527. A La Basura Todo

Un amigo mío acaba de venir asustadísimo del Perú diciendo que las mujeres se han rebelado en ese país contra sus maridos y lo que es peor, han tomado posiciones de combate que antes ni se las hubiera imaginado. Me contaba que un destacado escritor de Trujillo salió de su casa peleando con su media naranja y al regresar encontró que ella le había botado todos sus papeles, libros y apuntes a la basura, dejándolo prácticamente desnudo después de muchísimos años de paciente trabajo. Casi le da un infarto, al final se avinieron por la intervención de algunos parientes y ahora el pobre está dedicado a las estampillas.

Otro conocido que vive en Quito también se disgustó con su señora y ella le rompió sus huacos (tiestos arqueológicos) que él había venido coleccionando con mucha paciencia y hasta con privaciones. El asunto pasó a mayores y terminaron, como es de suponer, divorciados. Y no es para menos, cualquiera escapa de una tan fiera mujer.

Y ahora que estamos en cuentos de libros y peleas conyugales les referiré el caso sucedido en Guayaquil hace más de ochenta años, entre un escritor que todos conocemos de las iniciales R. L.C. y su esposa cubana. Resultó que se separaron y él se fue a vivir a una pensión dejando sus pertenencias en la villa y como ella era extranjera, puso un aviso en el periódico anunciando la venta de los libros para hacer dinero y volverse a su país; mi amigo lo vio y puso otro, indicando que los libros eran de su propiedad, para que nadie los fuera a comprar porque se compraría un pleito y al día siguiente se encontró con que su doña le había sacado un remitido que más o menos decía así: A Fulanito de tal. Le aviso que no intereso sus libros viejos y apestosos y ruego que venga con una carretilla a recogerlos, caso contrario, los quemaré, f) Nombre completo de soltera.

Otro conocido tiró a la basura un enorme archivo de gran importancia para el país, sólo porque había descubierto que estaba apolillándose y pensó que si seguía manteniéndolo en su poder iba a perder alguno que otro mueble fino de su casa. El pobre no sabía que los papeles mientras más viejos son más valiosos, ocurriéndoles lo mismo que a los quesos y a los vinos, que cobran importancia con el tiempo.

En Guayaquil, por otra parte, es una fea y vieja costumbre el quemar las cosas que fueron propiedad del difunto y así se han perdido objetos valiosísimos. El albacea de doña Baltazara Calderón de Rocafuerte, que murió en su casa del Malecón con un cáncer muy largo y doloroso al seno, ordenó que un baúl de documentos del gran hombre fuera arrojado al río, cerrado y todo, porque pensaba que podía contagiarse si conservaba tan importantes reliquias. Felizmente el empleado doméstico se quedó con una parte y loa vendió y hace poco apareció en Chile.

Una de las colecciones iconográficas más raras de Guayaquil se la regalaron a una señora que vivía en el exterior, propiamente en Caracas, porque los hijos del difunto no tenían sitio donde ponerla en sus casas y eso que eran más de siete ¿Dónde estarán tan hermosos y decorativos óleos?

Otra señora entregó dos cuadros antiguos de factura europea a una parienta que vivía en Latacunga, simplemente porque se los pidió. Dichos óleos son inapreciable tesoro iconográfico y dudo mucho que los volvamos a ver en Guayaquil. Felizmente la nueva propietaria en un arranque de patriotismo los donó al Banco Central de Esmeraldas y pude obtener copias a colores de ellos.

Y así podríamos seguir contando anécdotas de objetos valiosos a los que no se les da la importancia que tienen, simplemente porque no, como si los pobres papeles, libros o cuadros tuvieran la culpa de existir en nuestra época, tan iconoclasta como absurda, donde todo está cambiado y más vale meter un gol que escribir un libro.

Y cabe recordar la angustia de algunos escritores cuando cercanos a su muerte se dan cuenta que se llevarán un cúmulo de conocimientos que debieron transmitirlos a tiempo. Un amigo de Cristóbal de Gangotena me refería que lo fue a visitar y le encontró muy enfermo e intranquilo. Me llevo, queridoamigo, cosas que nadie más que yo las conoce y que debí escribirlas para que perduren en bien de la Patria. Murió a los pocos días.

Otros murieron con la pena de no ver publicadas sus obras, de imaginar que podrían perderse para siempre, tiradas por allí, en cualquier recodo del camino, como se tiran las cosas que no tienen valor. Por ello es bueno sacrificarse a tiempo, dejar de viajar o de ahorrar para el mañana, prefiriendo invertir en las propias ediciones, aunque no serán negocios redondos, darán otra clase de alegrías, las del espíritu, las más duraderas y valiosas.