PINTOR. – Nació en Quito el 15 de abril de 1913 en el barrio de San Diego. Hijo legítimo del tipógrafo quiteño CésarAndrade Izurieta y de Albina Inés Faini Amarilo, natural de la Isla Puna.
El mayor de una familia compuesta de cuatro hermanos de los cuales fue el único que logró sobrevivir a una epidemia de disentería ocasionada por unos mangos que envió su padre desde Guayaquil. Creció en Quito habitando una casa alquilada en la calle Rocafuerte y luego se cambiaron al barrio de la Chilena.
Desde pequeño demostró aptitudes para el dibujo, su madre le enseñó las primeras letras, luego pasó a la escuelaEspejo, pero en el tercer grado lo cambiaron a la Merced para que hiciera la primera comunión. Finalmente terminó la primaria en la Simón Bolívar.
Sufría de constantes accesos de asma que se le pasaron con el desarrollo. Siempre fue inquieto y hasta indisciplinado, aunque buen deportista. Acostumbraba correr por la manzana haciendo girar una rueda de caucho y terminó compitiendo en las pistas atléticas del Instituto Mejía en cien y doscientos metros planos, pero solo llegó al tercer curso debido al poco interés que ponía en sus estudios y se salió en 1929 con gran disgusto de su padre pues más le atraían las artes y la música y tomó cursos nocturnos de dibujo con el Profesor Salguero.
Entonces tuvo que escoger entre la Escuela de Bellas Artes y el Conservatorio Nacional, matriculándose en ambos. Primero estudió piano, luego violín durante tres años en la época del profesor Pedro Traversari. Al mismo tiempo avanzaba en la Escuela de Bellas Artes que funcionaba atrás de las piscinas de la Alameda.
Hernán Rodríguez Castelo ha dicho que por esos años se libraba allí una implacable batalla generacional. Los jóvenes rompían lanzas por una pintura nueva para la que reclamaban un espíritu de afirmación nacional y de comprometimiento con las miserias y rebeldía populares.
El joven Andrade era un rebelde por naturaleza y como había leído las novelas “Los misterios de París” de Eugenio Sué y “Los Miserables” de Víctor Hugo y estaba compenetrado en la rica temática del pintor español Joaquín Sorolla, tenía ideas artísticas y sociales y comenzó a destacar entre sus compañeros. Durante el primer curso tuvo de Director a Luis Veloz y desde el segundo a Víctor Mideros que pecaba de demasiado estricto y academicista.
En 1934 ganó una de las becas que otorgaba el Ministerio de Educación a los mejores estudiantes y consistía en setenta sucres mensuales, pero en el último curso sus relaciones con el Director Mideros estaban totalmente deterioradas. Andrade hería el gusto clásico imperante con un feísmo exagerado de protesta y denuncia. En su domicilio venía trabajando una serie de veinte óleos sobre la miseria social y a pesar que los bocetó con tiempo, solo pudo concluir doce, que pensaba presentar como tesis doctoral. Para ello había tenido que concurrir a la Asistencia Pública, Manicomio y Leprocomio de Verdecruz en busca de modelos apropiados para la índole de sus trabajos de protesta (locos, mendigos, lázaros, etc.) “tratando de captar en esos lienzos la amargura de aquellas piltrafas que en su mayoría debían su desgracia al descuido social”.
Al mismo tiempo había redactado un texto que “solo pretendía ayudar al espectador en la comprensión de mis cuadros”, demás está decir que el tema y la factura de los lienzos, así como su explicación escrita, tuvieron el total rechazo de Mideros, quien no trepidó en denunciar al revolucionario alumno ante el Ministro de Educación, con la finalidad de impedirle la prosecución de su tesis; pero un amigo le avisó a tiempo y pudo usar de influencias para continuar su obra. Entonces Mideros trató de impedir su participación en la Exposición Anual que los alumnos presentaban cada 10 de agosto, adelantando la muestra para el día Lunes 3. pero también fracasó porque Andrade pudo concluir sus cuadros justos para esa fecha y compartió la primera sala con su compañero Bolívar Mena, a razón de dos paredes para cada uno; sin embargo, como era de esperarse, la muestra no solamente no gustó por chocante, fea y depresiva, si no que además provocó el rechazo de los espectadores. Demás estar decir que andaba por esos días muy atareado enamorando a una bella joven en Sangolquí, de cuya unión nació su hijo mayor.
Graduado como profesor de pintura en Bellas Artes, con honores, pues obtuvo la máxima nota de diez, a los pocos meses expuso tres de sus cuadros en el Salón Nacional Mariano Aguilera de 1937: “La Mansión de las Mentes Perdidas”, “La Espera” y “Humildad Explotada”. Benjamín Carrión comentó los logros del Salón por periódico y al llegar a Andrade Faini dijo “desgraciadamente cae sin redención en el feísmo integral, que no se justifica únicamente con la bondad del propósito… se ve, con todo, en esta pintura desgarrante, algo que puede llegar a ser arte y arte útil, ennoblecedor y justiciero.” En otras palabras, que la expresión formal no estaba a la altura de la vehemencia de la denuncia.
En 1938, movido por su afán aventurero, recorrió casi todas las provincias de la sierra. Al arribar a Guayaquil, tras ese largo periplo, se hospedó en la residencial Chiriboga ubicada a una cuadra de la Universidad y sobrevivió haciendo rótulos hasta que un amigo le conectó con un modisto de señoras, quien lo llevó a varias de sus clientes para que las retrate. También tuvo que pintar rótulos para sobrevivir y decidió presentar su primera exposición individual en el hall de entrada de la Vieja Casona con ocho acuarelas paisajistas realizadas en Cotacachi, Quito, Ambato, Pelileo, Riobamba y Cajabamba, tres retratos y dos de sus cuadros de la Serie Miseria Social titulados “La Mansión de las Mentes Perdidas” y “El retorno de la Feria”. Roura Oxandaberro le auguró el fracaso de este empeño y gentilmente le ofreció hacer llegar las invitaciones a los artistas de la ciudad, sin embargo, a pesar de este esfuerzo patrocinador, la muestra no tuvo éxito y cuando regresó a Quito encontró una nota periodística de “El Comercio” totalmente equivocada y casi burlesca, pues le habían cambiado los nombres a sus lienzos titulándolos “La mansión de las menores perdidas” y “El retorno de la perla.”
En Guayaquil se había enamorado de la joven estudiante de Química y Farmacia Julia Espinosa Vega, a quien siguió escribiendo cuando regresó a la capital. Allí fue recibido por su padre y recomendado a la superioridad del Colegio Militar encontró empleo como Dibujante Litógrafo con doscientos cincuenta sucres mensuales de sueldo; pero, al poco tiempo se peleó con un Capitán y renunció, pues siempre fue persona de pocas pulgas y de mal caracter aunque él lo negaba. El 41 pasó como Dibujante de la imprenta del Ministerio de Gobierno y como no se sintió a gusto pintó dos de sus cuadros clásicos: “I detrás de las rejas el pintor” o sea él mismo y “Basta”, de feísmo brutal, tosco, con expresiones vigorosas, casi esperpénticas.
En 1942 se embarcó a Panamá en el vapor “Veinticinco de Abril como pasajero de segunda. La travesía duró cinco días y no estuvo exenta de peligros dada la pequeñez de la nave. Panamá era un lugar de aventuras y trabajos debido a la situación creada por la Guerra Mundial. Se empleó como jornalero con pico y pala en una Cuadrilla de la Zona del Canal, después ascendió a carpintero y tras varios meses en esa faena, una mañana cayó del techo de una casa de dos pisos en construcción, pudo agarrarse de una viga de madera en plena caída y amortiguó el descenso, al punto que sólo sufrió la fractura de la muñeca izquierda y por eso tuvo que permanecer un mes recuperándose en el Hospital Gorjas.
Al egresar ya no pudo seguir de carpintero y buscando otra clase de trabajo consiguió un contrato para pintar una serie mural de siete lienzos de 2,50 x 2 mtrs cada uno, con motivos musicales latinoamericanos. Los cuadros resultaron más sociales que musicales y sirvieron para adornar un nuevo salón de baile, propiedad de un italiano, quien tuvo la loca idea de llamarlo “Cabaret Singapur”, nombre que no tenía ninguna relación con el decorado.
Por primera vez obtenía con su pintura un ingreso económico valorable, dos mil dólares, que trajo a Guayaquil en 1943 y que le sirvieron para contraer matrimonio con su novia, con quien fue muy feliz y tuvieron dos hijos y más por complacerla que por sentido pragmático, instaló la botica “Indoamérica” en la esquina noroeste de las calles Chimborazo y Cuenca, donde ambos trabajaron once años hasta 1954 demás está indicar que la botica se fue convirtiendo en sitio de encuentro de artistas e intelectuales que conversaban de los más diversos temas, pero especialmente de pintura y escultura, pues César jamás abandonó su vocación de creador.
La noche del 28 de mayo del 44 y estando en el interior de la botica, como a eso de las once de la noche le cogió el tiroteo de la revolución. No pudo salir por temor a las balas y se aguantó en el interior, a puertas cerradas, hasta las ocho de la mañana. Varios disparos traspasaron las puertas de madera y cayeron al interior. Al salir contempló con horror a un caballo, que completamente quemado había logrado escapar del incendio del interior del cuartel de los carabineros y corría desbocado causando pena y lástima a los curiosos. Este motivo dio lugar días después a uno de sus mejores cuadros.
Los años que laboró como boticario no fueron enteramente perdidos pues ocurrieron cambios fundamentales en su pintura, que buscó la fuerza – rasgo caro al naturalismo y expresionismo del tiempo – y por allí estuvo hasta que pasó a una expresión menos directa y plásticamente más sutil.
El 54 vendió la botica y se dedicó únicamente a enseñar en la Escuela Municipal de Bellas Artes y no es que el negocio de la botica fuera malo, sino que por su solidaridad no poseia las características de un buen comerciante. “Las personas llegaban a contarles sus problemas y terminaba entregándoles los remedios gratis y encima hasta les regalaba dinero. Un día entró un arranchador, cuenta uno de sus hijos. Mi padre como era muy atlético y practicaba el box, saltó la vitrina, salió a perseguirlo, lo agarró y no sé que le habrá contado el ladrón, pero los dos regresaron corriendo a la farmacia y mi papá le dio plata para que solucionara su urgencia económica grave.”
En cuanto a su desarrollo técnico y artístico se ha dicho que “el tránsito se siente en tendencia estilística, color y planteamiento espaciales” sobre todo a partir del 54, que fue llevado como profesor de Dibujo y Pintura a la escuela Municipal de Bellas Artes de Guayaquil, por su director Alfredo Palacios, para reemplazar a Hans Michaelson, que se encontraba muy enfermo del corazón. Desde entonces fue su preocupación en el paisaje con las enseñanzas de los viejos maestros Piero della Francesca,
Patinir y otros, analizados y estudiados por André Lote. Sus cuadros “Árbol amarillo”, “Senda de soledad”, “Amor vegetal”, “Vendaval” y “Ciudad tropical” responden a esa búsqueda pues Andrade Faini contaba con mucha gracia que sobre el paisaje no tenía ni idea, dado que una mañana, estando de alumno de la Escuela de Bellas Artes, el profesor José Yepes llevó a sus discípulos a recorrer las faldas del Pichincha, luego pasaron al Ichimbía, a la estación de Chimbacalle y al barrio de la Carolina. Al medio día estaban exhaustos y fue entonces cuando recibieron las mejores palabras que hubieran podido escuchar: “No hay paisaje”. Ese fue todo el conocimiento que recibió como estudiante de Pintura sobre lo que es el paisaje.
El trabajo en la Escuela fue arduo, casi a tiempo completo y por novecientos sucres mensuales tuvo a cargo los cursos diurnos y nocturnos y como era necesario completar el presupuesto familiar, desempeñó la cátedra de Dibujo en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Guayaquil y también trabajó en los Colegios Americano y Miraflores hasta obtener la jubilación en 1977.
En 1955 participó en la III Bienal Hispanoamericana de Barcelona con dos lienzos: “Oasis” y “Marea Baja” y fue calificado por la crítica internacional como “original y buen pintor”.
El 57 obtuvo su consagración nacional con el Primer Premio en el Salón Nacional Mariano Aguilera con el cuadro “Ciudad Tropical” por el que recibió la cantidad de nueve mil sucres. De allí en adelante participó en los Salones de Julio y Octubre de Guayaquil, recibiendo en varias ocasiones Segundos y Terceros Premios, pero jamás el Primero, de suerte que el 72 terminó fastidiándose y decidió no continuar participando, pero siguió pintando.
“Ciudad Tropical” presenta una selva de formas sinuosas, abigarradas de trazo e imaginativas de color, crea un mundo de lujuriante riqueza detrás del cual se ven, como por resquicios, versiones geometrizantes de sencillos elementos urbanos. Es un mundo dominado por una naturaleza infinitamente más rica que lo humano.
Hernán Rodríguez Castelo agregó: Esta obra se ofrece, desde otro punto de vista, como enérgico ejercicio para crear un repertorio de formas y trazos caligráficos: claro indicio de lo que en ese momento ocupaba la atención del artista, dentro de su febril y lúcida búsqueda de estilo, lo morfológico. La reducción de los principales elementos del cuadro a planos de color de sinuosos bordes aristados, que, cromáticamente, contrastan con los fondos o las formas más amplias a las que se sobre imponen. Esta definición requería nuevo rigor para deshacer y rehacer visualmente las formas y ponía a prueba todos los poderes logrados por el artista en cromática y composición.
También ha dicho que con relación a la perspectiva Andrade Faini abandonó la clásica renacentista por los juegos de planos cromáticos, logrando espacios estéticos más que lugares penetrantes. El nuevo planteo espacial será adelgazado y enrarecido, libre de recursos de fácil efectismo visual, con relaciones y resonancias de sabor cubista.
Recién en 1958 realizó su primera Exposición Individual en Quito. Invitado especialmente por los directivos del Centro Ecuatoriano- norteamericano.
El 62 adquirió una villa de cemento en la ciudadela Miraflores con un préstamo hipotecario a quince años plazo donde tuvo un salón de buenas proporciones que utilizó como taller de pintura.
El 64 intervino en la Exposición Colectiva “Doce Pintores del Ecuador” en el Museo de Arte Colonial de Quito. Entre el 68 y el 74 no pintó, posiblemente a causa de la depresión que experimentó en ese período por la muerte de sus padres en Quito.
En 1976 viajó a las Islas Baltra y Santa Cruz del archipiélago de las Galápagos con los pintores Luis Miranda y Coka Gil, miembros de la Asociación Cultural Las Peñas y aunque el viaje fue muy corto sufrió un deslumbramiento, fue un amor a primera vista, que le infundió una nueva energía vital que se confundió en forma y color. Del 77 es un hermoso autorretrato.
“Durante ese tiempo su producción siguió siendo parva, decidida preferentemente al paisaje, trasmitiendo a las formas de la naturaleza una misteriosa soledad. Propuesta de un artista solitario que expresa su mundo en escenas de lánguido abandono, en las que el hombre es el espectador de un universo que no puede abarcar ni llegar a entender. Ambiente de triste belleza que logra utilizando unas veces la perspectiva invertida, otras es sólo el color en fusiones casi abstractas, el que nos envuelve en la densa niebla o nos deslumbra por la intensidad del tórrido sol ecuatorial, visión de este asceta pintor de un mundo por el que solo parecemos transitar como trashumantes y fantasmagóricas presencias”.
De esta nueva etapa su mejor crítico Hernán Rodríguez Castelo ha indicado que Andrade Faini se entregó al dominio absoluto de la cromática, la rigurosa economía de medios expresivos y la sutileza de la mancha. Su temática se hizo más paisajista, utilizó la acuarela limpia, transparente, de cromática fresca, composición simple y exacta y trazos oscuros, bravee y expresivos como si fuera una caligrafía oriental. Incursionando a veces en la desolación de unos paisajes agraces, casi primitivos, de exótica belleza.
En 1979 viajó solo a Europa y durante cuarenta y cinco días se extasió visitando los principales museos conociendo a los grandes maestros de la pintura del pasado.
El 80 salió la segunda edición de su folleto “Miseria Social” en el Núcleo del Guayas de la CCE. en cuarto y en 30 páginas con motivo de su Muestra Retrospectiva titulada “Cuarenta y tres años de Pintura” que se llevó a cabo con inusitado éxito en el Museo Municipal.
Carlos Eduardo Jaramillo manifestó que la pintura de Andrade Faini expresa la soledad, el extrañamiento, la enajenación del hombre frente a los demás. El paisaje se anima. El blanco, el gris, va cediéndole el paso al verde, al azul, al ocre, al bermellón. La contenida alegría respira por sus parvas acuarelas. Se reposa y asienta en sus morosos lienzos donde la pincelada del color sigue viviendo después de su bautizo en meses y aún en años, prueba de amor, de identificación y de fidelidad con su obra con la virtual imagen del espejo, en mascarada clara para que no se asuste y vuele de allí el alma.
En 1985 fue operado en la Clínica Panamericana de una antigua dolencia varicosa en ambas piernas por el Dr. Jaime Orellana. El 88 celebró sus cincuenta años de pintura con una Exposición retrospectiva que fue todo un éxito. El Catálogo en páginas sin numerar contiene un valioso material gráfico de su arte. Bernard Fougeres se interesó por un autoretrato y César le respondió ¿Quien va a querer el retrato de este pendejo? Siendo respondido ¡Otro pendejo! se rieron y el cuadro fue vendido.
El 89 falleció su señora. Desde entonces se enclaustró en su villa de la ciudadela Miraflores pintando en compañía de numerosos gatos que circulaban libremente. Tenía su atelier en el segundo piso, con aire acondicionado, donde se encontraba a sus anchas, fumando y bebiendo innumerables tacitas de café puro. Seguía siendo el artista serio, exigente consigo mismo, ensimismado, tímido y solitario de siempre, su nombre no constaba en la Guía de teléfonos ni le interesaba el ruido de la muchedumbre dada la sequedad de su trato que le hizo siempre un ser aparte. “Tenía una amiga jovencita y él todos los días la molestaba para hacerle un retrato, pero ella siempre se negaba. Hasta que un día fue al estudio a verle y dijo: A ver, vengo a que me pinte. I él le contestó ¿I a Ud. quien le dijo que se corte el pelo? Así no la quiero pintar¡ seguía guapa, pero había cambiado el rostro y el pintor ya no sintió interés alguno en pintarla.
Le agradaba mucho jugar ajedrez con amigos y parientes, deporte ciencia que había enseñado a jugar a sus hijos y nietos. También solía pintar a su esposa, a sus hijos y hasta llegó a pintar a sus nietos. Tenía la particularidad de acompañar los regalos de navidad con una tarjeta que él mismo pintaba y que ahora se han convertido en verdaderos tesoros familiares.
Gran pintor, enemigo de la comercialización del arte, de quien Rodríguez Castelo ha escrito que culminando una larga carrera, constante trayectoria plástica, se afirmaba como el mejor pintor ecuatoriano del paisaje, sobre todo del paisaje desolado, pero también de montañas, bosques, caminos, para todo lo cual tenía excelentes soluciones visuales.
Su estatura mediana, rostro cobrizo, rasgos marcados y fuertes. pelo zambo entrecano. Era el maestro de las nuevas generaciones pictóricas de Guayaquil.
En un reportaje realizado para el Suplemento Dominical del diario “La Nación” se le calificó del pintor del silencio. En efecto, toda su vida había sido un hombre silencioso, alejado de la propaganda barata, autor de una seria e interesante obra pictórica realizada en soledad a través de una función plástica en fusión armónica de abstracción y realismo, sin creer en el juego de formas ni en la servidumbre de los objetos. Sus hijos le recuerdan en su estudio, pintando con una taza de café y su cigarrillo, tras haber preparado personalmente la tela y ordenar los materiales (pinceles, espátulas y tubos de colores)
I tan serio con lo suyo que a veces prefería no vender sus cuadros. Se cuenta que en cierta ocasión un conocido fue a visitarle y quiso adquirir su obra “El Payaso” pero el maestro no la vendió pues a su criterio, aún le faltaba algo, pensaba que no estaba totalmente terminada, fiel a su criterio expuesto en numerosas ocasiones a sus discípulos en la Escuela Municipal de Bellas Artes, cuando les decía: Una obra pictórica debe perdurar, ser eterna… El pintor debe buscar la absoluta perfección en lo humanamente posible.
En otra ocasión, durante una exposición individual de sus obras Nahím Isaias Barket le ofreció una altasuma de dinero por todas sus obras para el Museo que Filanbanco estaba formando, pagando los precios que el maestro había fijado menos un diez por ciento, que, al criterio del banquero, era una rebaja justa por llevar en paquete. El maestro se negó a aceptar tan buena oferta, prefiriendo vender unas cuantas obras solamente, pero a los precios fijos que él había señalado. Así era de exigente.
Tras su fallecimiento en 1995 Miguel Donoso Pareja escribió que Andrade Faini era un pintor quiteño aquerenciado en Guayaquil, que había vivido agobiado por la búsqueda de la perfección, por un rigor autocrítico aniquilador. Que muchos de sus bocetos son vigorosos cuadros de formato pequeño y sin embargo son lo mejor de su obra.
Que de ellos partía para engolosinado en su ansiedad por lograr lo que no existe, echarlos a veces a perder (artesano enemigo del creador) y lograr en otras, auténticas obras maestras en las que consustanciaba lo dionisíaco con lo apolíneo, la liberalidad con el canon. De ahí también su irregularidad. Por otra parte anota que admiró mucho al pintor lituano – francés Chaim Soutine (1894-1943) y que esa admiración se manifestaba en una asimilación muy personal en una influencia bien digerida y creativa, anotando que como persona andaba siempre ensimismado retocando sus cuadros hasta la aberración y que no tenía noción del tiempo, que en alguna ocasión le hizo llegar una carta familiar a un amigo, pues habiendola recibido en Quito varios años antes, “hace poco”, la había mantenido relegada en el olvido en algún rincón de su departamento.
Adoraba el teatro, se hacía amigo de los actores y directores y concurría a los ensayos y presentaciones, llevando a sus hijos pequeños para que le tomen el gusto a las obras. A pesar de su sensibilidad artística y humana era aficionado al box. Jugaba a las cartas, jamás apostando dinero, con amigos conocidos que como él odiaban el licor y preferían el café. Suertudo en la Lotería de la Junta de Beneficencia de Guayaquil, que compraba semanalmente y en muchas ocasiones sacaba premios, aunque nunca atinó al mayor. Entonces se gastaba el premio invitando a los suyos a una chifa y “pasábamos bonito, todos juntos, inclusive los nietos, que le adoraban.”