Éramos 1.500 studiantes en el Colegio Nacional Vicente Rocafuerte, orgullosos de llamarnos vicentinos por disciplinados, deportistas, respetuosos, pertenecer al más antiguo plantel de la República aunque a veces nos salía ser juguetones. Relataré varios asuntos que merecen pasar a las páginas de la historia chica del plantel.
EPIDEMIA DE DESMAYOS. Cuando arribó el mes de Julio de 1.953 y con él la Semana del Estudiante, los grandotes del sexto Curso visitaban las aulas para presentar sus candidatas a reina del Colegio. La de Filosófico – Sociales era un monumento de belleza que destacaba con sus 18 años y 140 libras muy bien repartidas (90, 60, 90) frente a las otras de los años inferiores que no trascendían por delgaditas y manclencas, claro, si solo andaban por los 13 y 14 años y las 110 libras de peso; Son dignas de representar a LEA declaró un mozo avispado. I llegado el día esperado de la presentación oficial en el gran Salón de Honor, reunido el alumnado pues a la mañana siguiente se realizaría la elección por voto universal, abriose el acto a los acordes de la banda de música con una marcha que dio paso a las autoridades y desfilaron las candidatas y sus secretarios. Cada uno leyó su Loa y cuando la banda volvió a tocar anunciando el final del acto, la candidata (90-60-90) salió aplaudidísima y llevada por uno de los pasillos laterales cuando no había llegado ni a la mitad un muchachón se paró de improviso y alzando los brazos gritó. Ayayay me desmayo porque no puedo ver tanta belleza y se lanzó brscamente con todo el peso de su cuerpo que cayó sobre la espalda de la sorprendida candidata y ambos fueron a dar abrazados al suelo. Ella debajo por supuesto. Lo que no imaginó el irrespetuoso es que otros más lo imitarían al grito de “Ayayay yo también me desmayo” y así por el estilo fueron muchos los que se lanzaron encima de los dos cuerpos caídos formando un rimero humano, en la parte de abajo aparecían los zapatos de la candidata, pero uno de los Inspectores sacó el cinturón, comenzó a dar correazos y los cuerpos a brincar hacia los lados hasta que finalmente apareció el de la candidata con las ropas estrujadas por los múltiples peñiscos de burro recibidos por muy “carnuda”. El Rector, que había visto los toros de lejos, se acercó corriendo e Inclinado sobre la chica le preguntó: Señorita ¿Qué le sucede? I ella, aún en el suelo, disgustadísima y adolorida, volteando el rostro le gritó rápido: “Silencio h. de p.” pero con todas sus letras – El rector, sin perder los ánimos y volteándose a los curiosos solo alcanzó a decir “Disculpen a la niña es que No sabe lo que dice, y diriengose a los inspectores que ya habían llegado: Denle una coca cola” La algazara entonces se hizo enorme y la pobrecita prácticamente en guando fue retirada del Salón. Hasta aquí lo que me tocó ver, pero me contaron que las demás candidatas salían aterradas y a escape por el otro pasillo y al día siguiente nos enteramos que al llegar los padres de familia a retirarlas hubo uno que quiso pegarle al Rector. Por supuesto que ese año no se realizó la elección, el Colegio tampoco organizó el baile y los del sexto curso andaban averiguando quienes habían sido los desmayados para caerles a trompones en los recreos.
EL ROBO DE LOS PANTALONES. Al año siguiente tuvimos un excelente profesor de Castellano cariñosamente apodado Pechito por cuanto usaba pantalones de dril blanco que casi le llegaban al pecho sostenidos con tirantes. Dicho maestro tenía dos defectos: Cada vez que se le agriaba el carácter anunciaba a gritos que dejaría de año a los ociosos y a los demás suspensos y aplazados, y para el segundo recreo de las diez de la mañana siempre ocupaba el mismo wáter al pié de una ventana y colocaba sus pantalones sobre la media puerta giratoria que era de esas llamadas de va y ven, de manera que todo el que pasaba sabía quien era el que se encontraba allí. Una mañana cierto compañerito nos reunió en la cercanía de los wáteres y cuando el profesor entró a ocuparse y colocó sus pantalones sobre la media puerta, dio un salto felino y gritó: Pechito, me robo tus pantalones y por la ventana se lanzó con ellos hacia el estadio, perdiéndose de vista. Se aclara que entre la ventana y el patio solo existía un metro de altura. Todo fue tan rápido e inesperado que el asustado Pechito solo atinó a gritar No¡ No¡ pero ya no quedaba nadie para escucharle pues habíamos huido asustadísimos y como se regó la voz que estaba preso y sin pantalones, los wateres quedaron desiertos por el resto de la mañana; sin embargo nunca falta un despistado y a eso de la una de la tarde alguien entró a ocuparse y el desesperado Pechito al verle, gritó: Alumno, vaya al rectorado y dígale al Inspector General que llame por teléfono a mi casa y pida a mi señora que venga enseguida trayendo unos pantalones. I así ocurrió. Más, a la mañana siguiente alguien había depositado los pantalones y tirantes sobre el escritorio del rector, debidamente lavados, planchados y hasta bien doblados, pero nadie tenía ni idea del asunto, y el señor rector mucho se ha de haber sonreído cuando le relataron la historia. Bueno, esto fue lo que pensamos los alumnos del profesor Pechito.
LA TUMBA CASA. Tiempo después un compañero repetidor de curso invitó a los compañeritos de clase a una sorpresita que le tenía reservada al profesor que lo había dejado de año. A las 6 y 30 de la mañana del siguiente día, estábamos reunidos detrás de un kiosko en Boyacá y Diez de Agosto frente a la casita de madera, vieja, larga y esquinera habitada por el profesor. Un amigo contrabandista había traído un lote de camaretas tumba casas y una iba a reventar debajo de la ventana donde solía afeitarse, para que del susto por el estruendo perdiera el control de la mano y se provoque “un pequeño rasguño”. Nada más. Esa era toda la sorpresita, por lo menos, así lo creímos nosotros que solo andábamos por los trece años. Después alguien nos dijo que por inocentes lo creímos. Cuando se abrieron las chazas de madera, apareció el profesor en pijamas, colocó un espejito, sacó su brocha de peluquería, se enjabonó y al momento que alzó la mano sosteniendo la navaja, se dio la señal convenida al compañero que justamente estaba debajo de la ventana, quien encendió la mecha y corrió hasta doblar la esquina, que si no lo hace a tiempo se muere a causa de la tremenda onda expansiva provocada por la explosión, que resultó tan potente, que el vetusto inmueble traqueteó horrible, se remeció dos veces hacia los lados y hasta parecía terremoto, pues algunos de los vidrios de las ventanas de los edificios vecinos saltaron y se rompieron con estruendo, la gente se asomaba a las ventanas, al profesor no le vimos más pero apareció en su reemplazo una señora gordita vestida solo en baby doll (la esposa suponemos) que se tomó de las paredes de las chazas con las manos y en gesto patético por desesperado gritó “Misericordia señor” pensando que era el fin del mundo, momento en que nos asustamos, salimos a todo correr hacia atrás y nos perdimos por la calle Chimborazo. Felizmente nadie llegó a herirse y no nos quedaron ganas de asistir a otra sorpresita, pero el profesor al día siguiente que ingresó a la clase, lo hizo muy serio y fijando sus ojos saltones fue mirándo a cada uno, para ver quien se reía y descubrir al culpable. Nos aguantamos como pudimos y nadie fue acusado, pero al finalizar la clase era de vernos en el patio de recreo recordando la bomba, el traqueteo, los vidrios rotos, el Misericordia señoooorrrr (que sin lugar a dudas fue lo mejor de todo) y por supuesto, la prueba de que la famosa Camareta Tumba Casa había sido verdaderamente demoledora y super efectiva.