AGUIRRE ABAD FRANCISCO X.

REPUBLICO. Nació en la villa de Baba cuando pertenecía a la Provincia de Guayaquil, el 17 de abril de 1804. Hijo legítimo de Francisco X. de Aguirre Cepeda (Baba 1769 – Guayaquil 1832) Colegial del Real de San Fernando de Quito, Caballero Cadete – con sus hermanos Juan Ignacio y José Manuel – del Regimiento de Infantería Blanca de Guayaquil, heredó el Mayorazgo instituido por su tío el Vicario Alfonso de Cepeda y Elizondo consistente en tierras y rentas en la jurisdicción de Baba, en 1799 logró la declaratoria de nobleza del Cabildo de Guayaquil. En 1801 obtuvo una certificación de poseer “bienes suficientes para mantenerse con la decencia y lucimiento debido, por ser familia de alto rango”, Regidor y Alcalde de la Santa Hermandad en 1818. Realista empecinado tanto en 1809 como en 1820. Había casado en 1794 con su prima segunda María Dolores de Abad y Moreta. Cuando estaban en Guayaquil este matrimonio vivía frente a la Plaza Matriz vecinos de las orgullosas señoras Pareja Mariscal con quienes mantenían discrepancias por nimiedades sociales, originadas en la época en que ambas familias habitaban en la villa de Baba (1)

El joven Aguirre Abad recibió las primeras letras en su hogar y fue educado en una moral severa, en las costumbres más conservadoras de su tiempo y en un realismo a ultranza. De escasos doce años, a principios de 1820, fue enviado a estudiar al Colegio de San Luís de Quito. La revolución del 9 de Octubre lo dejó incomunicado y
sin rentas, viviendo de la hospitalidad que le brindó en su casa un empleado subalterno, portero en el colegio.

El 24 de mayo de 1822 presenció desde su habitación las explosiones y fuegos cruzados durante la batalla que se llevó a cabo en las faldas del volcán Pichincha. El 30 de abril del año siguiente obtuvo el título de Bachiller e ingresó al Convictorio de San Fernando donde se graduó de Doctor en Jurisprudencia el 9 de junio de 1827.

Tenía veinte y tres años, parecía de más edad por su siempre serio talante, mezcla de godismo y fanatismo (ideas y concepciones políticas ya anacrónicas por ser propias de los tiempos coloniales) aunque sobresalía de la media por sus cualidades: carácter fuerte, tenaz, inflexible y justiciero, con un fondo de lealtad y franqueza como tan acertadamente le describiera años más tarde Pedro Moncayo en uno de sus artículos aparecidos en el periódico “La Linterna Mágica.”

Nuevamente en Guayaquil, entró a la Escuela Náutica a estudiar matemáticas, pero a los tres meses ésta se cerró a causa del bloqueo peruano y viendo que la situación política no se presentaba clara, se refugió en el campo donde permaneció casi dos años hasta 1829, período durante el cual el puerto fue tomado por el ejército de esa nación, odiando las vicisitudes políticas que ocurrían, las bajezas de los partidos y las continuas y sangrientas algazaras, pero no fue tiempo perdido porque leyó intensamente y por su propia cuenta a autores modernos, tratando de comprender las nuevas tendencias pues hasta entonces jamás había sido partidario de la independencia ni aspirado a la amistad del Libertador Bolívar, de quien siempre se mantuvo alejado.

De regreso a Guayaquil tras un período de incubación de las ideas liberales y democráticas propias de la revolución francesa realizó las prácticas usuales de abogacía, rindió las pruebas mediante examen público e inscribió su título en la Corte de Apelaciones el 6 de Septiembre de 1830, jurando “amar el orden, respetar las leyes y cultivar el don de apreciar rectamente”, todo lo cual cumplió a lo largo de su vida, calificada de utilísima y ejemplar, ya que habiendo comenzado realista
a ultranza fue evolucionando hasta transformarse en un perfecto liberal demócrata.

En el siglo XIX se entendía por liberal a todo aquello que significaba cambio y apertura hacia las conquistas de la revolución francesa bajo el lema fracmasónico de “Libertad, igualdad y fraternidad”. En lo económico era la libre empresa frente al diezmo y la primicia de la iglesia católica. En lo político el estado libre de toda influencia clerical y de las barreras oficiales de comercio para alcanzar el desenvolvimiento de las empresas privadas. De manera que lo filosófico le venía de Francia y lo económico de Inglaterra, donde el absolutismo había dado paso al industrialismo capitalista de los nuevos tiempos. En el Ecuador, en cambio, años más tarde y a causa de los crímenes y excesos cometidos durante la aciaga dictadura teocrática garciana, el liberalismo se fue transformando en una actitud rebelde frente a la vida y al poder, sobre todo al que venía ejerciendo la Iglesia Católica, por eso se dividieron los liberales en Católicos Moderado Progresistas y en Anticlericales o Liberales Radicales.

Durante estos primeros tiempos en Guayaquil se dedicó a ayudar a su padre en los negocios, abrió un despacho y atendió casos judiciales. En 1832 falleció su progenitor, a quien quiso mucho, al punto que guardó de por vida sus uniformes y cada vez que podía los mostraba a los visitantes de su casa, como símbolo de afectuoso recuerdo y de sentido homenaje a su memoria y heredó una pequeña hacienda llamada “La Bella Unión” en la jurisdicción de Daule.

En 1833 fue Juez de Comercio. El 38 ascendió a Ministro de la Corte Superior de Justicia del Distrito de Guayaquil. En enero del 42 figuraba como abogado de la poderosa Casa comercial y bancaria de Manuel Antonio de Luzarraga y con Horace Cox firmó una solicitud para establecer el Primer Banco en Guayaquil, pero el proyecto no prosperó.

(1) Las fotografías de Francisco X. Aguirre Cepeda y María Dolores Abad y Moreta las conservaba Deliecita Aguirre Overweg de Guzmán en un Album familiar que tuve en mis manos, tomadas de óleos pintados con anterioridad al Incendio Grande de 1896.

Ese año Pedro Moncayo exiliado en Piura, hizo circular una hoja impresa bajo el título de “La Linterna Mágica,” en la cual dibujó una galería de los ciudadanos presidenciables del Ecuador. De Aguirre Abad escribió: Conjunto de godismo y fanatismo,

expresión genuina del orgullo peninsular en los tiempos feroces de la conquista, prototipo de intolerancia y persecución, espíritu sospechoso de inquisitorial, alimentado con las máximas de la escuela del Santo Oficio. Su primer amor fue Fernando VII y durante este matrimonio se negó constantemente a oír las promesas del gran Bolívar y del inmortal Sucre, y solo después de la muerte de su adorado Fernando pasó a segundas nupcias con J. J. Flores, heredero absoluto del poder peninsular en los pueblos del Ecuador. Al mismo tiempo, al hablar de José Modesto Larrea, reconoce en Aguirre Abad: el carácter, fuerte, tenaz, inflexible y justiciero del señor Aguirre Abad, sería sin disputa uno de los primeros ciudadanos de la república.

En 1843, con otros vecinos más suscribió una Protesta por la reelección presidencial del General Juan José Flores, que se consideró no solo inconveniente sino hasta inmoral pues prolongaba su gobierno por seis años más, es decir, casi indefinidamente. El 45 simpatizó con la Revolución Nacionalista del 6 de marzo, pero fiel a sus principios de orden no intervino en favor de ninguno de los bandos. El 48 participó en la Comisión designada por el Ministro del Interior para escribir los Estatutos de fundación del Colegio San Vicente. I habiendo aumentado su fortuna con la economía y el trabajo el 22 de Julio, a los cuarenta años de edad, contrajo matrimonio con Antonia Jado y Urbina, también mayorcita, pero no tanto. Tendrán cuatro hijos y un matrimonio feliz. Ese año ejerció por cortos meses la Gobernación del Guayas.

Terminado el gobierno del Presidente Vicente Ramón Roca en 1849 y no pudiendo la Convención Nacional reunida en Cuenca, lograr la mayoría compuesta de las dos terceras partes de la votación para ninguno de los candidatos; se encargó el poder al Vicepresidente Manuel de Ascázubi Matheu, quien le ofreció el Ministerio de Hacienda, que no aceptó por una cierta timidez que siempre le caracterizó y por no mezclarse en la lucha de partidos.

Poco después se frustró en Guayaquil un golpe de Estado en favor del General José María Urbina, quien fue llamado a sincerarse en Quito. Urbina era su concuñado pues estaba casado con su sobrina carnal Teresa Jado y Urbina, hermana de Antonia, esposa de Aguirre Abad, como ya se ha visto.

Para evitar otra revolución parecida a la de 1845 que había costado tantas vidas el Dr. Pablo Merino Ortega organizó un complot con el objeto de apoderarse de los Generales Urbina y Francisco Robles y arrojarlos fuera del país. Aguirre Abad fue invitado a sumarse pero se excusó en razón del cercanísimo parentesco político, una “relación de familia que yo debía respetar”.

Lo previsto por Merino se consumó a los pocos meses pues en 1851 Urbina propuso la formación de un Triunvirato compuesto por el General Antonio de Elizalde Lamar, Diego Noboa Arteta y Francisco X. Aguirre Abad y habiéndose excusado Elizalde y Aguirre por razones éticas, Urbina proclamó la Jefatura Suprema de Noboa en Guayaquil.

El encargado Ascázubi designó a cuatro comisionados para llegar a una transacción, Aguirre Abad estuvo entre ellos. Noboa designó a los suyos y al iniciarse las conversaciones se propuso la reunión de un Congreso Extraordinario, idea que no agradó a Noboa. Entonces su sobrino político el Coronel Nicolás Vernaza Prieto, casado con Josefa Carbo Noboa, se insurreccionó en Riobamba extendiendo la Revolución a Quito y Noboa pudo ocupar la presidencia de la Republica aunque por cortos meses, porque Urbina lo depuso y tomó el poder para sí, convocando a una Asamblea Nacional Constituyente.

En 1852 salió Diputado por el Guayas, asistió a las sesiones desde el 17 de junio y en las elecciones para Presidente Interino de la República obtuvo cinco votos. “La falta de estos votos molestó a Urbina” que esperaba que la votación a su favor fuera unánime. Poco después fue designado Presidente de la Comisión de Reforma de la Carta Política y al verificarse la elección presidencial definitiva sacó quince votos, frente a veintitrés de Urbina, que triunfó y asumió el mando.

De inmediato el Diputado Francisco Pablo de Ycaza Paredes movido por su suegro el General José de Villamil que era maestro masón grado 33, propuso la supresión de la esclavitud, pero ante la sorpresa de todos Aguirre Abad se opuso ofreciendo “presentar un proyecto en que se concilien los derechos de los esclavos con los de los amos” y pocos días más tarde presentó el proyecto de Creación de un impuesto del dos por ciento sobre testamentarías y a los capitales, para reunir fondos y manumitir a los esclavos” comenzando por los más ancianos y previendo que después de dos años serían libres lo que hasta ese tiempo no hubieran sido manumitidos, quedando vigente la obligación de indemnizar a los amos con los mismos fondos que la ley tenia señalados,” de manera que la libertad de los esclavos sufrió una demora de dos años, tiempo en el cual algunos propietarios del norte de la República lograron sacar sus esclavos hacia la Nueva Granada para evadir la Ley. Esto ocurrió preferentemente en los lavaderos de oro del norte de Esmeraldas.

El proyecto fue aprobado, se convirtió en Ley y originó las Juntas de Manumisiones que funcionaron exitosamente hasta 1854 en que concluyó definitivamente la esclavitud en el Ecuador.

El 31 de marzo de 1853 fue designado por el Presidente Urbina para continuar las conversaciones con el Dr. Elías Mocatta, representante de los tenedores de bonos de la Deuda de la Independencia, sobre la mejor forma de pago del capital e intereses de dicha Deuda. El 29 de octubre se celebró en Quito el Convenio Aguirre – Mocatta, que fue aprobado por la Comisión del Senado y objetado por el ejecutivo. Por eso no entró en vigencia, perdiéndose una brillante oportunidad para liquidar tan enojoso problema financiero.

En 1854 escribió un folleto explicativo de 22 págs. titulado “Al Congreso de 1854 sobre la Manumisión de Esclavos”. El 55 representó al Ecuador como Encargado de Negocios en Lima, para contrarrestar la influencia del General Juan José Flores, quien amenazaba invadir por segunda ocasión las costas ecuatorianas. El 56 siguió viaje a Santiago de Chile y el 15 de septiembre suscribió con los representantes de Perú y Chile un tratado que se llamó Continental, a fin de impedir las expediciones revolucionarias armadas de uno de los estados signatarios contra cualquier otro; pero ese Convenio tampoco entró en vigencia porque no llegaron a canjearse las ratificaciones. Su pensamiento había evolucionado a través de la lectura y estudio de las doctrinas de autores liberales y modernos. Ya no era el recalcitrante conservador de antaño que conociera Moncayo, ahora estaba convertido en un sujeto de criterio amplio y mentalidad de avanzada.

En 1857 fue Subdirector de Estudios del Guayas, El 58 se retiró a su hacienda “Bella Unión”, asqueado de la política de banderías que se había desatado por esos días en el Ecuador. En 1860 imprimió una “Carta Pública” en la que se declaró independiente. Pasado el ajetreo revolucionario ocasionado por el diputado Gabriel García Moreno quien casi ocasionó la desmembración de la República, se reintegró al desempeño de su profesión de abogado y después de 1862, con el dinero obtenido del albaceazgo en la sucesión de Manuel Antonio de Luzarraga adquirió la hacienda Mapasingue y con un legado construyó el primer colegio que tuvieron los Hermanos Cristianos en Guayaquil y adquirió una bomba contra incendios.

Ese año 62 intervino en la redacción del folleto titulado “La República y la Iglesia y defensa de la Exposición del Concejo Cantonal de Guayaquil sobre la inconstitucionalidad del Concordato celebrado entre el Presidente del Ecuador y la Santa Sede” que presentado por Pedro Carbo a la Nación sirvió de clarinada de alerta para denunciar la política entreguista del Presidente García Moreno ante la Santa Sede. El folleto causó sensación en la República, concitó los más fervorosos elogios de la prensa liberal, le atrajo a Carbo fama de regalista y por supuesto el odio del clero.

En 1863 y ante los injustificados ataques a Carbo en la polémica desatada por el Canónigo Carlos Alberto Marriott Saavedra a causa del Concordato, publicó un Opúsculo que salió sin firma bajo el título de “Defensa del Poder Temporal”. Como en todos sus actos públicos y privados, Aguirre Abad demostró una gran versación en materia de derecho y tener un alto sentido de justicia aunque en algo afectado por una prudencia extrema.

En 1867 fue electo Presidente del Concejo Cantonal de Guayaquil. El 68 editó “Alianza Sur Americana” y fue candidatizado a la presidencia de la Republica por un nutrido grupo de ciudadanos del Azuay, a los que se sumaron los miembros de la Sociedad Republicana de Quito.

El ambicioso García Moreno en carta a varios de sus amigos trató de desacreditar a Aguirre diciendo que era un candidato imposible porque no tiene ninguna cualidad para el mando, con excepción de la pureza en el manejo de las rentas públicas.

I cuando Aguirre aceptó la postulación y publicó el folleto “Candidatura y Programa” que contiene sus principales ideas y proyectos, los demás candidatos comenzaron a retirarse y al final solo quedó García Moreno, aunque muy desprestigiado por los crímenes y abusos cometidos en su primera administración, por su carácter atrabiliario e insolente, en fin, por todo el cúmulo de abusos y crímenes; quien, viéndose desprovisto del favor popular, apeló al sucio juego del cuartelazo para escalar al poder. Esa revolución del 16 de enero de 1869 fue calificada por unanimidad como “injusta e inmoral”, privó a Aguirre Abad de la Presidencia de la República y al país de un gobierno que prometía ser inmejorable. I motivado por el cuartelazo traidor empezó a escribir un “Bosquejo Histórico de la República del Ecuador”, desde el origen de sus primeros habitantes, los indios.

El 4 de mayo de 1875 fue llamado a ocupar un sillón de la Academia de la Lengua. El 76 el Presidente Antonio Borrero le ofreció el Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores que no aceptó. El 78 salió electo Diputado por el Guayas, concurrió al Congreso y lo nombraron Primer Designado para suceder al Presidente de la República, pero al poco tiempo renunció para ocupar el rectorado de la Corporación Universitaria del Guayas, cargo que ejercería hasta su muerte con notable contracción y gran afecto hacia los estudiantes de la única Facultad que logró hacer funcionar, la de Jurisprudencia.

Hacia 1879 comenzó a sentirse mal de salud pues el cáncer hacía estragos en su estómago. Él decía: “Ya esto no tiene remedio, no conozco otro que la muerte según experiencia adquirida en los que, como yo, ha padecido esta enfermedad.” Así, pues, con gran estoicismo y serenidad falleció este sincero católico, patriota educado en una moral severa, abogado brillante, ciudadano económico y trabajador, modesto y suave por educación y por carácter, suceso que ocurrió en Guayaquil, el 24 de diciembre de 1882, a las cinco de la mañana, de setenta y cuatro años de edad, y su desaparición constituyó una pérdida irreparable para la Nación.

Su frase predilecta: Todos los días al despertarme doy gracias a Dios porque me veo la misma cara y me encuentro con la misma alma. Por eso prefería la severidad del estudio a las contingencias de la acción, siempre proclive a injusticias y exageraciones.

De estatura pequeña, calvicie pronunciada, tez blanca, ojos cafés, pelo negro, siempre bien rasurado el bigote y la barba como correspondía a su alta calidad de ciudadano, maestro inmaculado y sin tacha. El temperamento tímido le hacía huir de las responsabilidades políticas, su talento y precisión le convirtieron en un abogado exitoso, el control en sus gastos en hombre rico y una personalidad honesta y a la vez altiva en el candidato presidencial preferido de todos los ecuatorianos de honor en 1869.

“Dotado de grandes virtudes, adornado de una vasta ilustración, severo en sus costumbres, recto en sus procedimientos, incontrastable en el cumplimiento del deber a la vez que totalmente bondadoso y leal con los demás.”

De no haber sufrido una enfermedad tan larga y dolorosa quizá hubiera podido terminar su Bosquejo que dejó inconcluso, llegando solamente hasta el año trágico de 1859. Al final de sus días entregó los manuscritos a su sobrino Manuel Marcos Aguirre, con quien era muy unido, para que “los copiara en buena letra” pero como su hija María Aguirre Jado enlazó con un miembro de la familia Stagg Flores,  los originales permanecieron muchos años guardados en una bóveda bancaria hasta que en 1972 el Rector de la Universidad Católica de Guayaquil, Dr. Nicolás Parducci Schiacaluga, accediendo a una petición de Henry William Salcedo, esposo de Angelita Aguirre Reina bisnieta del autor del Bosquejo, consiguió que el padre José Reig Satorres, de nacionalidad española, Vicario y miembro activo del Opus Dei en el Ecuador, ceda el turno de impresión asignado al tercer volumen de su insípido Anuario Histórico Jurídico Ecuatoriano, anodino por su documentación anacrónica y de valor muy relativo por no calificarle de nulo, para dar paso al valiosísimo Bosquejo, que salió con sus Índices, en 510 págs. y un prólogo suyo. La misma Universidad lanzó una segunda edición el 2017 dado que los ejemplares de la primera desaparecieron de la circulación en menos de una semana de hacer su aparición, siendo esta obra un clásico de los anales bibliográficos ecuatorianos.

Lamentablemente los herederos de Aguirre Abad no comprendieron en esos momentos el inmenso valor de esta obra, pues en la Nota introductoria dicen que “es un sencillo bosquejo” cuando en realidad se trata de uno de los mayores testimonios históricos ecuatorianos de todos los tiempos, de capital importancia para descifrar las motivaciones de los principales y secundarios actores de la política del Ecuador durante la primera mitad del siglo XIX, contado por un testigo de primera mano dada su condición de ciudadano imparcial, inteligente y veraz. No conocemos otros testimonios personales de esa época, a no ser la Reseña de José de Villamil, las Memorias del Coronel Teodoro Gómez de la Torre, la Historia General de Pedro Fermín Cevallos y las obras históricas de Pedro Moncayo y Marieta de Veintemilla, pues la historia de Federico González Suárez cuenta sucesos basados en referencias tomadas de archivos y/o bibliotecas, dicho de otra forma, desde fuera, con sucesos en los que su autor, dada la antigüedad de lo que narra, no tuvo parte activa; lo que no sucede con el tantas veces mencionado Bosquejo de Aguirre Abad.

Es menester anotar que no ha llegado a nosotros con el Apéndice de documentos que por alguna razón se perdió en el largo camino recorrido entre la muerte de su autor y el año de su edición. Además, cabe aclarar que la impresión corrió a cargo de la U. Católica y no de la Corporación de Estudios y Publicaciones, como erróneamente se indica, entidad que nada tuvo que ver en el asunto.

En cuanto al plan de trabajo que se propuso su autor, el Bosquejo comienza con unas cándidas reflexiones bíblicas sobre el origen y unidad de la raza humana en todo de acuerdo con la atrasada educación que recibiera el autor en el Quito colonial de sus años mozos, cuando aún Charles Darwin no había expuesto su teoría sobre la evolución y selección natural de las especies que Aguirre Abad debió haber conocido pero no aceptado, luego disgrega sobre diversos asuntos relacionados con las tribus de los Caras y los Incas y hasta se pregunta inocentemente ¿Qué leyes civiles podrían haber en pueblos que carecían de propiedades? ignorando que la falta de alfabeto hacía que los pueblos precolombinos justamente por ser ágrafos, se rigieran por las costumbres. Cuando habla de la llegada de Almagro y los “chilenos” justo a tiempo para liberar a Francisco Pizarro del cerco en que le tenía Manco Capac II, afirma que son grandes e incomprensibles los designios de la Providencia desconociendo la existencia de la ley de las probabilidades que proporciona un toque diferente a todo lo humano y así por el estilo, pero luego va tomando aliento a medida que comienza a relatar los sucesos de la tercera época que denomina de los criollos, la Cuarta de los colombianos y la quinta de los ecuatorianos, que le correspondió vivir, que detalla con una veracidad, pulcritud y detalle que llama poderosamente la atención. Por ello la obra es una visión testimonial de inmenso valor para el conocimiento de los sucesos históricos de la Independencia, de la Gran Colombia y de los comienzos del período republicano, es decir, de 1830 a 1859, y debemos aceptar con pena que la absurda y hasta peyorativa Nota de los herederos, solo revela la candidez de ellos y la falta de criterio del editor, al permitir que se deslice tan craso error de apreciación.