SUCEDIO EN BABAHOYO
EL BESO QUE SUPERO LAS DISTANCIAS
Hace muchos años, pero no tantos, antes que don Clemente Baquerizo Cáceres obtuviera del gobierno del presidente Camilo Ponce Enríquez los fondos suficientes para el relleno de la población de Babahoyo; esta era una Venecia cuando comenzaba el invierno, pues sus calles se inundaban con grave peligro para la salud de los moradores. Entonces se cortaban las comunicaciones por tierra y la única manera de transitar era por vía fluvial, en los vapores que hacían la carrera de Guayaquil a Montalvo, pasando por el Ingenio de los Puig-Mir y por el de los Nuques.
En la hacienda “La Guadalupe”, de las pocas que producían cacao en la zona, Fausto Morán bajó sus maletas amarradas con sogas hasta el pie del barranco y esperó con paciencia el paso del vapor “San Pablo” o del “Pampero”, veloces motonaves que podían superar la fuerza de la corriente y en esas se encontraba cuando sintió un soplo en la cara, algo así como una leve caricia que no lo asustó, pero le indicó que algo sobrenatural había ocurrido en esos momentos.
Muy quedo se estuvo desde ese instante, acababa de recibir en días pasados una importante carta de su hermana Graciela, indicándole que la madre de ambos, doña Gertrudis Mazzini, estaba sufriendo unos fuertes cólicos y habiendo sido llevada al Hospital General, el médico residente de la sala Santa Teresa le había diagnosticado que tenía la vesícula inflamada y esperaba los exámenes para ver si la operaba o no.
Fausto no había podido abandonar sus trabajos de campo enseguida, más a los tres días y lleno de un súbito apresuramiento decidió viajar al Guayas, sentía la necesidad de visitar a su madre llevándole unas naranjas y el dinero necesario para cualquier emergencia; más, este soplo raro y tenue que había recibido en la cara ¿Qué significaba?
De pronto se oyeron las dos pitadas largas del Pampero seguidas de una corta, el barco apareció en un recodo del horizonte fluvial, como siempre, cargado de encomiendas y gentes, acoderó en la ribera, bajaron algunos pasajeros que debían seguir hacia el interior, quizá al estero de las Ranas o a la Isla de los Guerrero, a Bocana grande o al sitio de Palochico, nombres de las haciendas y caseríos de los contornos.
Fausto se instaló en una hamaca, un grave presentimiento lo embargaba y en el transcurso del lento y sinuoso viaje no pudo desprenderse del recuerdo de su madre querida, a quien posiblemente encontraría muy enferma en el Hospital.
A eso de las cinco de la mañana llegaron al Muelle No. 4 de Guayaquil, fue de los primeros en saltar y casi corriendo llegó al Hospital, que por la década de los años 1.930 era un caserón de madera, logró pasar merced a las finezas de un médico que de casualidad estaba saliendo en ese instante. El mismo galeno le indicó dónde quedaba la sala y así pudo llegar hasta la puerta divisando en la tercera cama a su madre, que al verle, empezó a llorar. No la habían operado aún, pero no estaba bien, tenía la vesícula inflamada y debían extirpársela.
Luego de las primeras palabras la madre le confesó que muy por la mañana lo había pensado y que mentalmente repasó el río hasta la hacienda Guadalupe y que le “sabía” que estaba en el barranco, esperando una embarcación, así es que trató de comunicarse con él de alguna forma y haciendo un esfuerzo le mandó un beso.
Fausto no se alteró y juntos permanecieron abrazados algunos minutos hasta que la enfermera de turno le indicó la salida.
Doña Gertrudis, la buena madre que tenía facultades “extrañas”, fue operada por el mismo galeno que Fausto había encontrado en la puerta y superó su crisis, saliendo del Hospital a los quince días, sana y salva. Murió veinte años después, sin haber sufrido recaídas y a consecuencia de una pulmonía; pero hasta el fin de sus días se preguntaba cómo había podido dar un beso en Guayaquil y que se recibiera tan lejos, a cientos de kilómetros. Misterios del amor de madre, no podía ser de otra manera…