470. El Ajedrez De Mis Años Mozos

El antiguo Círculo de Ajedrez Guayaquil por 1955 funcionaba en la esquina de Rumichaca y 9 de octubre, altos de una antigua casa de madera y compartía el local con la Asociación de Despachadores de Aduana. Ya era una institución añeja y contaba con numerosos socios que lo frecuentaban por las noches, con la esperanza de dar y recibir unos cuantos jaques mates y pasar momentos de sana distracción entre amigos.

Antonio Seminario Marticorena era infaltablemente el primero en llegar a eso de las ocho en punto, con su terno blanco, corbata negra y bastón de estoque. Debía estar por más de los noventa años, porque su andar era lento y subir las escaleras le costaba mucho, pero no menor era su amor por el juego ciencia y como no había TV, entre aburrirse en casa leyendo prefería concurrir al club, que le quedaba cerquita, a menos de dos cuadras de distancia pues alquilaba un departamento en uno de los edificios Vignolo, el de la calle Riobamba.

Tenía don Antonio la magnífica costumbre de desafiar a los muchachones y luego de cada partida sacaba del bolsillo de su americana una hermosa cajita de metal, ofreciéndonos con mucha elegancia y cortesía. ¿Un caramelitou? y para qué decir que eran riquísimos, comprados en el Salón Rosado de Czarninsky, único importador de la famosa marca Perugina de Italia; y era de ver las colas que formábamos para jugar con don Antonio y aprovecharle sus caramelitos; pero no se crea que era tan fácil ganarle, porque aunque le lagrimeaban los ojos y usaba su pañuelo para secarlos casi de continuo, había sido de los primeros jugadores de su tiempo en Francia y no perdía el “trainning” como ahora se dice, ofreciendo feroz resistencia a nuestros ataques juveniles y a veces, hasta aprovechaba algún vacío posicional para sacarnos ventaja y ganar el match. Entonces reía maliciosamente y ponía en su acento francés una cierta entonación vanidosa y hasta burlona, cuando nos ofrecía ¿Un caramelitou?

I llegó el día en que dejó de concurrir, alguien preguntó en casa y le contestaron que estaba muy enfermo, muriendo a las pocas semanas. En su entierro estuvimos sus juveniles amigos, vestidos de blanco y con la corbata negra propia de nuestros uniformes vicentinos y no faltaron los curiosos que se preguntaban como era que don Antonio con sus casi cien años a cuesta tenía tantos amigos “teenagers”.

Al Círculo también concurrían gentes de mediana edad. El Ing. Muñoz Vicuña no aceptaba bromas, pero el otro ingeniero Vicente Benites Neita si; en alguna ocasión sus alumnos le obsequiamos un libro de ajedrez con la siguiente dedicatoria: “Al exsimio maestro, sus alumnos” y él, con aquella educación propia de los espíritus superiores, comprendiendo nuestra burlona intención, aceptó el obsequio y hasta lo agradeció. Otros eran más viejos en edad cronológica, estaba el Dr. Bruno Moritz, gerente de la Librería Científica, que había ganado el campeonato nacional en 1947; el Dr. Sierra Jaramillo, siempre tan sencillo y hablando bajito; el Ing. Santiago U. Morales con su pelo recortado a lo militar y una eterna sonrisa; Panchito Aguirre Vélez alto, gordo y colorado, el flaco Pug Dillon que hablaba poco y jugaba bien y mucho y esto sólo para hablar de los mejores jugadores, los de primera categoría.

En la segunda campeaba don Federico Janowitzer, gerente de la salchichería suiza y que a veces se hacía acompañar de su esposa porque después se iban al cine que comenzaba a las 9 y 1/2; el maestro Saltos, el pelado Rumbea y otros más con los cuales teníamos ciertas confianzas porque eran de nuestro lote y nos dábamos por igual.

Había dos extranjeros buena gente que no participaban en campeonatos, pero iban de continuo y jugaban muy bien: Paul Klein siempre tan nítido, amable y cortesano y Rodolfo Bittner de carácter expresivo, alegre y hasta juguetón. Yo nunca fui de primera, pero campeoné juvenil, estuve entre los tres primeros de Segunda y me retiré por otras diligencias más premiosas, pero formé parte de un grupo de vicentinos que realizamos el segundo campeonato intercolegial en 1956 derrotando al San José que había ganado el primero en 1950 con Dionisio Cornejo Coronel y Otto Schwart.

Entre los nuestros que recuerdo estaba Miguelito Regatto Cordero, a quién le decíamos “Jardín Zoológico” porque por sus apellidos era dos veces gato y una vez cordero; el flaco Augusto Coello que después se estableció en el Canadá y no ha regresado; Guillermo Moran que llegó a  presidente de la Corte aquí en Guayaquil y mayorcitos a nosotros Alberto Ottati cariñosamente designado “el peludo”; el fiera Guerrero porque cuando se reía lo hacía como una verdadera fiera, según palabras del profesor de Literatura ecuatoriana Lic. Víctor Hugo Rodríguez; los dos hermanos Velarde, el boludo y el pelado porque anunciaba una calvicie prematura y así por el estilo, todos teníamos nuestros sobrenombres.

Recuerdo que una noche se realizó un campeonato relámpago en la modalidad ping pong porque no se podía pensar y quedó primero “elfiera”. Eran las 11 de la noche y ya nos íbamos cuando don Rodolfo Bittner sacó un billete de cien sucres – suma enorme para entonces –  y obsequió al campeón para que celebre con sus amigos, así es que nos fuimos a las carretillas del malecón a tomar colas con aplanchados de mortadela que eran famosos por exquisitos y al llegar la hora de pago la cuenta ascendió a ciento ocho sucres, que pagó “el fiera” sin chistar porque era el convidante. Esta fue la única ocasión que recuerdo que me hayan pagado algo los grandecitos, que tenían por costumbre abusar de nosotros, de la siguiente manera: “Nos invitaban a tomar colas a un salón del boulevard y cuando era de pagar se iban retirando con diferentes pretextos, uno al teléfono, otro al servicio higiénico, otro a hablar con un amigo de la esquina y así nos dejaban solos, para que pagáramos la cuenta, que nunca era mucho por supuesto, pero la gracia estaba en la burla y en las risotadas que se pegaban en la esquina del frente, cuando veían nuestros apuros por reunir entre todos el dinero de la cuenta general.