CUENCA : La esquina del muerto

SUCEDIÓ EN CUENCA
LA ESQUINA DEL MUERTO

Cuando a principios de siglo todavía algunos caballeros cuencanos andaban por las calles arrebujados en sus capas españolas, negras, de paño y muchos vuelos y aún la ciudad dormía el sueño de su aislamiento, era común observar que por las noches cerrábanse puertas y ventanas con pestillos y aldabas por dentro; santo remedio contra las hazañas de los ladrones y pretendientes amorosos de las chicas de familia, costumbre que no dejaba de practicarse con rigurosa religiosidad. 

Por eso Cuenca era como un cementerio donde no se oía ni las pisadas de los poquísimos trasnochadores que trataban de disimular sus canas al aire haciendo el menor ruido posible. 

Uno de los más proclives a esta clase de deportes nocturnos era Crisanto Ramírez, de las buenas familias de Gualaceo de donde era oriundo, pero estaba avecinado en la Atenas del Ecuador desde sus mocedades. Crisanto farreaba cuantas veces podía y con plata o sin ella se daba mañas para trasegar gruesos buches del buen puro o Mallorca anisado, de dudosa preparación, pero fuerte como para dar quitar el frío de las madrugadas. Ya le había advertido su médico de cabecera que de seguir en esa vida podría irle mal y que en cualquier momento le acometería un derrame o un delirio le haría la mala pasada, mas Crisanto era incrédulo y no hacía caso. 

Sin embargo las cosas se le fueron complicando paulatinamente porque al poco tiempo comenzó a sentirse mareado sin motivo alguno y luego la vista se le nublaba aún en horas de la mañana sin causa justificada. Crisanto era terco y nunca se hacía examinar, quizá temiendo que le diagnosticaran cirrosis o algo parecido, que todavía no se había descubierto lo del colesterol y todos sus trastornos y por eso no iba a donde el médico como hubiera sido lo más prudente. 

Y así, en 1.908 y de sólo 44 años de edad, una mañana amaneció muerto en la esquina de las calles Gran Colombia y Cordero, sitio más céntrico no se podía pedir y por ello su cadáver escandalizó a la sociedad, que le conocía y se apenaba de la clase de vida que tenía. Al entierro concurrieron unos cuantos amigotes de tragos y nada más. Poco después esa esquina comenzó a ser mencionada como la del muerto por el triste fin de nuestro borrachín amigo y a los pocos días algunos vecinos comentaban que en altas horas de la noche oían unos toques despacito pero insistentes en las ventanas de las plantas bajas de los edificios de esos contornos y que al abrirlas y asomarse a ellas sentían un hálito frío, nada tranquilizante. 

Los toquecitos se popularizaron en el sector por culpa de algunos mataperros que empezaron a salir de noche y tenían maña para molestar al vecindario para asustar. Esto se descubrió cuando uno de los celadores, que así es como se llamaban los Guardias nocturnos de antaño, escondido en un zaguán, esperó que pasarán los jovencitos y los dejó tocar varias veces, saliendo entonces de su escondite y agarrando al más desprevenido, que llevado al cuartel de Policía tuvo que confesar la verdad. Este tragicómico episodio de nuestra vida citadina dio margen a numerosos comentarios satíricos de la prensa, pues algunos sacerdotes pedían desde sus púlpitos, moderación en las costumbres, para evitar que “el diablo siguiera rondando la esquina del muerto”, despertando al vecindario y alarmando a inocentes niñas, señoras y señoritas nerviosas.