BABAHOYO : El entierro de don Agustín

SUCEDIO EN BABAHOYO
EL ENTIERRO DE DON AGUSTIN

(Cuento sobre un pacto satánico)

Era don Agustín Colamarco y Barreiro uno de los más ricos hacendados en la provincia de Los Ríos, su familia descendía de  antiguos pobladores de esa región asentados desde la colonia y reconocidos como vecinos principales en la independencia y en la república, al punto que durante las dos administraciones de García Moreno habían captado numerosas posiciones políticas en la recién fundada Provincia, con notables logros para esa Patria chica, a la que dotó de mejoras en sus caminos y de nuevas vías vecinales, por ello don Agustín era considerado como el Patriarca de la región y todos admiraban su recia contextura, buena salud y nobles actitudes para los negocios. 

Su hacienda “La Tranquila”, ubicada con frente a la población de Babahoyo, era de las más extensas y mejores de la zona y producía ingentes riquezas. Nunca faltaban las buenas cosechas de cacao, café y tabaco y si llovía demasiado por los contornos, los productos de don Agustín, de alguna manera misteriosa se salvaban, mientras los demás hacendados se preguntaban la razón o el milagro. 

Por todo esto algunas mentalidades retrógradas y atrabiliarias dieron en manifestarse decididamente envidiosas de la buena suerte del señor Colamarco y de allí a decir que tenía pacto con el rabudo, cachudo, Satanás, don Sata, la bestia, el enemigo malo, el maligno o el diablo, no había más que un paso, que no trepidaron en dar, de tal suerte que don Agustín comenzó a ser temido por los contornos, por el supuesto pacto más que por su carácter, de continuo serio y pocas veces  risueño.

Claro está que mucho del éxito en sus negocios estribaba en que don Agustín, como buen ejecutivo, no perdonaba sábado, domingo o días de fiestas y que diariamente se levantaban a las cuatro de la mañana para arrear a sus montubios al campo, dando ejemplo de disciplina en el trabajo. Era, lo que se dice, todo un hombre, macho para la siembra, un vigilante continuo de sus cultivos y el mejor para vender las cosechas; así pues, no podía fracasar, como que de su mano comían los peones y sus familias, sus hijos e hijas y hasta numerosos nietos, que para todos alcanzaba en esas benditas épocas en que con poco se contentaba la gente y no había las distracciones costosas de ahora. Pero como todo llega a su fin, también le llegó la última hora a don Agustín, viejo de más de ochenta años, que viendo que sus días iban a terminar llamó al Escribano y bajo juramento firmó su testamento, en que se declaraba cristiano viejo como el que más, fiel creyente y practicante de la religión, e invocaba a toda una larga lista de santos y bienaventurados del celestial mundo de arriba, poco después moría en santas paces y muy querido y respetado, pero la gente vio entonces la oportunidad de comprobar su aserto y fueron en tropel al velorio, por si ocurría lo que siempre pasaba en esos casos, que en mitad del sepelio se aparecía el Diablo a reclamar su alma y cadáver, se olía a azufre y chamusquina y desaparecía con su presa, dejando a los deudos con un palmo de narices y sin tener a quien enterrar. Para esos casos era costumbre llenar el ataúd con piedras gruesas de río y cerrarlo para evitar que se descubra el pacto, enterrándolo como si en verdad contuviera un cadáver. 

Pero en el sepelio de Don Agustín se llevaron el chasco de la vida y no aparecía el cornudo ni a cañón. Dieron las once, las doce y la una y cuando ya habían perdido los vecinos toda esperanza de espectar la feroz visita, se presentó en la sala un caballero de terno oscuro, más negro que azul marino y pidiendo permiso a los presentes se acercó al ataúd donde miró con demasiada insistencia al difunto. El dicho desconocido calzaba unas altas botas de cuero y espuelas de oro que tintineaban a la luz de los candiles con siniestros destellos, su camisa era blanquísima, pero no así su barba poblada y más negra que la noche, que hacía juego con un corbatín de lazo, igualmente fúnebre. 

En eso se oyó un grito en la puerta y todos voltearon a ver quien lo había preferido. Era la hija mayor de don Agustín, señorita soltera de quien jamás se había escuchado historias y que por su seriedad y buenas costumbres era querida en toda la comarca. La pobre niña, como la llamaba en confianza la servidumbre, estaba al borde de la histeria viendo al visitante misterioso y lo llamaba: Marcos, hijo mío.

El resto no merece contarse, pues el desconocido era Marcos Segura, único hijo de ella, tenido en secreto y a sus diecisiete años con un profesor chileno o con marinero de la región, que la abandonó antes del parto; luego el muy perverso había regresado por el muchacho y lo raptó una noche tenebrosa en que la oscuridad fue su cómplice. Estos incidentes se habían olvidado y al cabo de casi cincuenta años el niño Marcos, ya crecido y hombre de pelo en pecho, llegó del extranjero, en donde había vívido, a visitar a su madre, encontrándose con la sorpresa de llegar justo a tiempo para presenciar el sepelio de su abuelo. La escena fue indescriptible y las explicaciones necesarias, pero Marcos Segura volvió a desaparecer de Babahoyo casi al mes; su destino era ser marinero o profesor como su progenitor y nunca mas regresó al lugar, dejando una estela de misterio que dio lugar a nuevas  y suposiciones  de pactos satánicos.