504. Merceditas Morla y Sus Golpes De Bolsillo

Nació en Guayaquil en 1.894, su padre Darío A. Morla Mendoza le llamaba Mercedes Segunda por ser la segunda de las tres hijas que tuvo en su matrimonio con Mercedes Flor Saona. Don Darío era un hombre de grandes empresas y como todos los de su familia era un trabajador insigne. Agricultor e industrial, filántropo y millonario, condueño con su hermano Horacio del Ingenio “Luz María” que tenía ferrocarril propio en Chobo en la zona de Milagro y una formidable producción de cuarenta mil quintales, aparte de un lote de doce haciendas productoras de cacao.

Mercedes y sus hermanas tuvieron una niñez plena de dicha y felicidad. En la hacienda había diversos animalitos. Para formar el carácter de sus hijas don Darío  les inculcó “modestia en su trato público y privado, contracción diaria a alguna ocupación útil, que no gastaran mucho en afeites, chocantes con quienes tienen los dones de la virtud, superiores a esas hermosuras ficticias.”

En 1.909 viajó con su familia a París, vivieron en un lujoso edificio de los Campos Elíseos y adquirieron una mansión vacacional frente al mar en Biarritz, por entonces el balneario más importante de Francia.

Mercedes era una criolla de tez canela y llenita, sin ser obesa ni cosa por el estilo. No  podía haber sido calificada de hermosa pero el conjunto era aceptable. Vestía con elegancia y poseía una natural y sencilla dignidad. Era buena con todos, especialmente con los necesitados, los desvalidos, los animalitos del señor, a quienes alimentaba en las calles y en los parques. Siempre que llegaba un pobre a su casa solía decir: “El señor viene a verme.”

Durante una temporada de verano las visitó María Piedad Castillo y pasaron momentos muy amables. Fruto de ellos es una esquela que dedicó a Mercedes // Tu negra cabellera es una nube / tempestuosa en el cielo de tu frente; / tus pupilas oscuras y serenas, / tienen la alba inocencia de un querube / y el misterio sombrío de una fuente, / formada con el llanto de mis penas. // 

En la plenitud de los veinte y tres años el amor tocó a su puerta y tuvo un enamoramiento casto con Gonzalo Zaldumbide Gómez de la Torre.

La década de los 30 sirvió para que profundizara su vida espiritual. Entró a la Asociación de hijos de María de los padres Claretianos, visitaba templos, asilos, hospitales,  el Orfelinato de Anteneil. Iba los jueves a la cárcel para ayudar a los presos y también a la Maison de Santé que era un hospital de caridad famoso en Paris. En el Asilo de Ciegos éstos la reconocían por el sonido de sus pasos y hasta le hacían calle de honor pues la querían mucho.

Tras pasar las penurias de la II Guerra Mundial en Francia, a fines del 52 se embarcó en Amberes con destino a Guayaquil. Su madre acababa de fallecer. El Arzobispo Mosquera  le había dicho que por acá se la necesitaba con urgencia y ella no pudo rehuir tal reclamo. Venía de cincuenta y siete años, joven aún y en la plenitud de sus facultades, dispuesta al servicio comunitario con la Orden de los Claretianos.

Pronto arribaron los padres Ángel María Canals y Fructuoso Pérez. El primero se haría famoso  en La Chala y por haber fundado la parroquia y el Barrio del Cristo del Consuelo, la iglesia del mismo nombre, e instaurado la tradicional procesión de Semana Santa. Mercedes les había prometido durante su estadía en Roma cubrir los gastos de alimentación y otros gastos menores por cinco años y mantuvo su promesa hasta mucho después.

Con ellos visitó incansablemente el suburbio; primero en canoa, luego por los puentes y tarabitas con peligro de resbalar y accidentarse pues ya no era joven, pero su fe era cada vez más grande. A los pobres llevaba alimentos, voces de aliento y de esperanza. También iba a la Cárcel y al Leprocomio. Numerosos sacerdotes y monjas la visitaban por ayudas. En eso de pedir, algunos fueron insaciables y no tuvieron ni vergüenza ni caridad con ella, porque se ensañaron inmisericordemente, a veces hasta exigiendole que todo lo diera, simplemente porque si, pues ella callaba y sonreía, así era de simple y generosa.

En 1.976 la traté en el nuevo local de la Alianza Francesa que habíamos adquirido en la esquina de la calle Hurtado. Era puntualísima en todos los actos. La primera en llegar siempre. I cuando le pregunté por sus bellísimas joyas art nouveau que lucía, me explicó que habían sido obsequiadas por su padre, que se las ponía en su recuerdo y memoria y como vió que me interesaban pues la orfebrería era más valiosa que la pedrería, me prometió que las iría cambiando en cada ocasión para que yo se las conosca todas y en efecto así lo hizo.

I las fue vendiendo, como el resto de sus pertenencias para dar el dinero a quienes se acercaban a su departamento con reiteradas súplicas, sacerdotes y monjas casi siempre. En esto de pedirle, muchos abusaron, por que no tuvieron caridad con ella.

La noche del 26 de junio de 1.984 tras cenar frugalmente como era costumbre, entró a su cuarto, pero al poco tiempo gritó pidiendo auxilio a su doméstica Genoveva, dama anciana como ella, porque se sentía mal. Aún tuvo fuerzas para llamar a un médico y a su prima Teresita Platón de Morla, a quien advirtió que no se demorara mucho; luego se sentó en una silla con la ayuda  de Genoveva, demostró algo de dolor pero le advirtió “No es nada,  nada, ya pasará” y  dando  un gemido falleció sin agonía. No tenía ni los diez sucres que le hubiera costado un taxi al hospital, a tanto había llegado su generosidad pues lo había dado todo a la Iglesia y a los pobres, sin esperar nada a cambio. 

El entierro fue al día siguiente en la Capilla de la Sociedad de Beneficencia de Señoras y lo pagó su prima.

Fue una mujer moderna, sin inútiles complicaciones de rituales ni beaterías insulsas. No era de golpes de pecho sino de golpes de bolsillo, que son los más urgentes y necesarios, sobre todo en ciudades como Guayaquil, donde todo estaba por hacerse en esos años y que crecía a costa del sacrificio y la miseria en los suburbios.