SUCEDIO EN GUAMOTE
EL SACERDOTE MALDITO
(ANTIGUA TRADICION ANDINA)

Cuentan las viejas consejas coloniales que hacia 1.658 vivía en las cercanías de Guamote un joven sacerdote, cura doctrinero, sabio y santo por sus estudios y costumbres austeras, el lujo de región, pero que una tarde que estaba sentado al pie de la puerta de la Casa Parroquial, imbuido en sus pensamientos y rezando un rosario de cuentas de carey, se le acercó el Cacique Juan Apurimac, de la región de Yaruquíes, llevando una recua de mulas y pidió aposentarse en su casa.
Como era costumbre entre los naturales, el derecho más religiosamente cumplido y observado es el del hospedaje, pues en algunos casos y dada la gravedad de las montañas y los fríos y heladas que las azotan, negar hospedaje equivale a una sentencia de muerte; así es que el padrecito accedió al pedido del Cacique, bien que le conocía como uno de los más importantes vecinos de la región y estar acompañados de su mujer y varios hijos.
Pasó la noche Apurimac y al día siguiente, luego de una taza de infusión de hojas de coca, pidió al sacerdote que hospede a su hija menor, enseñándole a leer y escribir y otras artes como la pintura y el teñido, que todo se lo iba a reconocer y a recompensar. Entonces era usual en las casas parroquiales que funcionara una escuela, si bien es cierto que a ella sólo concurrían indios varones hijos de Caciques, así es que tan insólito pedido no dejó de causar extrañeza al Párroco, que quiso en un primer momento rechazarlo, pero comprendiendo el dolor que causaría con ello al Cacique, terminó por aceptar, ordenando que dieran un aposento a la jovencita, de no mas de doce años, entre los de las mujeres de servicio.
Y pasaron los meses y la joven Cusi fue creciendo en sabiduría al punto que llegó a ser la reina de la casa y la primera estudiante del colegio, leyendo casi de corrido el breviario, el catecismo y las novenas que tenía el Padre en su pequeña biblioteca y discurriendo todo con tanta naturalidad que su conversación sorprendía a los ancianos sacerdotes que de vez en cuando pasaban por el sector en camino a sus curatos.
Y como el diablo mete su rabo cuando no tiene nada que hacer. Una mañana que Cusi estaba tomando un baño, acertó a pasar por ahí nuestro santo varón de Dios, que sin querer se llevó el susto o mejor dicho la sorpresa de su vida y desde entonces le entró tal amor por su discípula que no pudo contenerse y esa misma tarde la hizo su amante, ante el ceño fruncido de las longas viejas del servicio que presentían que nada bueno saldría de esos regodeos. I pasaron los años, el padrecito y la Cusi Apurimac formaban una hermosa pareja que había traído al mundo varios retoños que crecían por el vecindario. Nadie en Guamote se asombraba del asunto pues eran muy frecuentes esta clase de uniones. El Cacique también había aceptado la realidad como que era el culpable indirecto de la situación y hasta visitaba cada año a su hija y nietos, conversando amigablemente con su cuasi yerno, respetuosísimo y hasta cariñoso con el viejo Indio, saliendo a despedirlo hasta seis millas fuera del pueblo como se acostumbraba con los viajeros distinguidos.
Mas, un buen día, el Padre tuvo que ir a la villa del villar Don Pardo (antigua Riobamba) con una recua de mulas portadores de géneros diversos que debía cambiar por otros productos del país y dejando a su mujer muy recomendada y prometiéndole regresar en sólo tres semanas, se alejó del lugar.
En el ínterin, la Cusi, que ya estaría por los 25 años, fue atacada de viruelas tan súbitamente, que el mal la llevó a la tumba en menos de cuarenta y ocho horas. Su cadáver fue enterrado enseguida y su tumba cavada bien profunda para evitar el contagio. Los hijos pequeñines y traviesos, como que no se dieron cuenta del golpe mortal que habían recibido y así las cosas, cuando volvió el Padre, se enteró de todo y lanzando tristes lamentaciones se encerró por varios días a beber chica fermentada y a tocar una flauta o quena que fabricó exprofeso, que para mayor resonancia introducía en un cántaro de barro lleno de agua a la mitad y así quedó encerrado hasta que acabó la totalidad del licor.
Entonces, una noche que la oscuridad era más completa, fue a la tumba de su amada, sacó el cadáver y llevó dentro de la casa.
A la mañana siguiente la servidumbre encontró a la infeliz pareja y vieron horrorizada cómo los gusanos de la muerte se paseaban por el rostro lívido de su amante, en horrorosa procesión fúnebre. Los encontraron abrazados. Ella era un esqueleto con muy poca piel y él había muerto de infarto, un leve hilillo de sangre salía de su boca donde una sonrisa de satisfacción unida a una mirada perdida y extraña anunciaban que al fin las almas de ambos se habían encontrado en el más allá.
El asunto llegó a conocimiento del Obispo de la Diócesis más cercana, posiblemente el de Quito, quien prohibió que se tocara la quena dentro de los cántaros y desde entonces cada vez que se lo hace ronda la muerte por el sector… ¡Eso es lo que afirma la leyenda! ¿Lo cree usted Lector?.