423. Cronistas Vitalicios: Pedro José Huerta

Al morir en 1.952 el Dr. Modesto Chávez Franco se produjo nuevamente un vacío en la ciudad que había quedado sin Cronista. Muchos nombres se dieron entonces. Aún vivían personas ilustradas y de méritos para ocupar esa plaza que por solo ser honorífica a nadie le interesa.

Poco después fue designado otra vez Alcalde el Dr. Rafael Mendoza Avilés quien llamó a Rodrigo y a Raúl Chávez González, los dos hijos más versados de don Modesto y les consultó si no se opondrían a la elección de un nuevo cronista y como es de suponer, no solamente que no se opusieron, sino que hasta se prestaron para solicitar su aceptación al Dr. Pedro José Huerta y Gómez de Urrea, a quien las consultas habían favorecido amplísimamente. Por eso el Alcalde les pidió de favor que lo visitaran y le propusieran en su nombre tal designación, haciendo que los acompañara un antiguo funcionario municipal y escogió a don Alberto Gómez Granja, que siempre fue lo más representativo de nuestra burocracia en la comuna. Así es que los tres se encaminaron al pequeño departamento bajo de la calle Chimborazo entre 9 de octubre y P. Icaza, donde por décadas habitaba el ilustre maestro vicentino, que estaba tan aventajado y enfermo de insuficiencia pulmonar (enfisema se dice ahora) que casi no podía moverse ni hablar.

Con todo, los recibió con aquella cortesanía tan propia de los hombres del siglo XIX y que se ha ido perdiendo en homenaje a la velocidad de las transacciones modernas. Ceremonioso, culto, paternal, escuchó el discurso inicial y se les nublaron los ojos pues era un espíritu selecto y elevado, tenía más de cuarenta años de profesor secundario y había visto envejecer a sus alumnos, pero al final, mirando a sus interlocutores, sólo pudo decirles tan bajito que casi no se percibieron sus frases “Ilustres amigos míos. Vienen tarde, ya no soy lo que antes fui cuando podía caminar, leer, estudiar, escribir hasta altas horas de la noche y pensar. Ahora ya ni fumo mis cigarrillos de tabaco negro ni los rubios de envolver. Eso parece que ha afectado mi condición. Estoy anciano, solo y solterón; mi vista se nubla y mi voluntad no responde ¿Cómo podría trasladarme al Concejo a recibir el diploma? Tampoco aceptaría que la Ilustre Corporación me venga a ver en esta ruina, en tanta pobreza, desorden y quizá hasta en suciedad por el polvo de mis libros; ahora solo atino a salir a mi balcón y contestar a la gente que bondadosamente me pasa saludando. No señores, ya no soy de este mundo.”

I la comisión no insistió porque el viejecito estaba tan cansado que amenazaba desplomarse. Por ello la Municipalidad mandó a guardar su diploma de Cronista Vitalicio y como al poco tiempo el nuevo Alcalde Luís Eduardo Robles Plaza se interesó vivamente en publicarle sus trabajos, Huerta se afanó en pasarlos a limpio y el esfuerzo fue demasiado para su desgastado corazón, pues falleció a consecuencia de ello el 21 de Julio del 55.

Entre sus obras consta una historia de la Instrucción Pública guayaquileña en dos tomos, otra del Hospital, otra sobre el Colegio San Vicente del Guayas, otra sobre las Cofradías, etc. así como dos libros de textos sobre Historia Antigua, Media y Moderna para uso de sus alumnos en el Vicente Rocafuerte. En 1.942 salió su “Rocafuerte y la fiebre amarilla en Guayaquil” y es fama que casi diariamente consultaba las Actas del Cabildo y se las sabía al dedillo. Sus más importantes producciones aparecían en los Boletines del Centro de Investigaciones Históricas y en los Cuadernos de Historia y Arqueología del Núcleo del Guayas.     

Alto, blanco, quemado por el sol, de mostachos, muy delgado y tanto que su figura era proverbial en el Vicente Rocafuerte por lo elegantemente señorial. Afectadísimo en el vestir, usaba invariablemente chaqueta, chaleco y leontina. La chaqueta de casimir cambiaba en su casa por un saco de fino dril blanco con el que se asomaba al balcón. Sus cuellos y puños eran duros y almidonados.

Tuve la oportunidad de tratarlo pues de no más de trece años mi papá me conducía a su departamento donde los sábados de tarde se reunían algunos de sus antiguos alumnos para conversar y hacerle compañía. Eran sus más habituales visitantes mi padre, Francisco Huerta, y Carlos Estarellas, quien le llevaba a distraer a su colegio el Liceo América, donde pasaba algunas mañanas con los pequeñuelos, en útiles conversaciones.

En sus buenos tiempos de profesor vicentino el día de su Santo invitaba a cien alumnos al departamento de los altos donde vivían sus hermanas. A las cuatro y media les brindaba una copa de vino moscatel, se pasaban dulces y un alumno tomaba la palabra. A las cinco y media le tocaba subir a sus colegas los profesores repitiéndose el brindis entre ellos. A las siete finalmente se servía la cena a sus parientes e invitados particulares. Era su día de días.