DAQUILEMA RUIZ FERNANDO

LIDER INDIGENA DE 1871.- Daquilema quiere decir “Señor con mando” y es una familia indígena inmemorial en las zonas de Lincán, Cacha, Cachabamba, Yaruquíes, Punín, Sicalpa y Cajabamba en la hoy provincia del Chimborazo.

Estos Daquilema se consideraban de sangre real y descendientes de los antiguos señores Puruhaes de apellido Duchicela, pues entre ellos las terminaciones “cepla, lema y cela” tenían una especial nobleza y antigüedad y muchos de sus apellidos eran respetados por este detalle. Mayancelas, Saquicelas y Duchicelas hoy existen regados en casi todo el territorio nacional pero hace cien años no era así, entonces vivían unidos en torno a sus ayllus o tribus.

Fernando Daquilema debió nacer hacia 1845 en el anejo de Amula perteneciente a la comunidad de Quela en la parroquia de Yaruquíes. Dicho anejo está asentado en una colina y tenía por entonces no más de mil quinientos vecinos.

Yaruquíes era una población nueva, formada tras el terremoto de 1797 con los pobladores que habitaban los sitios cercanos de la antigua e histórica población de Cacha, asiento de la familia Duchicela. Toda esta zona se hundió con sus habitantes, al punto que luego del terremoto un sacerdote que había salido a prestar auxilios espirituales a un vecino de los contornos, al volver al sitio donde había estado Cacha, no encontró nada, pues todo había desaparecido, desde la iglesia y las casas, hasta los habitantes y sus animales. En síntesis, no quedó un solo sobreviviente.

Su padre llamó Ignacio Daquilema y trabajaba en la hacienda “Tungurahuilla” y su madre María Ruíz debió dedicarse a las labores domésticas. El joven Fernando creció como pastorcito de ovejas, se hizo hombre y casó con Martina Lozano.

La tarde del lunes 18 de diciembre de 1871 arribó al valle de Cacha el odiado recaudador de diezmos y tributos indígenas Rudecindo Rivera, a quien rodeó una multitud indígena y haciéndole caer del caballo le ataron las manos y fue conducido a Quero, donde lo plantaron al pie de un árbol de capulíes y tras someterle a una serie de escarnios y maltratos, le pusieron en la boca el freno, previamente calentado al rojo vivo, de su cabalgadura. El olor a carne quemada comenzó a extenderse y entonces le quitaron la vida. Sus restos fueron clavados en una pica y quedaron fuera de la iglesia de la Balbanera en las cercanías de la laguna de Colta, situada a casi cuatro mil metros de altura sobre el cono trunco de un dormido volcán.

Como antecedente inmediato debe considerarse que por el Concordato celebrado en 1862 entre el presidente Gabriel García Moreno y la Santa Sede, se había entregado las contribuciones indígenas a la Iglesia (el Diezmo y las Primicias) que a su vez, la Iglesia las traspasaba a los rematistas del cobro, que expoliaban a la población indígena y por eso eran tenidos y reputados como unos pillos consumados. Los indios, especialmente los de la actual provincia del Chimborazo, estaban cansados de realizar estos pagos que sólo a ellos gravaban como lejano recuerdo de la conquista española.

El primer brote rebelde, tras el asesinato de Rivera, se registró al día siguiente martes 19 en Yaruquíes, donde Fernando Daquilema, posiblemente de escasos veinte y seis años, montado en el caballo de Rivera y ya proclamado Rey o Apu de los insurgentes a petición de Julián Manzano y con el consentimiento de todos, había reunido a numerosísimos indígenas, porque se negaban a pagar.

Se desconoce por qué subieron a las alturas que dominan la población de Yaruquíes y a quién se le ocurrió sublevar a la masa, pero unos cuantos se sacaron sus ponchos rojos que denotaban la sumisión al hombre blanco y se colocaron los negros, símbolo de rebeldía en los Andes. En las filas indígenas figuraban como líderes Bruno Valdés, Nicolás Aguagallo Turunchi y Miguel Pilamunga, que ordenaban tocar las bocinas en son de guerra como en los tiempos de sus antepasados. En el poblado los vecinos andaban aterrados y sólo los milicianos se aprestaron a la defensa.

Ese martes 19 había amanecido frío. Nadie había podido dormir y los tres mil indígenas armados de palos, puñales y lanzas de madera bajaron en infernal griterío a eso de las siete de la mañana pero fueron rechazados a bala por casi cien soldados que se jugaban la vida y no podían darse el lujo de perder. El primer ataque falló y la multitud se retiró a eso de las diez de la mañana hacia la población de Cacha, sorprendiendo en el camino a Carlos Montenegro y a Javier Poma, a quienes asesinaron cruelmente.

Esa tarde Daquilema ordenó atacar Sicalpa y Cajabamba al mismo tiempo y comprometió a N. Morocho para que consiga trescientos caballos. Acto seguido y con cuatro mil indígenas, portando pértigas de madera sobre las que ondeaban pañuelos rojos que evocaban a las “unanchas” primitivas de los Shyris, avanzaron a la plaza principal de Sicalpa donde los milicianos se habían parapetado al mando del Teniente David Castillo, quién fue el primero en morir atravesado de un lanzazo por Manuel Guallí, que enseñó el cadáver a sus compañeros gritando: “Vean bien como entra la lanza, como si fuera en zambo tierno …” mientras tanto los pobladores habían fugado hacía Cajabamba, de manera que Sicalpa cayó sin nuevas resistencias y fueron quemadas sus casas.

Enseguida el ejército indígena de Daquilema se volcó contra Cajabamba acaudillado por los capitanes Baua, Lucas Pendi, Juan Maji y Antonio Guacho. En las goteras se desafiaron a singular duelo el indio Baua y el mestizo Anastasio Albán.

Baua a pie y con látigo de cabo de madera y Albán a caballo y con lanza de madera. Los ejércitos espectaban a prudente distancia.

Primero se insultaron soezmente para enardecerse aún más, luego arremetió Albán y pinchó en el tórax a Baua, que ni bobo, se había forrado con liencillos húmedos y estaba como acorazado.

La lanza se hizo astillas y Baua rodó por los suelos, pero se paró enseguida, ante la admiración de todos y logró asirse al lomo del caballo, intentando ahorcar a Albán con sus poderosas manos. La cabalgadura se encabritó y luego emprendió veloz carrera, perdiéndose en las colinas. Albán había sacado una daga que llevaba escondida en una bota y con ella infirió varias heridas a Baua que cayó muerto.

En el interim la batalla entre indios y mestizos se había generalizado y el regreso triunfal del amañado Albán desmoralizó a los supersticiosos indígenas que ya retrocedían cuando aparecieron los jinetes de Morocho; entonces volvieron a cargar con renovados bríos y entraron hasta la plaza principal donde la lucha se hizo compacta. Niños y mujeres mestizos daban gritos y alaridos dentro de la iglesia; una india se trepó a la torre y tocaba en triunfo las campanas, pero un mestizo subió a matarla y se trenzaron en desigual combate a vista y paciencia de todos, que los vivaban. La fuerza física del hombre pudo más que la temeridad de la mujer y ésta cayó desde lo alto estrellándose en el pavimento.

Mientras tanto Morocho había ordenado desmontar a los suyos porque no podía cargar con sus caballos debido a que se combatía en lugar cerrado y estrecho.

En ese momento ocurrió lo inaudito, un indígena estulto y quizá borracho gritó que desde los cielos bajaban los escuadrones de los santos comandados por San Sebastián patrono y protector de Cajabamba y todo fue uno, porque la multitud huyó hacia las colinas y por más que Daquilema increpaba a los que huían, no los pudo detener en la fuga hasta que llegaron a Cacha. Esa noche urdieron nuevos planes. Debían atacar Punín.

Al día siguiente miércoles 20 de diciembre, su primo Pacífico Daquilema y los suyos avanzaron a las alturas de Lactasí que domina a Punín para tomar posiciones. Hasta allí fueron avistados por el Párroco Dr. Nicanor Corral y Banderas, a quien hizo dar una soberana tranquiza y no lo mataron por ser una “buena persona”, pero en cambio asesinaron y hasta despedazaron a sus candidos acompañantes: Eustacio Samaniego, Joaquín Cabrera, Ramón Izurieta, Antonio Jiménez, Rafael Freile y Andrés Arias, que así pagaron la imprudencia.

Después de esto Pacífico Daquilema ordenó el regreso a Cacha, pero en mitad del camino, en Cachabamba, se encontraron con algunos lanceros, soldados del gobierno que iban a reforzar Cajabamba y ambos grupos se trenzaron en desigual combate, que arrojó como saldo numerosos muertos y heridos.

Al amanecer del jueves 21 Fernando Daquilema y su enorme masa indígena que bien podría pasar por ejército avanzó a Punín, majestuosa y pausadamente. Con él iba Manuela León, hermosa mujer según los relatos, natural de un humilde caserío llamado Poñenquil situado en la jurisdicción del pueblo de Punín; otros testigos aseguraron después que era “muy bella”.

El primero en atacar fue Pacífico Daquilema, hermano del Rey Fernando, que cargó por un flanco. Manuela por el otro y Fernando Daquilema se quedó en las alturas observando el combate, como era costumbre ancestral entre los antiguos régulos y caciques indígenas. Manuela inició su ataque y aunque la recibieron a bala y murieron algunos de los suyos, sus gentes lograron matar a cuatro milicianos que despanzurraron y colgaron a la vista de todos en sendos árboles de capulíes. Entonces la lucha se generalizó y los indígenas entraron en Punín, poniendo en fuga a los soldados y vecinos.

Daquilema bajó a la población incendiando catorce casas en el camino. Un indio de apellido Iliachi se subió a la torre de la Iglesia para prenderle fuego pero estaba tan borracho que cayó desde lo alto y se mató. Los demás indígenas decidieron salir de allí y el capitán Francisco Guzñay dijo que se acercaba la noche y podían avanzar refuerzos de Riobamba y Ambato, pero Manuela León no estuvo de acuerdo, tachó a todos de pusilánimes y en gesto histriónico sacó de sus senos los ojos de un Teniente llamado Miguel Vallejo, al que ella misma había matado y sacado los ojos con su tupo y se los arrojó a la cara, mas la multitud se retiró en silencio y como avergonzada, temiendo el castigo que les esperaba por la insurrección.

El día viernes 22 no quedaba nadie en el pueblo, que fue ocupado por el coronel Ignacio Paredes con las milicias venidas de Riobamba. Así, en forma tan misteriosa, tal cual había comenzado, terminó la insurrección de Fernando Daquilema. Había durado exactamente cinco días.

Los indígenas fueron a descansar tras casi una semana de continuas marchas y numerosas refriegas. El lunes 25 fue la navidad, que nadie celebró en la zona, pero el miércoles 27 salió la tropa a buscar a los cabecillas. A Fernando Daquilema apresaron cerca de su casa y quedó su esposa llorando amargamente. El gobierno ofreció un indulto general, que por supuesto jamás se cumplió. Los indígenas se escondían en los contornos pero después salieron resguardados por su anonimato. No había a quien castigar, a no ser que se tratara de los Daquilema. El 8 de Enero de 1872 fueron fusilados en la plazuela de San Francisco dos de los cabecillas: Julián Manzano y Manuel León, en presencia de más de doscientos indígenas, que las autoridades llevaron con la custodia militar necesaria, para que los indígenas de los contornos tomen escarmiento y no vuelvan a insurreccionar. Los historiadores presumen que éste desconocido Manuel León sea nuestra Manuela, que pudo haber sido confundida con hombre dada las circunstancias del momento. Lo cierto es que nada más se ha sabido de ella, hundiéndose en el silencio de la noche de los tiempos.

La prisión de Fernando Daquilema tuvo ribetes heroicos. Pudo haber huido de Amulá pero no lo hizo, en cambio mandó a sus capitanes que se desbanden en silencio y él ascendió a la colina más alta para explorar el sitio donde estaban los milicianos enviados para su captura, a los que miró largamente y gritó: “Aquí estoy”, luego anduvo con arrogancia y se puso frente a ellos e insistió: “Aquí estoy” ¿Quién eres tú? Le preguntaron ¿Cómo te llamas? otro soldado le dijo en quichua: “Ima shuti cangui? -Fernando Daquilema, fue la respuesta y entonces le amarraron las manos hacia atrás y lo llevaron a la cárcel, todo en silencio nativo.

El 23 de marzo se inició el juicio en Riobamba por “motín, asesinatos, robos e incendios” y el Juez les pidió a los acusados que designen defensores, cosa que por supuesto nadie realizó, pero el Consejo suplió la falta designando al Capitán Rafael Zambrano como Defensor Militar y al Doctor Miguel Angel Corral y Banderas como Letrado, los cuales hicieron muy poco o casi nada pues Daquilema fue condenado a la pena del fusilamiento y un testigo firmó por él pues era iletrado, diciendo que estaba conforme.

Enseguida lo llevaron de regreso a la prisión y la pena de muerte se cumplió el día 8 de Abril de 1872. La noche anterior fue sacado de su celda y llevado a la capilla para que pase su última noche. Un sacerdote le pidió que repitiera las plegarias.

A las seis de la mañana se tocó Dianas. A las siete salió la procesión de lanceros comandada por el Subteniente Antonio Llerena con el condenado en el medio y a las ocho arribaron a la plaza de Yaruquíes. A las once los pregoneros anunciaron la sentencia por bando, el
reo iba a pie y vestido de blanco, entre dos sacerdotes y numerosos soldados a sus lados. Le ataron los pies y manos a un tronco, mientras en las colinas una muchedumbre indígena presenciaba de lejos la escena. Los tambores comenzaron a tocar, se retiró la escolta y el capitán le preguntó si quería alguna gracia o algo. Daquilema contestó “Manapi” que significa “nada o ninguna” en quichua y entonces comenzó un discurso dedicado a los indios, cuyo significado no nos ha llegado, fue en quichua y no lo terminó, pues lo mataron a balazos ¿Qué habrá dicho?

El cadáver quedó tendido en el suelo en un charco de sangre y a la vista de todos hasta que cayó el sol. Su esposa no pudo acercarse porque no se lo permitieron. Debió conformarse con mirarlo de lejos y “puso la frente en el suelo, para que se confunda con la tierra matriz”.

La opinión pública nacional fue indiferente y todos estuvieron muy conformes con la pena. Era un indio más que se había alzado contra sus patronos pero pasaron los años y varios escritores, cuando no, se detuvieron a examinar el proceso y encontraron que había en él numerosos elementos de grandeza como para salvar los nombres de estos héroes que sacrificaron sus vidas por una causa justa, la terminación del ominoso tributo indígena que gravaba a los de esta raza por el simple hecho de haber sido derrotados varios siglos atrás por los conquistadores españoles. Entonces se repitió la hermosa frase de Benigno Malo “Con privilegios no hay República” que hoy tiene tanta actualidad.

Lo raro del caso es que hace pocos años se encontró en una de las colecciones de fotografías adquiridas por el Banco Central, el retrato de cuerpo entero de Fernando Daquilema, quien aparece más mestizo que indio, posiblemente por herencia de su madre María Ruiz, lo cual ni quita ni pone como decían los antiguos, porque su formación y estructura síquica fue enteramente indígena.En su Mensaje Presidencial de 1872 García Moreno mencionó a la pasada este levantamiento indígena sin tomarse la molestia de dar el nombre de quien la lideró, pero indicando que había sido producto de la embriaguez y la venganza.

Fernando Cazón Vera en su Poemario “La Pájara Pinta”, Guayaquil, 986, trae el siguiente poema: FERNANDO DAQUILEMA que es muy bello y dice así // Fernando Daquilema vino, venía / a rescatar el agua de la quebrada / y a devolver la luna de madrugada / a los gallos del alba que la perdían. // Puso una flor, la puso donde no había / más que una inmensa sombra junto a su indiada / pero la luz ajena no quiso nada / y de nuevo negaron una alegría. // Fernando Daquilema, en su tierra fría / lo acarician los filos de la espada / cuando la roja sangre quedó regada / de nuevo “anocheció en la mitad del día. “ //