ACOSTA YEPEZ MARIANO

CANÓNIGO. Nadó el 22 de marzo de 1840 en la estancia de Chaupi, propiedad de sus padres legítimos Manuel Acosta Grijalva y Manuela Yépez Vásquez, ubicada entre Ibarra y Caranqui y fue bautizado con los nombres de Pablo Mariano Seferino en la iglesia parroquial de Caranqui el día 28 de dicho mes y año.

De padres pobres, honrados y laboriosos, tuvo una niñez placentera y fue llevado a cursar las primeras letras en la escuelita que sostenía el gobierno en Caranqui, descollando por serio y pundonoroso y porque jamás pronunciaba un chiste ni una mentira, ya que aborrecía la falsedad con toda su alma.

De solo catorce años el 54 quedo huérfano de madre, su espíritu se desconcertó y perdió el curso de ese año según él mismo lo declararía en sus memorias, de suerte que pasó a Quito sin terminar sus estudios de Gramática y entró al Seminario menor de San Luís pues su madre le había pedido que se haga sacerdote. Pronto destacó por su buena conducta y le hicieron Bedel, poco después recibió las órdenes menores del Arzobispo José María Riofrío.

Al año siguiente, el 55, quizá arrastrado por sus amigos que eran muchos, abandonó el Colegio, entreteniéndose en recorrer los campos sin más aspiración que cazar de vez en cuando alguna avecilla para comer y descalzo, mojado y a pie, solitario en una casa y en malas compañías vivió un año. Su catedrático de matemáticas no le dejaba de ver siquiera una vez al mes y le aconsejaba, pero estando solo y sin libros, nada le provocaba.

En 1856 volvió al Colegio arrepentido de sus desvaríos juveniles y se aplicó tanto a los estudios que fue premiado en un Certamen Público de gran lucimiento. Desde entonces su conducta se volvió irreprensible, correctísima y terminada la Filosofía prosiguió con las Ciencias Eclesiásticas, imponiéndose con afable severidad entre sus condiscípulos, que alborotadores y bullangueros, desordenaban el plantel.

El 3 de mayo de 1863 fue consagrado sacerdote en la Capilla Arzobispal por Riofrío, el 24 cantó su primera misa en la Capilla del Hospital o templo de San Felipe en Ibarra sin permitirse el lujo del convite y banquete como era usual, hasta renunció al besamanos de ley y pasó a orar a su aposento en dicha Casa.

En 1864 dio el grado de Doctor en Teología Dogmática con extraordinario lucimiento, descollaba entre los demás sacerdotes. De figura grave pero sin afectación, austero y modesto, tenía la palabra fácil y meliflua requerida para convencer a los doctos, llevaba vida metódica, llena de celos, ceñida a una rigurosa distribución de tiempo y era aseado en su persona y vestidos, aparte de que le embelesaba el trato con los pobres y humildes sin condescender en ridículas familiaridades que solo sirven para la demagogia.

En el confesionario era prudentísimo sin entrar en intimidades con nadie, al punto que no aceptaba confesar más de una vez a la semana a la misma persona. En todo usaba frugalidad y su modestia era verdadera porque adolecía de la ridícula jactancia. Tales prendas le hicieron ostensible en poco tiempo. El 65 fue nombrado Coadjutor del Cura Párroco de Ibarra, socorriendo a los enfermos y moribundos con el viático. I cuando el 2 de noviembre arribó fray José María Yerovi, recién nombrado Visitador Apostólico, se encariñó con Acosta, en quien veía una promesa para la iglesia ecuatoriana y le designó visitador del Convento de las monjas conceptas con derecho de confesor y allí hubiera permanecido por muchos años de no haber sido por el violentísimo terremoto que destruyó la villa de Ibarra la madrugada del 6 de agosto de 1868.

En un solo minuto la ciudad quedó arruinada. De las monjas conceptas nueve pudieron salvar sus vidas muriendo las restantes entre los escombros. Acosta se preocupó de enterrarlas y a las sobrevivientes envió a uno de los conventos capitalinos. Enseguida ayudó a los demás y asistió a las reuniones de vecinos que decidieron trasladar la población al sitio de la Esperanza, a tres kilómetros del asiento original.

El resto del año se dedicó a reconstruir el Convento de las Carmelitas y cuando en enero de 1869 se celebró en Quito el V Concilio Provincial Diocesano fue electo Secretario. Allí conoció al Protonotario Apostólico y Vicario Capitular Francisco Pigati, quien estaba deseoso de “purificar” las costumbres del clero ecuatoriano y vio en Acosta al sacerdote joven y de conducta intachable, tomándole afecto y confianza. Por ello le hizo designar Canónigo de Ibarra con amplios poderes para las labores reconstructoras.

En mayo del 72 se constituyeron los empleados civiles en la nueva Ibarra. A nombre de la Municipalidad, de la que era miembro, pronunció un enfervorizado discurso, clarinada que anunció la nueva ciudad al país, recogido en el periódico oficial “El Nacional”.

El Obispo de Ibarra Tomas de Iturralde y Grande – Suárez le confió la secretaría de la Diócesis y la superintendencia de las obras del Colegio Seminario y en tales trabajos se mantuvo hasta la culminación del edificio. El 77 pronunció una Oración Fúnebre en las exequias del Arzobispo Ignacio Checa y Barba, compitiendo en grandilocuencia con las primeras figuras de la oratoria sacra nacional. Se habló mucho del crimen arzobispal, se conoció quien era el causante, pero no se sacó nada porque se echó tierra y el asunto solo sirvió para que los oradores sagrados lucieran sus dotes en los púlpitos.

Al ascender al solio de Ibarra Pedro Rafael González Calisto, se mantuvo en la secretaría con el favor del nuevo Obispo y recibió el gobierno del Seminario de San Diego, cuyo rectorado ocupó desde entonces.

El 27 de abril de 1881 renunció a la secretaria de la Diócesis por su mala salud y el 83 al Seminario. Se hallaba ocupado en otras funciones y los padres Lazaristas habían sido designados para dirigir dicho centro, pero a última hora decidieron no hacerlo. Entonces dio vida con el industrial Fernando Pérez Pareja a un Colegio de Artes y Oficios que fue de mucha significación para el mejoramiento de la naciente clase obrera ibarreña. En 1884 fue electo Diputado por Imbabura, concurrió al Congreso formando el bloque gobiernista del Presidente Placido Caamaño.

En dicho Congreso algunos Diputados se afanaban por sentar como base constitucional “la tradición y los principios políticos del Ecuador”, pero Acosta manifestó: siendo las tradiciones particulares e inconstantes en nuestro país, muy lejos estaban de ser ofrecidas como fuente pura de justicia universal, agregando que las ciencias tienen sus principios necesarios e inmutables y la justicia legal tiene también el suyo, supremo e indefectible. En cambio los principios políticos, varios y mudables, carecen de norma determinada y segura, siendo sugestiones lamentables de nuestras pasiones en desorden. Por eso, para que la constitución asegure la forma republicana de gobierno, se requiere que los ecuatorianos la tengan como ideal de la razón y del corazón, no como simple reflejo de la tradición y los principios políticos. Aclarado así el tema, quedó entre los Diputados la certeza que Acosta era un hombre de principios éticos y de ideas sólidas, como pocos en el país.

Con el apoyo oficial de Caamaño logró la creación del Colegio Nacional de Ibarra que llamó de San Alfonso María de Ligorio. El Consejo de Instrucción Pública le designó primer Rector, comenzó sus obras y logró inaugurarlo con suficientes alumnos. De la testamentaría de su amigo personal el Coronel Teodoro Gómez de la Torre le entregaron diez mil pesos de a ocho reales para cubrir en parte su financiamiento y como los fondos fueron bien administrados, alcanzaron hasta para enseñar materias tan nuevas como útiles, tales como la telefonía y la telegrafía que acababan de instalarse en el país y logró adquirir los aparatos en los Estados Unidos. De Francia vino el Laboratorio de Química y el Gabinete de Física. También compró una imprenta y el Colegio pasó a ser uno de los pioneros en la educación, modelo de su género en el país.

Acosta amaba intensamente el estudio, “todo ansiaba saberlo, todo meditaba. Para él no había límite en el pensamiento ni prohibición de lecturas pues se había apercibido de la respectiva licencia otorgada por el Nuncio en Quito y como su pensamiento era moderno y hasta tenía ribetes de liberal, pronto llegó a ser un santo y un sabio, según el decir popular, siendo su frenético deseo servir y hacer el bien a sus semejantes. Por eso y por sus múltiples merecimientos, la sociedad ibarreña le rodeó de cariño y admiración, ya que se le reputaba un renovador en la reconstruida ciudad

En 1885 había pronunciado la Oración Fúnebre a la memoria del Coronel Gómez de la Torre, impresa en 18 págs, desde entonces el Colegio Alfonso María de Ligorio lleva su nombre. El 92 habló en la Fiesta votiva de la virgen de la Rosario celebrada en la Catedral de Ibarra editando el discurso en 13 págs.

El 30 de marzo de 1890 cumplió sus Bodas de Plata sacerdotales con una Solemne Velada Literaria. El 91 sacó “Catecismo Escolar” en 6 págs, para uso de sus alumnos, pues mantenía varias cátedras.

El 92 volvió al Congreso Nacional como Diputado por Imbabura pero ya empezaba a experimentar los primeros síntomas de un cáncer al estómago que le produciría tremendos dolores. Ese año dio a la luz su discurso pronunciado en “La Profesión Solemne de la hermana María Hermelinda Dávila del Santísimo Corazón de Jesús el 18 de abril en el Carmen de Ibarra” en 18 págs.

No dormía ni podía descansar y se pasaba las noches hablando en alta voz, estaba delgadísimo, se hizo trasladar a la hacienda “Chorlavi” a ver si experimentaba alguna mejoría. El 29 de diciembre firmó su testamento y ordenó que le volvieran a su casa de Ibarra, donde recibió el viático en la mañana del 2 de febrero de 1893 de manos del Obispo González Calisto y murió a la una de la tarde.

En junio siguiente su amigo Abelardo Moncayo le dedicó un hermoso ensayo relevando sus múltiples merecimientos. Fue un sujeto prominente en Ibarra, especie de conductor cívico. El Cabildo le rindió honores y en 1906 al cumplirse trece años de su deceso, el Arzobispo de Quito Federico González Suárez, accediendo a una petición unánime de la población, dispuso la exhumación de sus restos y el traslado a la Capilla del Convento de las Carmelitas, reedificado por Acosta años atrás a base de grandes esfuerzos. Los discursos pronunciados con tal motivo fueron recogidos en un volumen y dados a la prensa. Dejó un álbum de su puño y letra reservado a sus amigos y parientes con datos biográficos.