503. Mis Dulces y Los Restos De Sor Catalina

(UNA CONFUSION DESCABELLADA)

Corría el año de 1.976 y estando de Concejal comisionado de Cultura se me ocurrió traer a Guayaquil los restos de nuestra paisana y escritora Sor Catalina de Jesús Herrera Campuzano (1.717 – 1.795)  quien viajó a Quito en 1.740, tomó los hábitos y falleció de 78 años en el convento de Santa Catalina de Siena, autora de una obra rarísima titulada  SECRETOS ENTRE EL ALMA Y DIOS, publicada en 1.895 en la Antología de Prosistas, con nueva edición de 1.954, Editorial Santo Domingo y prólogo de fray Alfonso Antonino Jerves Machuca, O.P. quien pasaba por sabio pues de continuo mantenía el rostro avinagrado, hablaba poco y solamente con su primo el Dr. Rafael María Arízaga Machuca, candidato presidencial conservador en 1.915, cuando los domingos de mañana  le visitaba en el claustro, con quien se decía que  conversaba de todo, desde los simples temas del momento pasando por algún chismecillo comarcano del Azuay, hasta de asuntos de la más elevada, difícil, compleja  y abstrusa  teología dogmática.

Pues bien, para obtener el permiso del traslado de los restos abordé al provincial dominicano padre Freile que en principio se negó, luego visité al cardenal Pablo Muñoz Vega quien me quedó mirando largo rato y no me contestó ni si ni no, así era él de misterioso según supe después; sinembargo a los cuatro meses me mandó a decir que vaya a recogerlos, que ya estaba dada la orden. 

I nos fuimos a las once de la mañana del 29 de septiembre con el Arzobispo Echeverría que siempre fue un trabajador incansable y con varias damas del Comité Pro Ciudavieja de Guayaquil (sitio donde nació Sor Catalina) en un avión cedido por la Fuerza Aérea. Lo que ignorábamos es que ese tipo de máquina diabólica no tiene asientos pues solo sirve para conducir paracaidistas que se arrojan de cabeza al vacío lo cual no estaba entre nuestros planes, y por eso tuvimos que ir parados y sostenidos únicamente por unas correas, pero cada vez que se producía un vacío y hubo muchos, éstas se alargaban hasta el suelo obligándonos a caer de rodillas con el consabido susto de las señoras que iban aterradas, pero ya estaban dentro y no podían desembarcar.

Al fin llegamos como pudimos al convento y nos recibieron las monjitas detrás de una reja de madera con reminiscencias árabes, de suerte que la conversa resultó muy agradable, larga y tendida, pero sin vernos los rostros, al final cantaron, tocaron guitarras y hasta nos brindaron unas deliciosas galletas de naranja preparadas por ellas. El Arzobispo recibió un artístico cofre con los restos y a eso de las cinco de la tarde regresamos al campo de aviación.

Me olvidaba contar que  como al siguiente día mi esposa celebraba su santo en Guayaquil, me había encargado que pase recogiendo unos dulces pequeñitos “finísimos y delicadísimos” que preparaba magistralmente  Marcela Ilanes Abbot de Fuenzalida en su célebre dulcería chilena famosa en toda la República, de manera que me di una escapadita y  ¡Oh sorpresa¡ me los entregaron artísticamente decorados dentro de un gran  cartón envuelto en papel de regalo con  enorme pompón rosado ¡Todo a la perfección¡

La vuelta a casa fue sin contratiempos en un avión de pasajeros y aterrizamos a las seis y piquillo cuando ya se hacía oscuro. El Arzobispo fue el primero en bajar portando el cofre, seguido de las señoras. La banda de música del Municipio arrancó con las notas del Himno Nacional. Numerosas autoridades civiles, militares, religiosas y miembros de la prensa, radio y TV estaban presentes.  Nuestra célebre paisana era noticia,  volvía a su tierra natal a los 236 años de haberse ausentado sin retorno posible ¡No faltaba más¡

En esos instantes aproveché para bajar subrepticiamente con mi gran cartón y al acercarme a la sala de ingreso del aeropuerto, situada como a 300 metros de la pista donde se desarrollaba la ceremonia, observé que casi un centenar de señora  se estrujaban  porfiando para que les abrieran las puertas de vidrio que estaban cerradas y me saludaban desde el interior con grandes ademanes. Pronto reconocí a algunas amigas de mi mamá, de las que jugaban rumy canasta, otras eran de la Acción Católica y no faltaban las llamadas Damas Apostólicas, de manera que por educación les contesté, sin imaginar lo que me esperaba.

En eso un almita buena les abrió y todas salieron en veloz carrera con gritos y demostraciones de júbilo. La que iba primero llevaba un hermoso crucifijo de plata de apreciables dimensiones y gran valor que agitaba en alto – después me enteré que había pertenecido a su tatarabuela – y al llegar donde yo estaba, sin pensarlo dos veces ni pedirme permiso le asestó  tremendo garrotazo a mi cartón, hundiéndolo en el centro y destruyendo su dulce contenido. Con el mismo crucifijo empezó a repartir golpes en las frentes de las más cercanas que solo atinaban a decir: Ayayay, ayayay y se tapaban con las manos. Las demás  comenzaron a agarrarse del cartón y se persignaban en tremenda confusión mientras yo forcejeada con ellas, alguna pícara aprovechó el momento para hacerse del pompón como reliquia y no faltaron las nerviosas que  se arrodillaban casi llorando y a punto de desmayarse, como hacen las quinceañeras de ahora cuando reciben a sus ídolos de juventud.

Yo solo gritaba, no, no, no, pero las señoras me respondían, si, si, si y hubo una que hasta me gritó ¡Si Carajo¡ mientras seguían estropeando el cartón, hasta que reaccionando les grité: ¡Los restos están allá con el Arzobispo¡ Las más avispadas salieron en veloz carrera y pronto fueron imitadas dejándome finalmente solo, de suerte que como pude entregué el cartón al empleado que me estaba esperando y me uní a la comitiva que al fin emprendió la marcha hacia la Catedral, donde estaba un carro alegórico y de allí al templo de Santo Domingo donde se depositó el cofre a las nueve de la noche. Hoy se guarda en el convento de las madres dominicanas fundado hace pocos años en Durán.

Me reservo el derecho a contar en detalles la tremenda impresión que sufrió mi media naranja cuando descubrió que sus delicados dulces le llegaron aplastados. No dudo tampoco que algunas damas al siguiente día amanecieron con tremendo chichón en la frente y un persistente dolorcito en la cabeza,  soportado con total resignación pues así lo dispone la devoción cuando es verdadera.

Hernán Rodríguez Castelo  al dedicar uno de sus magistrales ensayos a la prosa de Sor Catalina en su  Literatura en la Audiencia de Quito – siglo XVIII – ha dicho de los “Secretos entre el alma y Dios,” que es una relación de privilegiada inmediatez entre  la materia hagiográfica  y su periplo interior, pues los sucesos no interesan ya que todo se ofrece como procesado por un yo en relación con Dios, siendo por ello una obra mística, UNICA en los anales de la prosa quiteña hispánica y hasta de la americana. 

Existe un pequeño óleo con el rostro de Sor Catalina situado a mano izquierda de la entrada de nuestro templo dominicano. No se conoce otros retratos de guayaquileñas del siglo XVIII, excepto los de Gregoria Plaza Morán de Pimentel salvado del Incendio Grande de 1.896 porque estaba en la hacienda Santa Mariana de Vinces en poder de su nieto Jacinto Pimentel Molestina y  el de Josefa Bejarano Lavayen de Rocafuerte, mucho más joven pues sobrevivió hasta el siglo XIX, salvado de ese Incendio porque estaba en Paris en casa de su nieta Mercedes Santistevan Rocafuerte  esposa de su pariente lejano el gran pianista Manuel Zaporta y Martí.