TRADUCTOR.- El Felipillo famoso de la conquista, tan vituperado por tirios y troyanos, es un hombre importantísimo en el drama del asesinato de Atahualpa en Cajamarca y bien merece ser estudiada su vida en detalle.
Comencemos por decir que es nuestro paisano pues nació en la isla Puná hacia 1510 y que de niño debió aprender en las vecinas costas de Tumbes un quechua bastante malo pero suficiente para hacerse entender y comprender a medias y nada más. Pizarro lo apresó en su segundo viaje y le tomó afecto, llevándole a Panamá donde lo hizo su “trujamán” u hombre de confianza, bueno para todo trabajo, desde Mercurio de amor hasta limpiador de bacinicas; por eso lo tenía viviendo en su casa y hasta lo vistió con sedas, que debía aparentar bastante por ser criado de un caballero. También le dio caballo y hasta lo hizo bautizar, honor grande para un indio porque equivalía a igualarse como hermano de su amo, según la mentalidad imperante en esas épocas.
En 1528 lo llevó a España “pues era gracioso, sabia ganar las voluntades a cuantos comunicaba y era pies y manos en el servicio de su amo” como lo afirma Gonzalo Fernández de Oviedo. Después de las Capitulaciones de Toledo de 1529 volvió a América y avanzó con Pizarro hasta la Puná y Tumbes donde se enteraron de la presencia de Atahualpa en Cajamarca, para tomar baños y curarse de una herida de flecha recibida en el muslo de una de las piernas. Entonces Pizarro comisionó a su hermano Hernando, que en compañía de Hernando de Soto y Felipillo fue a buscar al Inca en Cajamarca y le transmitieron sus saludos.
Felipillo parece que por la confusión del momento o por algún lapsus gramatical, al verse en presencia del
Inca confundió las palabras y casi produjo una ruptura de relaciones entre Atahualpa y los comisionados, que hubiera sido de fatales consecuencias para estos últimos.
Después de la captura del Inca volvió a ver a Atahualpa y se convirtió en uno de sus peores enemigos, dando a los españoles noticias alarmantes sobre supuestos preparativos bélicos, cuando lo que deseaba era que mataran al Inca para quedarse con una de sus numerosas mujeres, de la que se había enamorado.
Ajusticiado el Inca, Felipillo reclamó su parte de la herencia y se acostó con la Colla, honor sublime dada su triste
condición de plebeyo y provinciano,
pero todo se puede en esta vida con tesón y suerte, así es que nuestro paisano se refociló algunas semanas en lecho de rey y colchas de lana, siguiendo hacia el Cusco y entrando entre los vencedores.
En 1534 partió con Almagro hacia el norte para impedir que Benalcázar se alzara con el santo y la limosna. Después se unieron ambos capitanes para hacer frente común a Pedro de Alvarado que llegaba desde las lejanas costas de Centroamérica a disputarles el botín. En tal trance Felipillo se pasó al bando de Alvarado creyendo que éste ganaría y hasta insinuó la muerte de Almagro, que en esto de muertos Felipillo nunca se quedaba corto; sin embargo aquí le falló la suerte y hechas las paces tuvo que achicarse ante Almagro y pedirle perdón y sólo se salvó merced a la intercepción amistosa de Alvarado, pero de todas maneras quedó en desgracia. Ya no volvería a ser como antes, el niño consentido de los conquistadores y pieza clave en el dominio de estos territorios.
Nuevamente en el Perú, aceptó a su amo Pizarro que lo enviara con Almagro, esta vez a la conquista de Chile, con la secreta consigna de que viera todo y luego se lo contara. En Chile Felipillo volvió a intrigar contra Almagro metiendo chismes entre los indios para que estos se sublevaran; algunos le hicieron caso y los españoles pasaron numerosas penurias y tantas, que Almagro malició algo y forzó a Felipillo a confesarse culpable, de donde le hizo dar muerte sin más ni más, como a un traidor cualquiera.
Así terminó sus correrías en este mundo quien fuera “trujamán y faraute” dejando a la posteridad su nombre para calificativo de traidores y felones.
Garcilaso de la Vega no lo quiso y en los “Comentarios Reales” se expresó muy mal de él. Otros autores siguieron esta línea y también han denigrado su memoria; pero, a decir verdad, Felipillo no fue ni bueno ni malo, simplemente siguió el ejemplo de sus amos los conquistadores que sin ningún derecho ni recato vinieron a tomar lo ajeno como propio y encima bravos.
Fue sólo un pícaro más de los muchos que vivieron por esos días en América y que dieron tanto que hablar a la novela picaresca española del siglo de oro, poblada de Gil Blas de Santillana y de otros mozos y aventureros de igual ralea, tan abominables como simpáticos, inteligentes y peligrosos. Lo que llama la atención en Felipillo
no es su escasa moral sino sus agallas para tratar de engañar a los españoles con chismes y cuentecillos del Inca, con el secreto propósito de amar a una de sus mujeres, que de fijo también lo ha de haber querido por igual, hambreada como estaba de sexo por la continencia forzosa a las que las sometía el Inca, que según se conoce era marido oficial de más de trescientas, muchas de las cuales ni siquiera había tocado una sola vez en su vida y a todas tenía solo por lujo y como obsequio que le hacían los Caciques del Imperio; de manera que sus mujeres eran para él simples objetos políticos que no de placer. Estimo que Felipillo por lo menos puso al día a una de esas desventuradas…! con el fuego propio de sus años juveniles y con las ansias de todo plebeyo que alcanza una pieza de caza mayor.