Fui parte de una generación romanticona y cursi que soñaba con los domingos en el cine Presidente para ver dos películas tomados de la mano con alguna estudiante amiga, a quien nunca nos declarábamos formalmente porque nos daba vergüenza, Sin embargo, de esa generación han salido buenos ciudadanos, excelentes padres de familia y esposos cariñosos.
Pero entonces, cuando vivíamos inmersos en honorable pobreza, con las cabezas llenas de sueños dorados y de ideas raras sobre la vida, cada uno se sentía un novelista en ciernes y el héroe de la película, y era de ver cómo intercambiábamos apuntes en el Vicente Rocafuerte, para saber quien estaba escribiendo la mejor.
Unos tenían más facilidad que otros, pero todos lo intentamos en algún momento. Mi novela versaba sobre mi vida estudiantil, era algo así como una autobiografía o lo que es mejor, una novela de confidencias e interioridades psicológicas. Pedro Jorge Vera, en “Los Animales puros”, ha descrito estas etapas estudiantiles con mano maestra y tanto, que cada nuevo grupo generacional se siente retratado allí.
El personaje de mi novela era un joven político que luchaba en las calles contra la policía, mientras alternaba sus horas con estudios, enamoramientos y otras naderías. Al final el héroe debía vencer o morir, pero no llegué a completar la trama y por allí deben andar mis ciento y pico de páginas escritas a máquina, a doble espacio y en papel bond, que le robaba a mi papá de su escritorio, para que no descubriera mis inclinaciones literarias que a lo mejor hasta le hubieran agradado. Y el otro día ¡Oh milagro de mis pesquisas bibliográficas! cayó por mis manos otra novela de estudiantes que presentada a un concurso universitario de los años 1920, hasta obtuvo Mención de Honor y el éxito en su publicación. La novelita titula “SERIA” y cuenta la siguiente historia:
Un joven noble, hermoso, inteligente, audaz y estudiante de medicina (el autor se pintaba a las mil maravillas) oyó decir que un grupo de gitanos habían acampado en la Atarazana, entonces lugar semi desierto, ubicado atrás del cerro y hasta allá se fue a verlos. Llegó a eso de las cinco de la tarde con sus libros bajo el brazo y lo primero que notó fue la presencia de varios carromatos lujosamente adornados, con gitanos y gitanas, que tienen fama de ser muy bellas, pero en la realidad no lo son tanto; entonces comenzó a caminar despreocupadamente entre ellos, cuando de una carromato salió una bellísima doncella, que con voz dulzona le insistió que entrara para verle la mano y decirle la buena ventura, cosas que le importaban un bledo al bueno de nuestro héroe (en esta parte la novela se torna un poco atrevida)
Una vez adentro y cómodamente sentados sobre alfombras y almohadones, la gitana confesó su amor a primera vista y le pidió que se quede con ella a pasar la noche (aquí los picaros lectores se relamen de gusto pensando lo peor) pero no, no señores, que esta novela fue escrita con mucho recato y su autor, sin describir los excesos de esa noche y pasando por alto algunas escenas crudas que debieron haber ocurrido, se contentó con indicar que a eso de las doce, la gitana le dio a beber de un mate contenido leche dormida de cabra, que él ingirió más por sed que porque le gustaba el potinge y entonces quedó profundamente dormido, como la leche que acababa de ingerir.
A la mañana se despertó solo y en medio de la sabana, tomó sus libritos y se alejó aturdido, preguntando a una viejecita del lugar sobre los gitanos y ella, poniendo la más inocente de sus caras, entre sorprendida y amoscada, le contestó ¿Acaso Ud. no sabía que no eran gitanos, sino la hija de la reina de Inglaterra y parte de su corte que está recorriendo América de incógnitos? ¿Sería? Y aquí terminó la novela que premiada y todo deja mucho que desear y va otro caso.
Nicolás Augusto González refirió en cierta ocasión que estando en Lima y con su familia en 1890, enfermaron gravemente de viruelas sus hijas Haydée y América y temeroso de que siguiera el contagio dejó a su esposa cuidando a las enfermas y se fue con sus otras tres hijas a un hotelito de la calle de Petateros, de propiedad de Rosario Henríques, donde permanecieron un mes. Mientras tanto murió la pequeña América, salvándose su hermana y en el hotelito cayó con viruelas Eva, que aunque cuidada por su padre, también falleció.
Lleno de dolor y después de enterrarla el poeta se encontró con que debía cien pesos a la casera y como solo tenía cuarenta, dejó un baulito con ropa y con los originales de sus tomos III y IV de “El Asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho”, que permanecieron casi cinco años prendados hasta que manos amigas le facilitaron el dinero para rescatarlos y entregar a la prensa ¿Se quiere mayor muestra de pobreza?