CASTILLO JOSE SANTIAGO

GERENTE EDITOR DEL TELEGRAFO.

Nació en Guayaquil el 25 de Julio de 1893. Hijo legítimo de José Abel Castillo cuya biografía puede verse en este Diccionario y de su prima Betsabé Castillo Martiz, profesora.

Estudió la primaria en la escuela San Luis Gonzaga de los hermanos cristianos situado al costado de la Catedral, la secundaria en el Vicente Rocafuerte y con la misma facilidad tomaba papel y lápiz y salía a la calle a pescar las noticias que confeccionaba los clisés, como armaba una máquina o echaba a andar las prensas.

En 1913 colaboró en “El Telégrafo Literario” bajo el pseudónimo de “Roca” y su padre le llevó con su hermano Manuel Eduardo a los Estados Unidos. De allí siguió a París y tras un intenso aprendizaje del francés comenzó a trabajar en el departamento de máquinas del diario “Le Petit Parisién”.

En 1914 se vio imposibilitado de regresar al Ecuador por haberse iniciado la I Guerra Mundial, así es que consiguió incorporarse al bureau de prensa del gobierno francés y escribió varias crónicas sobre el conflicto aparecidas en el diario “El Telégrafo” y en otros más del continente americano. Era un joven periodista, serio y muy responsable, que no gustaba de la bohemia, ni siquiera de las frivolidades literarias.

Entre 1916 y 1918 desempeñó las funciones de Canciller del consulado del Ecuador en París. Ese último año su padre contrató los servicios de la agencia internacional de prensa “Asociated Press” de New York y le encargó esa sección, obligandole – en forma tan inteligente – a regresar a Guayaquil.

Desde el 1 de enero de 1919 diariamente y a través de la oficina del Cable Internacional enviaba y recibía noticias del Ecuador y del mundo, firmándolas con su pseudónimo anagramático de “Josancas” que pronto popularizó en la urbe. También ingresó a la masonería siguiendo el ejemplo paterno.

En 1920 su padre convino con el Cónsul ecuatoriano en Roma, Miguel Valverde Letamendi, la contratación de un piloto de aviación para inaugurar los vuelos comerciales en Guayaquil.

En octubre arribaron el capitán Elia Liut décimo as de ases de la aviación italiana en la Gran Guerra y los mecánicos Ferrucio Guiciardi y Giovanni Fideli, a quienes ayudó en la preparación de un campo de aterrizaje en Guayaquil y en las pistas de Cuenca, Riobamba y Quito, después dirigió la construcción de un hangar en Duran para la Escuela de Aviación Cóndor.

Liut remontó los Andes sudamericanos por primera vez en la historia y arribó sin contratiempos a Cuenca el 4 de Noviembre piloteando el biplano “El Telégrafo I”, aparato pequeño de hélice de madera, alas de tela engomada y motor de chispa y por lo tanto expuesto a incendiarse en cualquier maniobra. Al fuselaje de tan peligrosa nave se había amarrado el joven periodista Castillo días antes para tomar la primera fotografía aérea de Guayaquil.

En 1921 se constituyó la compañía anónima El Telégrafo C. A. y como era un ejecutivo serio, responsable “de natural sencillez y no escasa cordialidad”, fue designado Gerente editor, funciones que desempeñaría abnegadamente hasta su muerte.

A raíz de la matanza de obreros del 15 de noviembre de 1922 su padre protestó en dirección especial de El Telégrafo. y tuvo que salir desterrado, permaneciendo varios años en Europa. Por eso le tocó a José Santiago quedarse al frente de la empresa y dirigir las obras del nuevo edificio, en cuya planta baja instaló el primer linotipo y la primera rotativa que funcionó en Guayaquil, una máquina marca Albert. Tenía veinte y nueve años de edad y era el más trabajador de los hermanos Castillo.

En 1924 contrajo matrimonio con María Barredo Hidalgo, nieta de la ñata Gamarra (María Gamarra de Hidalgo) heroína liberal en la revolución de los Chapulos de 1884. El matrimonio fue bien avenido, Maruja fue una de las principales figuras en la Legión Femenina de Educación Popular, primera institución de voluntariado laico femenino del Ecuador, llegó a tener gran influjo sobre su esposo y al inaugurarse el edificio ocupó un departamento del quinto piso con los suyos.

En 1927 regresó su padre pero ya no participó como antes en los negocios de la empresa, depositando en sus hijos la mayor parte de las responsabilidades.

Entre 1928 y 1930 fue vocal director del Consejo de Administración del recién creado Banco Central del Ecuador. El 30 el diario realizó el I Concurso Nacional de Belleza. La triunfadora Sarita Chacón viajó a competir con las reinas de otros países latinoamericanos en Miami

En esa década editó la revista “Semana Gráfica” que tuvo gran circulación por su excelente presentación y material. La escribía principalmente Adolfo H. Simmonds y se imprimía en los talleres de El Telégrafo, circuló varios años y dejó de aparecer por la crisis económica del país, que resultó un elemento limitante de difícil superación.

El 16 de febrero de 1935 se fundó por su iniciativa la radio El Telégrafo, ese día se realizó el primer programa de la radio, la sexta que tuvo Guayaquil. Sus equipos fueron instalados por el técnico José Megan y operaba en onda media con trecientos vatios de potencia, ubicados en el edificio del diario.

El 1940 falleció su padre al que veneraba y habiendo cesado el esfuerzo inicial “El Telégrafo” dejó de aumentar su circulación. Tampoco emprendía los concursos ni las campañas publicitarias de tanta notoriedad antaño, aunque su prestigio como decano de la prensa nacional no había amenguado.

Durante la aciaga invasión peruana del 41 formó parte de la Junta Cívica en Guayaquil que la declaró ciudad abierta. El 42 viajó a Santiago de Chile como adjunto civil de la Delegación del Ecuador a la transmisión de mando de Juan Antonio Ríos. Durante el arroyismo el “Telégrafo” hizo causa común con el régimen mientras “El Universo” adoptaba una posición progresista, con escritores jóvenes, muchos de los cuales fueron perseguidos y esto aumentó su circulación mientras que la de “El Telégrafo” permanecía estática.

El 16 de febrero de 1947 al celebrar el diario su 63 aniversario de fundación, no hubo ningún festejo como había sido costumbre. Adolfo H. Simmonds escribió desesperanzadamente un artículo que vaticinaba el futuro y que al salir causó sensación entre los más inteligentes lectores pero, lamentablemente, los ejecutivos del diario tomaron a guasa. Su título: Nuestra edad provecta, y dice así: El aniversario de El Telégrafo debió ser motivo de júbilo, prender farolas de ilusión y poner nuestro corazón en fiesta. No ha sido ese mi sentimiento y mucho lo deploro. Estoy ya viejo y el paso del tiempo me exaspera. Mis ojos se han fijado en la vejez de los demás y ello me ha puesto más triste, más amargado, más inconforme. Menos mal que viejo y todo puedo hacer el esfuerzo de reaccionar y sentirme menos viejo, casi joven, aún entero. Se fue para siempre el principal que le dio a El Telégrafo su alma grande y su vida entera. I sus hijos y sus colaboradores se acercan a la ancianidad, paso a paso, día a día. José Santiago, todo dinamismo tiene blanca la cabeza, algún órgano lacerado, un rictus de cansancio. Manuel Eduardo casi calvo, lento en el andar, parco en el decir, difiere tanto del poeta romántico y decidor de antaño. Es Abel Romeo el que aún se adentra por senderos aromados, quemando los últimos cartuchos de su juventud. Pero José Vicente Peñafiel yace postrado y medio ciego, como si hubiera exprimido su existencia sobre montañas de cuartillas. I Juan Emilio Murillo, más seco, con el pellejo sobre el hueso, como la pasa de la uva, dueño talvez del secreto de Osiris, que le permite momificarse en vida. Descripciones que eran una realidad y debieron llamar la atención de los mencionados, para ver si enmendando rumbos, cambiando las directrices, recuperaban la primacía nacional que estaban perdiendo, pero nada de esto sucedió.

Poco después formó parte del primer directorio de la Comisión de Tránsito del Guayas y del Comité de Vialidad, funciones que le restaron fuerza y tiempo en el diario. El 49 fue designado miembro de la Delegación de Ecuador a las Naciones Unidas.

En agosto, con motivo del terremoto que asoló la provincia del Tungurahua, como Presidente ocasional de la Cruz Roja Provincial del Guayas y por ausencia del titular Jerónimo Avilés Alfaro, dirigió con Alfonso Jurado González a las brigadas que se trasladaron de Guayaquil a los sitios del siniestro, a fin de instalar bancos de sangre, hospitales de campaña y campamentos de refugiados.

En noviembre viajó a New York a recibir el premio María Moors Cabot de la Universidad de Columbia por su labor en “El Telégrafo”, en pro de la política de buena voluntad de los Estados Unidos.

En la década de los años cincuenta y con el fallecimiento de su madre adquirió la mayoría de las acciones y el control absoluto de la empresa pero la competencia del diario “El Universo”, más activo en todo sentido y hasta escandaloso a veces, les había arrebatado el liderazgo en la venta de anuncios publicitarios y duplicaba en el tiraje de edición.

“El Telégrafo”, convertido poco a poco en un diario de mentalidad estacionaria por conservadora, dentro de un liberalismo decadente, no apoyó el ascenso de Camilo Ponce en 1956 pero el 58 batió palmas cuando el gobierno pactó con Juan X. Marcos que asumió la presidencia de la Autoridad Portuaria y el Dr. Miguel Macías Hurtado, miembro del arroyismo, pasó a ocupar la Gobernación de la provincia del Guayas

Uno de sus sobrinos políticos era postulante donde los padres jesuítas y sus hijos pertenecían a la Juventud Universitaria Católica JUC, lo cual hizo que el 59 – al triunfar la revolución de Fidel Castro en Cuba – el diario se convirtiera en una pieza clave del anticomunismo en el Ecuador.

En los sesenta siguió siendo Josancas el mismo trabajador incansable de siempre, sin horarios fijos y prolongando a veces sus jornadas hasta las noches, siempre pendiente de todo detalle por insignificante que fuere. También colaboraba en diferentes instituciones de servicio público como la Junta de Beneficencia, Lea y Solca, sin escatimar la participación del diario en toda iniciativa en pro del adelanto de la ciudad, por eso el alcalde Asaad Bucaram le declaró en 1962 Mejor Ciudadano de Guayaquil.

Para entonces la situación económica de El Telégrafo se había deteriorado por la obsolescencia del edificio que necesitaba urgentes mejoras y reparaciones y sobre todo por la de sus instalaciones y maquinarias que ya no respondían a las exigencias de un periodismo moderno. Un descuido en las cuentas mantenía en mora la cancelación de las prestaciones personales y patronales con el Seguro Social, lo que a la postre ocasionó el cierre.

Cuando llegó ese día “El Telégrafo” exhibía en sus páginas escritores consagrados pero hasta cierto punto anacrónicos por renuentes a todo cambio. Columnas como La Ciudad Frente al Río del Caballero del Monocle (Abel Romeo Castillo) denotaban una romántica visión sobre vivencia a otros tiempos, porque Guayaquil tenía un Puerto Marítimo que la conectaba con el mar y desde 1960 ya no usaba su río y hacía años que nadie llevaba monocle. La del cercado propio y del ajeno (Justino Cornejo) pecaba de perfeccionista, académica y pro arroyista, la Bajo el Pabellón de Octubre (José Santiago Castillo Barredo) sintetizaba un sentir regional en conflicto permanente con los miles de inmigrantes depauperados que a diario recibía el puerto desde todos los confines del país y que por su ignorancia, pobreza y desesperación formaban filas en la política vocinglera del triunfante populismo, pero Francisco Huerta Renden era la excepción a la regla con sus Radiografías en Technicolor donde campeaba un sano humorismo exento de prejuicios y así entre altas y bajas el decano de los diarios del país siguió precariamente hasta que le sobrevino a José Santiago Castillo la primera gran crisis cardiaca frente a la máquina de escribir y un mes y días después falleció en horas de la tarde del 31 de Octubre de 1969 de setenta y seis años de edad.

Su muerte cerró una etapa, la segunda y la más gloriosa, del Diario. Su participación había sido de gran importancia para “El Telégrafo”. En lo físico era bajito, de grandes labios y amplísimos bigotes que el tiempo hizo canos, piel canela clara, ojos y pelo negro.

Su conversación amena, sus gestos rápidos y nerviosos, su vozarrón podía asustar cuando quería, aunque no lo hacía de continuo. Tal el personaje que conocí y traté en algunas ocasiones casi al final de sus días; recuerdo que en una reunión en el Club de Leones alguien habló de la competencia y él aclaró sentencioso: “Puede ser que nos ganen en circulación pero en cuanto a la página editorial no, porque la nuestra es mejor” y se puso a enumerar la lista de escritores consagrados que colaboraban diariamente en el Decano. Así era de perfeccionista.