El guayaquileño de antaño sabía obtener provecho del estudio de la flora de estas regiones y hasta industrializando algunos de sus frutos. La pepa de aguacate servía para marcar la ropa porque arrojaba una tinta negra indeleble muy difícil de borrar. Nuestras abuelas solían conservarlas en el costurero y con gran paciencia, utilizando alfiler, punteaban letras o signos en la ropa y sobre la pepa, obteniendo hermosos distintivos. El fruto del corozo y de la tagua era la materia prima para la fabricación de botones y hasta de juguetes que se exportaban al Perú.
Del hule o planta de caucho sacaban el jebe o goma elástica y preparaban moldes y recipientes. La Palma real produce el palmito cuyo fruto se usa en las festividades de Semana Santa como condimento en la fanesca y las hojas trenzadas en variadas formas se exhiben el Domingo de Ramos durante la bendición en las iglesias; luego, son llevadas a las casas, colocadas en un lugar principal como talismanes contra los rayos y las tempestades. La paja toquilla para el tejido de sombreros y carteras, y la paja mocora, para hamacas, de las que existían varias en cada casa.
Del papayo se creía que sahumando las hojas con lacre y azúcar curaba la pleuresía. El tamarindo se tomaba en infusión y como purgante de exelente efecto. El barbasco, en cambio, es veneno violento; se usa eh labores de pesquería causando notables perjuicios a la salud ciudadana. El mate vale en el campo para encerrar cocuyos o candelillas que alumbran de noche y en la ciudad para guardar líquidos o durante el baño para echarse agua. De las pepas se hacía un cocimiento excelente para la cura del asma. Las semillas de jaboncillo y porotillo se aprovechan como “tantos” por los jugadores de naipes. La cascara del jaboncillo produce espuma que blanquea la platería.
Como colorante tenían el achiote para la comida y la pitahaya y orchilla para telas en general, siendo esta última de mucho prestigio en México, a donde se la exportaba desde Santa Elena y en grandes cantidades hasta que en Alemania se inventaron las anilinas químicas a finales del siglo XIX. La yerba salvaje es mano de Dios para fabricar colchones y almohadas de bajo precio y con la de ceibo se hacen los finos. El moyuyo, que forma gajos de granos blancos, es de ley en el tocador de toda persona distinguida y elegante porque su jugo peina el cabello más rebelde a la perfección.
La cañafístula es purgante; la cañuela brinda al montubio las necesarias tiras para colgar ropa en los patios; la caña para fabricar remos y recoger agua. La hoja de tagua llamada cadi, así como el bijao, bien enlazadas, forman una cubierta impermeable de larga duración y no hay casa pobre que no la tenga. La habilla de ojo de venado desinflama almorranas y las planas y ovaladas son contrapeso del huso en los talleres de tejidos. El cardón y el culley proporciona enrejados para trampas. El gramalote y el algarrobo se usan como alimento del ganado; con el bejuco grueso fabrican mecedoras que imitan a las que se importan de Viena, con el delgado, hacen fuetes para avivar el paso de las bestias. Con ese tipo de bejuco se fabricaba el látigo “plazarte”, así bautizado por haber sido inventado por uno de los señores Platzaert que vivieron en Baba durante el siglo XVIII. El legítimo tiene siete trenzas y termina en nudos o puntas que aumentan la efectividad del golpe. A estos latiguillos les llamaron luego y hasta la presente fecha con el nombre de “García Morenos” pues a los muchachos desobedientes y malcriados “les quitan lo malo y les ponen lo bueno”. La Achocha seca es insustituible estropajo de la cocina guayaquileña y la tusa seca de choclo se usaba para masajear la espalda y avivar la circulación. Los más pobres se servían de ellas como si fueran paños para la limpieza higiénica.