ARIZAGA MOSQUERA JOSE

RELIGIOSO. Nació en Cuenca el 7 de julio de 1771 en la casa de sus abuelos paternos ubicada en el barrio de Todos los Santos, al costado de la Iglesia de ese nombre. Fue el tercero entre los nueve hijos legítimos que tuvieron el Alférez Agustín Jerónimo Arízaga Orellana y Petrona Mosquera Coronel, cuencanos. Lo bautizó el 27 de noviembre el presbítero Doctor Tomás Illescas.

Nada se conoce sobre su niñez y juventud a no ser que debió estar influenciada por la religiosidad que se respiraba en su familia, pues cuatro de sus tíos abuelos llegaron a sacerdotes:

1.- José Melchor Arízaga y Padilla fue jesuita, 2) Francisco, mercedario, 3) Juan Ignacio, secular en Cuenca y 4) Vicente Antonio, luego de enviudar por segunda ocasión, recibió las Sagradas Ordenes.

El 23 de julio de 1787, de escasos diez y seis años, viajó a Quito e ingresó a la Recolección del Tejar, soportando un año de prueba como Novicio y Corista en tiempos del Comendador fray Alvaro de Guerrero y León.

En 1788 obtuvo las Ordenes Menores de manos del Obispo Dr. José Pérez Calama. En 1789 realizó su profesión religiosa en el Convento Máximo de la Merced, en presencia del padre Provincial fray Toribio Calderón, “desprendiéndose de todo y todo lo olvidó para vivir sólo la vida de Cristo”, pero cosa rara ese año denunció a las autoridades, junto a su hermano mercedario fray Mariano Ontaneda, la “conspiración” de Eugenio Espejo.

Modesto, silencioso y amando a la Madre de Dios como a Jesús sacramentado, confeccionó un horario diario que siguió fielmente por muchos años, tratando de imitar al fundador de la Recolección fray Francisco Bolaños, fallecido tres años antes, del cual extractamos que “después de la Misa de las cinco de la mañana pasaba al confesionario y allí se estaba desde las seis hasta las nueve sin aceptar jamás dádiva alguna, dirigiendo las conciencias de muchísimas personas que se le confiaban. Desde las nueve hasta las once, visitaba los conventos de monjas hasta que lo nombraron Regente de Estudios y entonces sólo las confesaba jueves y domingos. A las once y tres cuartos entraba con toda la comunidad al refectorio, donde jamás se le vio comer sino frugalísimamente y casi siempre uno de los platos y lo más ordinario y despreciable. Paseaba el recreo con sus hermanos, luego se encerraba a estudiar hasta la una y tres cuartos que iba al Coro con los demás religiosos a rezar las Vísperas; regresaba a su celda a leer. A las cinco y tres cuarto, con el toque de la campana volvía al coro para el rezo de los Maitines. A las siete cenaba, enseguida iba a tomarles repaso a los religiosos estudiantes. A las ocho se recogía en su celda y según testimonios fehacientes, sólo dormía una hora, porque el resto de la noche se le iba en rezar cuatro o cinco horas al pie de un crucifijo o en el Sagrario y en aplicarse torturas y maceraciones imitando a San Pedro Alcántara que acostumbra latiguearse mañana, tarde y noche hasta que conviertió sus carnes en una sola llaga.

El 17 de diciembre de 1793 hizo la renovación de su profesión de fe y siendo aún estudiante se opuso por concurso para leer la Cátedra de Prima en Artes y Filosofía en el colegio de San Nicolás de Bari, que funcionaba en el Convento Máxima de la Merced de Quito y rendido el examen el día diecinueve triunfó en varias disputas sobre asuntos escolásticos y le cedieron la cátedra en la que destacó porque siempre fue un buen orador.

El Obispo fray José Díaz de la Madrid y Unda le dio el presbiterado y el diez

y seis de octubre de mil setecientos noventa y cinco, el Capítulo Provincial mercedario reunido en el Convento Máximo, le nombró Catedrático de Vísperas. El 2 de octubre de 1796 se había opuesto a la Cátedra de Filosofía que le fue conferida el día seis.

En el Convento Máximo se le tenía sin disputa como al sacerdote más sabio del claustro porque estudiaba entre tres y cuatro horas diarias y en las conferencias era tal el respeto que se le tributaba, que aún esos lectores orgullosos por su saber y que a nadie se rendían, apenas hablaba Arízaga, callaban al peso de su doctrina, si bien es cierto que se vivía en Quito los últimos tiempos del peripato, enemigo de la experimentación, las novedades y las ciencias, pues en nuestra Patria se prolongó el oscurantismo del medioevo hasta bien entrado el siglo XIX.

El Maestro General de la Orden mercedaria, fray Diego López Domínguez le envió desde Madrid la patente de Presentado de la Cátedra de Vísperas y llenadas las formalidades fue reconocido el 25 de diciembre de 1797; concurriendo al Capítulo Provincial de 1798, al de 1801 donde lo eligieron Secretario y a los de 1804 y 7 y 10.

En 1801 fue Secretario de su amigo fray Mariano Ontaneda, Visitador General de la Provincia Mercedaria de Quito. En 1804 el Capítulo lo designó Catedrático de Prima, Cronista de la Orden y Bibliotecario del Convento Máximo, concediéndole la jubilación por haber leído durante once años las cátedras de Arte y Filosofía. En 1807 le fueron confirmados sus empleos.

Para los sucesos revolucionarios del 10 de agosto de 1809 se volvió un furibundo y fanático realista y “en el mayor fervor del entusiasmo y en festividades a las que asistió el Congreso mercedario a dicha iglesia, les habló cara a cara a sus hermanos y puesto en el púlpito, contra sus intrusos y perversos procedimientos (revolucionarios) I se opuso ante su Provincial el padre Antonio Albán a la entrega que hizo del dinero de cautivos cristianos. Por todo lo cual fue amenazado y perseguido.

En el Capítulo General de 1810 obtuvo varios votos para Provincial, perdió la elección frente al padre fray Alvaro de Guerrero y León; desempeñándose solamente como Primer Definidor y Regente de Estudios.

El 12 de julio de ese año, el Maestro General fray Domingo Fábregas le envió de Roma la investidura de Maestro en Sagrada Teología; mas, la humildad de Arízaga fue tal, que presentándose ante sus superiores renunció a sus grados y títulos, posiblemente porque ya se le habían presentado los primeros síntomas de la tuberculosis, enfermedad contraída a causa de sus muchas mortificaciones y poco alimento.

Efectivamente, acostumbraba guardar todos los ayunos y abstinencias y hasta batallaba heroicamente contra la sed si a destiempo se le sublevaba. Le agradaba mortificarse con todo género de penitencias y a altas horas de la noche cargaba una gran piedra. Usaba cilicios, uno de ellos le cubría desde el cuello hasta el vientre y en sus últimos años, cuando se golpeaba el pecho, le brotaba sangre por la boca y narices, de tan delicado que tenía el organismo. En otras ocasiones que se confesaba con el padre Juan Leiva, al golpearse el pecho saltaba la sangre hasta salpicarle los zapatos y el humildísimo Arízaga se confundía diciendo: – Señor mío – y con un pañuelo ordinario le limpiaba los pies y los besaba, por más que el confesor trataba de esquivarse.

El padre Maestro fray Tomás González se horrorizó en cierta ocasión al ver los vestigios de sus penitencias en la celda, especialmente el cancel, donde encontró una calavera y tapizado de sangre por todas partes, sangre brotada de las disciplinas que cada noche se aplicaba. También tenía por costumbre en las vigilias de las fiestas de Nuestro Señor, la Virgen y los Santos mercedarios, dormir atravesado sobre las gradas de los claustros y no pocas veces sin abrigo alguno, fuera del vestido.

El último sermón que predicó fue el del Tránsito de la Virgen en la Iglesia de Santa Clara y por su mucha fama las monjas del Carmen Alto se empeñaron en que predicase el Sermón de Santa Teresa pero él se negó diciendo: Madres mías, no he de poder hacerlo, no insistan en ello.

Se sentía muy mal y sabía que su fin estaba próximo, pero las monjas visitaron al Padre Provincial con sus ruegos, quien volvió a insistir sobre Arízaga, recibiendo por respuesta ¡No hemos de poder hacerlo, Padre nuestro hemos de quedar mal!

El cuatro de octubre de mil ochocientos trece fue acometido por unas fiebres malignas que lo postraron en cama. Pedía agua al sirviente, estrechaba el vaso con gran ansia, devorado por la fiebre, pero ni siquiera lo probaba y lo devolvía.

Murió el diecinueve, día de San Pedro Alcántara, tras quince días de agonía, de solo cuarenta y dos años, víctima de sus excesos, ayunos y flagelaciones, por imitar a San Pedro Alcántara, su dicho modelo de perfección y ascetismo. Su confesor y amigo Lorenzo López que le cuidaba, se encerró con llave en la celda y le sacó cinco cilicios de piernas y cuerpo. Los funerales fueron solemnes y su celda permaneció intacta por muchos años. Antonio Salas, que nunca le llegó a conocer, “pintó su retrato de memoria en 1814” para el Convento mercedario de Quito donde aún se conserva.

Arízaga fue de genio fuerte que logró dominar por su gran virtud. Siempre de carácter afable, benigno, urbano, complaciente y generoso. Su trato con los demás y especialmente con sus hermanos religiosos fue de exquisita blandura y sincero respeto. En su hagiografía se cuenta que tuvo el don de la bilocación y se le veía a veces en dos sitios al mismo tiempo, así como la clarividencia o captación del pensamiento. También le gustaba hacer profecías que a veces se cumplían y por eso la gente decía que era taumaturgo y que hasta obraba milagros, pero no fue un intelectual moderno ya que su ciencia solo fue repetitiva y para la época ya estaba desfasada.

Su estatura más que regular, delgado de cuerpo y de color entre moreno y pálido. Su fisonomía se animaba a través de sus ojos con una natural melancolía producida por “el sentimiento profundo de las cosas invisibles”. Lamentablemente su formación mental e intelectual dejó mucho que desear pues coincidió con un periodo de franco retroceso y decadencia en la Audiencia, por eso Arízaga sólo dispuso de las obras de los padres escolásticos y conciliares, exponentes de un aristotelismo y tomismo propios de la Contrareforma sobresaliendo por la lógica y claridad de sus opiniones y razonamientos.

No se conoce que haya dejado escrito alguno. Su realismo atrabiliario y chato en los importantísimos acontecimientos políticos de su tiempo le situó como un sujeto ajeno y negado a todo cambio y novedad. Al conmemorarse el I Centenario de su fallecimiento la Orden mercedaria le calificó equivocadamente de “sabio.” Sus restos mortales se guardan con los del padre grande Francisco Bolaños en la Iglesia de la Merced de Quito, pues ambos fueron en vida ejemplos de devoción y seudo misticismo.