454. Don Luis Felipe Huaraca Duchicela

A principios de 1933 un conocido pedagogo primario y dirigente sindical llamado Luis Felipe Huaraca Duchicela (colina de Puctus cerca de Yaruquíes 1892 -Guayaquil 1973) contrató los servicios del Dr. José María Egas para que demande el reconocimiento oficial del Estado ecuatoriano de su altísima condición de descendiente del inca Atahualpa y a través suyo de los emperadores del Tahuantinsuyo.

El 8 de abril se presentó ante el Dr. Car los Espinosa Ayala, juez II de la parroquia urbana Ayacucho, con un interrogatorio y lista de testigos. Los periódicos le dieron amplia cobertura, pero no faltaron quienes salieron a refutarle desde varias partes del país. Entonces sacó un folleto en cuarto y 110 páginas con el resumen histórico de su dinastia; pero se complicó el asunto pues el árbol genealógico presentado, si bien es verdad que es verdadero en la parte inicial y final, en cambio, desvaría totalmente en el centro, es decir, en las generaciones que van del siglo XVII al XVIII (doscientos años o lo que es lo mismo ocho genereaciones)

De todas maneras, el Juzgado sentenció a su favor el 18 de mayo basándose en las declaraciones juramentadas de los testigos Juan Tigse Morocho y Virgilio López del anexo de Yaruquíes quienes declararon sobre sus orígenes manifestando que Don Luis Felipe Huaraca Duchicela y su hermano Lorenzo nacieron en la loma de Puctus y fueron inscritos en la iglesita de Yaruquíes; y de los “peritos históricos” Julio Vivar y César Cordero indígenas tomados al azar den Guayaquil, que no disponían de elementos para dilucidar una ascendencia de tantos siglos. El fallo fue protocolizado por orden del alcalde II cantonal Dr. Aurelio Bayas Argudo en la escribanía quinta del Dr. Pablo F. Corral y desde entonces don Luis Felipe quedó formalmente entronizado como heredero del Imperio andino.

La mañana del 29 de agosto, al cumplirse los cuatrocientos años de la muerte de Atahualpa, ofreció una misa de difuntos con banda de pueblo y música indígena en el Sagrario de la Catedral asistiendo con su esposa e hijos de riguroso luto. El acto revistió de gran solemnidad. La municipalidad de Santa Elena le donó un terrenito de 250 m2 en la ensenada de Chipipe pero lo perdió, cuando 5.000 gringos ocuparon la puntilla en enero de 1942 para construir la base naval.

Como la historia de don Luís Felipe es una saga de mucho interés cabe indicar que en 1911 él y su hermano Lorenzo viajaron en tren a Guayaquil y a bordo de un motovelero siguieron a Piura y Lima donde Lorenzo se quedó a trabajar en un taller mecánico, casó y tuvo descendencia. Luis Felipe, en cambio, partió en un carguero a Panamá y Nueva York, allí aprendió el inglés. A los veinte y dos años vivía en Londres sin olvidar sus ideas funambulescas, pues desde niño había escuchado viejas historias sobre la comunidad de Cacha, que desapareció durante el terremoto de 1639 tierra ancestral de la real familia Duchicela de origen Puruhá. De su estadía en Londres ha quedado una rara fotografía suya con la siguiente leyenda “His Royal highness Duchicela XXVI, a direct descendant of ancient Royal family of Ecuador, South America”.

Hablando quechua, español, inglés y tocando piano, a fines de la década de los años 20, puso carpa en la plaza de la Victoria para enseñar inglés. Después abrió una escuela en su domicilio (calle 6 de Marzo No. 704 entre Aguirre y Luque) y al final fue profesor en el colegio Tomás Martínez.

Con el tiempo ahorró y pasó a construír un chalet propio y de madera en Gómez Rendón No. 2225 y Tungurahua, entonces en los extramuros de la ciudad, y abrió un pequeño comercio con cámaras fotográficas que importaba de Europa; pero la II Guerra le dañó el negocito. Era traductor comercial en Créditos Económicos, estaba afiliado a la Cámara de Comercio y actuaba asiduamente como respetable líder sindical.

En los años 50 casó a su hijo mayor en la iglesia de la Merced con gran aparato publicitario, pues el evento salió reseñado en todos los periódicos. Entró del brazo de la baronesa Carmencita Duroy d’ Bruignac Garbe Acevedo Díaz-Granados y Aguirre, hija del famoso general y barón por derecho propio Femando Duroy d’ Bruignac, príncipe de Palicao, título que le fuera conferido tras su brillante triunfo militar en la conquista de Indochina por franceses, durante el segundo imperio, el de Napoleón III.

Su hijo era el contador de la Standard Fruit y le trajo de Puctus, en 1952 “a la tía Tomasita que se apellidaba Bustos” y a quien don Luis Felipe no veía la bicoca de cuarenta y un años. Ella arribó de noche directamente al chalet, llegó de anaco y follón como aún es usual que se vistan las mujeres en Yaruquíes y con un canasto de granos que consumieron ambos hermanos en alegre algarabía.

Tres días después decidieron sacarla a pasear en camioneta para que conozca el bulevar y al bajarla en la plaza de San Francisco, lo primero que vio fue el letrero luminoso de luz de neón colocado en lo alto del edificio Fiore, el primero que tuvo Guayaquil y representaba una llave color celeste, de la cual caía en tres tiempos una gota de agua color blanco. Arrobada ante esa visión celestial, la anciana cayó de rodillas y bañado el rostro en lágrimas empezó a gritar puestos los brazos en cruz: “Gracias Dios mío por permitirme ver las maravillas del mundo”… y hubo que levantarla porque ya se arremolinaba la gente. Así éramos de buenos e inocentes los ecuatorianos de antaño.

En su ancianidad alegraba los sábados de mañana a la muchachada del barrio con cuentecillos y en palabras comprensibles les aconsejaba bien, regalándoles finalmente una monedita a cada uno. Los chicos le querían porque era un profesor, bondadosísimo, que sabía ganar sus confianzas.

Un domingo de marzo de 1973 a las doce del día, como era su costumbre semanal, mientras atravesaba la ciudadela Universitaria portando una bolsita de guineos para sus nietos que vivían en una vilkla esquinera en Urdesa Central, fue asaltado por una pandilla de mozalbetes que le hizo caer al suelo para quitarle la fruta y los zapatos. Del golpe recibido en el cerebro ya no se repuso y aunque su amigo el Dr. Avelino Arteaga usó de toda su ciencia médica, falleció tranquilamente en mayo, a los ochenta y un años de edad.