María Riera, Obispo de Guayaquil, en 1906 copió los originales a mano y luego en 1908 a máquina, con un bien
trazado prólogo. Fray Alfonso Antonino Jerves volvió a descifrarlos y en 1950 los imprimió en la Editorial Santo Domingo,
de Quito, en 55 capítulos con sus correspondientes sumarios, un apéndice de cartas autógrafas, introducción biográfica y
fotografía del óleo que se conserva en su convento, donde aparece de no más de treinta años, con hábito de religiosa de
coro de Santa Catalina de Siena y un cáliz en el pecho, porque al exhumarse sus restos se descubrió una formación
calcárea que semejaba un cáliz sobre su corazón.
El retrato debió ser ejecutado en el siglo XIX y con posterioridad a 1845, tomado de un original más antiguo ahora perdido
por la costumbre de prestarlo a distintos hogares que lo solicitaban para implorar favores. Dos copias se conservan en
Guayaquil, una en el Museo Municipal y otra en el Convento de Santo Domingo donde también se guardaban parte de sus
restos (1) que años más tarde fueron trasladados por orden del Arzobispo de Guayaquil Bernardino Echeverría a un
monasterio de monjas dominicanas que él fundó en la vecina población de Durán. En 1977 el Estado honró su memoria con
la emisión de un sello postal con su efigie.
“Fue agraciada por Dios con el don de la profecía y el conocimiento de las interioridades del corazón de las gentes”. Su
causa de beatificación se halla actualmente detenida.
Junto a Mariana de Jesús, Gertrudis de San Ildefonso y Juana de Jesús constituye el más alto índice de espiritualidad
femenina en la colonia. Fue valiente porque se desprendió de su familia para vivir la vida conventual de Quito y luchó por
alcanzar su elevación espiritual “enfrentándose al demonio que la perseguía de diferentes formas”, episodios que constan
en su Autobiografía, que por esos pasajes ha sido calificada por la crítica, de ser una relación mágica.
Alejandro Camón Aguirre ha opinado que tras leer la autobiografía de sor Catalina, quien diariamente se comunicaba con
ángeles y santos, con Jesús y María, la cree supremamente sincera por la fuerza de la simple ilusión, que llevada a grados
superlativo es base de la fe, que a su vez produce otras ilusiones, aunque la realidad sea bien distinta y muy amarga.