ALVEAR ALVARADO JOSE MIGUEL

MEDICO.  Nació en Cuenca el 14 de Julio de 1841 y fue bautizado el mismo día. Hijo legítimo del Dr. Manuel Casto Alvear Carrión, nacido en Cuenca en 1796. Abogado, Secretarlo de la Municipalidad en 1824 y miembro de la Comisión que viajó ese año a Lima para felicitar al Libertador por los triunfos de Junín y Ayacucho. En 1826 concurrió al Congreso colombiano como Diputado por el Azuay, en 1835 fue Ministro Juez de la Corte Superior de Justicia de ese Distrito y la presidió en 1840, 43, 45 y 47. El 45 fue nombrado Ministro Juez de la Corte por la Convención Nacional reunida en Cuenca, falleció en 1849, y de Maria Mercedes Blanco de Alvarado y Robledo.

Fue el cuarto de una familia de cinco hermanos, siendo las tres primeras Mercedes, Manuela y Rosa Alvear Alvarado monjas de clausura del convento de las Conceptas de Cuenca (las tres llegaron a Abadesas)

Realizó sus primeros estudios en casa y con una profesora pagada. Huérfano de escasos ocho años, ingresó al colegio de los jesuitas y en Enero de 1869 a la Facultad de Medicina de la Corporación Universitaria, recibiendo una enseñanza más bien teórica en el Hospital de la Conferencia de San Vicente de Paúl, hasta que el 22 de Septiembre de 1872 se graduó de Médico, distinguiéndose inmediatamente por su acertado ojo clínico y como sufría de insomnios y había observado que por las noches se acentuaban los males de los pacientes, sobre todo si se encuentran solos, optó por hacer sus visitas a esas horas, dejando las mañanas para dormir y las tardes para estudiar y enseñar en la Universidad donde tuvo por muchos años una cátedra. “Cuando la luz natural es vencida por las tinieblas, es más necesaria la presencia del médico” solía decir.

Después de las cinco de la tarde se le veía encaminar hacia la Facultad de Medicina que funcionaba en el Hospital a dictar sus clases de Clínica, Patología y Medicina Legal y como no acostumbraba fijarse en el tiempo, caían las sombras sin que él las percibiera, hasta que su paje Raimundo Contreras le recordaba que era hora de visitas. Entonces se iban ambos a la casa de Alvear a tomar una taza de café y apoyados en un farol se dirigían a los diferentes domicilios donde había sido solicitado y cuando la casa del enfermo era muy distante tomaban caballos.

Sus visitas podían durar escasos minutos o quizá horas, según se quedaba sentado a la cama del enfermo o con los familiares, hablando de todo un poco y hasta de política, pues le agradaba practicar la medicina psicosomática que cura por sugestión. Recetaba fórmulas propias o tomadas de la terapéutica francesa tan de moda entonces. En muchos casos, con solo su presencia, el enfermo quedaba tranquilo y hasta curado. En sus diagnósticos era acertadísimo de allí que el vulgo le apodó “la Corte Suprema” pues sus opiniones causaban ejecutoria.

Hasta bien entrado el presente siglo se conocían sus fórmulas magistrales. La famosa Pomada de Alvear que todavía se vende con ese nombre en la farmacia Olmedo de Guayaquil y sirve para curar las heridas y otras afecciones, así como para restaurar y regenerar la piel, los Colirios, los Polvos pectorales, las Píldoras para la tos, los Reconstituyentes y sobre todo sus famosos parches contra la angina de pecho que tantas vidas salvaron en su tiempo y que hoy han sido reemplazados por la moderna farmacopea con inyecciones y píldoras de nitroglicerina para colocar debajo de la lengua.

A veces, sin embargo, le sucedían chascos. Una noche, mientras iba camino de la casa de doña Josefa Heredia de Dávila suegra del Dr. Luís Cordero, a la del poeta Miguel Moreno, tropezó y se fue de bruces contra el farol que portaba el paje, el cual, viéndose sin luz exclamó “Murió la luz” pero un borracho que pasaba por el lugar, al notar en el suelo al Dr. Alvear, que pugnaba por levantarse contestó “Todavía Vive” y dando un fósforo a Contreras para que encendiera el farol, ayudó a levantarse al médico y siguió a su lado diciendo “no puede morir todavía y no se puede apagar la luz de nuestro médico”.

En otra ocasión fue confundida su luz con la del farol de la viuda, personaje mítico del quehacer cuencano del siglo pasado, que según las consejas lugareñas salía por las noches a buscar el alma de su tierna hijita, a quien había matado arrojando su cuerpo a una quebrada por seguir a un nuevo amor. Quizá por eso, la mayor parte del pueblo supersticioso miraba el paso del Dr. Alvear con asombro, a través de las rendijas de las ventanas.

También tenía por costumbre no cobrar casi nunca honorarios a menos que se tratara de personas pudientes pues le agradaba visitar a los más pobres y cuando le querían pagar preguntaba ¿Tienes para comprar el remedio y dar de comer a tu familia? despidiéndose con una palmadita en el hombro del pariente que le acompañaba hasta la puerta. En otras ocasiones sacaba dinero de su bolsillo para la compra de las medicinas.

Su horario tan especial traía complicaciones. Dormía hasta pasadas las doce del día, almorzaba muy lentamente, dando tiempo suficiente para preparar el segundo plato. Se retiraba a su cuarto a estudiar las clases de las cinco, leía a los clásicos franceses. Admiraba a Trousseau, devoraba los tomos del célebre Diccionario de Jaccoud, a Ricard, a Tardieu.

Su carácter jovial y expansivo se deleitaba con la chispeante relación anecdótica de cuadros y escenas pasadas en su vida de médico. Entre 1881 y el 91 ejerció por diez años el decanato de la Facultad de Medicina y desde 1887 fue Vicerrector de la Corporación Universitaria de Cuenca. En 1888, a los cuarenta y siete años de edad, casó con Dolores Fernández de Córdova, con hijos. El 90 fue encargado del rectorado por renuncia del titular Juan Bautista Vázquez Herdoíza y presidió la Sesión en que se designó su reemplazo, concertándose la votación entre el ex Obispo Miguel León Garrido y el padre Julio Matovelle Pesantes, saliendo electo el primero, a quien tomó posesión. Sin ser político, se le consideraba conservador pues la mayor parte de sus amistades lo eran. En Junio de 1896, durante el alzamiento conservador del Azuay, avisó a su amigo el Coronel Antonio Vega Muñoz que no se opusiera a la entrada de las fuerzas alfaristas en Cuenca pues eran superiores en número a los hombres de Vega, pero éste no le hizo caso y fracasó el 5 de Julio. Tomada la ciudad, fue reorganizada la Universidad y separaron a Alvear de sus cátedras; incluso, por habladurías de sus malquerientes que inventaron que estaba soliviantando al pueblo en sus visitas nocturnas, llegó a dictarse una orden de destierro en su contra, que fue levantada al influjo de varios de sus amigos, entre ellos Luís Cordero.

Todos esos acontecimientos terminaron por minar su salud y queriendo tomarse unas merecidas vacaciones viajó con su esposa e hijos a la hacienda Huahualpata en el cantón Girón, pero hasta allí le fueron a buscar para que atendiera a la señora de Talbot, que se había accidentado en su hacienda Tobachiri en el valle caliente de Yunguilla. I más por complacer a su esposa que era amiga de la accidentada, viajó a curar a la herida y como se quedó a atender a otros pacientes, recorriendo los ranchos de los contornos en horas de la noche, fue picado por los mosquitos y adquirió el paludismo.

Se Cuenta que en tales visitas, cuando le preguntaban por sus honorarios, contestaba “Ya los llevo en mi sangre, que el precio de mis honorarios últimos es la muerte.” Al regreso empezó a sentirse mal y pidió que lo llevaran a Cuenca donde arribó tan decaído y diagnosticándose paludismo disentérico, que cuando lo vio su amigo el ex Obispo León, no tuvo fuerzas para defenderse y dejó que lo recetaran dos médicos, pues el ex Obispo le prohibió que se medicara por si.

Los galenos se equivocaron y lo trataron de tumor al estómago. empeorando su condición, al punto que falleció el 13 de diciembre de ese año, de solo cincuenta y cinco de edad.

Persona que le conoció en sus últimos tiempos le describió así: “Era un anciano respetable que impresionaba gratamente por su palabra persuasiva, elocuente, sincera. En su tiempo gozó de mucho prestigio y fue reputado como el más hábil y talentoso médico de su época. Al momento de su muerte acababa de terminar un Tratado de Medicina Legal que denominó Virginidad, encontrado en su cuarto de estudio, aún inédito.” Su mirar penetrante, la amplia frente, los salientes pómulos, la abundancia de los mostachos, le hacía una persona agradable y simpática.

Modesto y bondadoso, al ser preguntado por sus amigos que haría si le enviaban al destierro, contestó; En todo el camino, si encuentro un enfermo lo atiendo, hasta llegar al lugar donde la suerte y el destino han decidido llevarme.

Su entierro se verificó al día siguiente con grande acompañamiento. Dejó tres hijos pequeños y una que nació póstuma. Ezequiel Calle tomó la palabra y exclamó: Otro golpe para Cuenca ¡Pobre Cuenca!

Con posterioridad se le han rendido honores. La Sala de Cirugía del antiguo Hospital llevó su nombre hasta ser remodelada. En 1930 Nicanor Merchán escribía: Dejó dos obras escritas sobre Medicina y sobre Higiene como fruto de su ardua y larga labor profesional. No sería aventurado afirmar que no ha habido hasta hoy un clínico como él… y de Alfonso Estrella es el siguiente verso: // El ajeno dolor es incentivo / que le transforma en otro poverello; / tiene su lema, lo creado es bello / nada debe morir, todo estar vivo, // Combatir a la muerte es lenitivo / que a él mismo le cura y es por ello / que su ciencia es amor hecho destello / de un don divino del que está cautivo. // Siempre la noche prefiere al día / para ir en pos de su labor inmensa. / porque la Calva, como el búho, espía; // I si al enfermo encuentra en agonía / matar la noche es su postrer defensa: / para que muera en plena luz intensa. // Una calle de Cuenca se llama José Miguel Alvear Alvarado.