La ciudad se aprestaba a dormir en las primeras horas de la noche del 13 de mayo de 1.942 cuando una violentísima onda sísmica acompañada de ruidos subterráneos alertó a la población. Muchos vecinos bajaron rápidamente a las calles, pero otros – los valientazos – esperaron hasta que nuevas sacudidas les quitó el valor que aún les quedaba. El terremoto de Guayaquil de 1.942 fue ondulatorio y uno de los más largos en la historia del país.
Alfredo Czarninsky me refirió que estaba recién casado. Esa noche se encontraba listo para ir al cine con su esposa cuando empezó a sentir mareos y sin saber qué era, porque en Europa no existen los temblores, se asomó a la ventana y vio que todo el público del salón Rosado – 9 de Octubre casi al llegar a Boyacá – salía corriendo hacia media calle y “nosotros, bajando apresuradamente las escaleras hicimos lo mismo” Felizmente no se cayó el edificio pero cuando una hora más tarde subimos a nuestro departamento, encontramos rotos los regalos de vidrio y los pedazos esparcidos en el suelo. Fue una decepción, pero dimos gracias a Dios por estar con vida.
Yela Loffredo de Klein recuerda que en enero se acababa de graduar de bachiller en ciencias biológicas y preparaba su ingreso a la facultad de Medicina cuando el sismo derrumbó la mitad delantera del edificio mixto que alquilaban, pereciendo su madre, varios parientes y vecinos. Los sobrevivientes fueron rescatados con las escaleras del cuerpo de bomberos y conducidos a diferentes casas amigas. La escena era de terror pues las luces de la ciudad se apagaron para evitar cortocircuitos y solo se escuchaba el fúnebre ulular de las sirenas de las ambulancias que recorrían la urbe transportando heridos y a los desenterrados de los escombros. Suceso trágico que aún perturba su espíritu.
Laura Game de Puig Mir vivía en Colón al llegar a Pichincha y contaba que esa noche iba con su esposo hacia el cine Colón situado a dos cuadras solamente, cuando de improviso el suelo comenzó a moverse. Al regresar corriendo a su hogar casi no podía hacerlo porque sentía que la calle ondulaba, al fin encontró a sus tres hijas mayores con el último en brazos pues era un bebe de meses. Ellas acababan de ver cómo se derrumbaba el moderno edificio Cucalón, esquinero y de cemento, de seis pisos de alto, donde alquilaban numerosas familias conocidas y funcionaba la clínica del Dr. Arriaga Gómez. La escena era de confusión y espanto, los escombros ocupaban la calle Pichincha y ya había gente corriendo y gritando. El Cuerpo de Bomberos, la Policía y la Cruz Roja comenzaban a llegar. Al subir a su departamento mi suegra constató que el gran mueble de madera y vidrio que servía de biblioteca había caído aparatosamente al suelo.
María Teresa Mendoza Lassavaujeau, educada en Europa, rezaba tranquilamente su rosario, al pié de una de las ventanas en dicha Clínica porque al día siguiente le darían el alta de una peligrosísima neumonía curada con sulfas, cuando se sintió mareada; recordaba haber escuchado un grito largo desgarrador – presumiblemente de las personas que bajaban corriendo las escaleras que siempre es lo primero que se derrumba durante los terremotos – al volver en sí se encontró en la más absoluta oscuridad bajo escombros de cemento. Una pesada viga había dejado un espacio tan pequeño que casi no podía moverse y un caño metálico le permitía respirar. Se palpó el cuerpo, no tenía heridas, empezó a gritar desesperadamente porque se dio cuenta que estaba enterrada. Llamaba para que la saquen y a poco sintió que excavaban, se abrió un horamen, entró algo de luz y pudo ver una mano que la empezó a jalar hacia la superficie, sin un hueso roto. Había salvado su vida por segunda vez, pero al día siguiente le vino un ataque de nervios y lloró varias horas, le dolía todo el cuerpo y moretones en la piel, en la semana siguiente perdió peso y el médico la mandó a pasar vacaciones en un sitio tranquilo, sin gente y sin bulla.
Las hermanas Aspiazu Valdés vivían en uno de los pisos superiores y también sobrevivieron pues habiéndose trepado a la terraza, cuando se desplomó el edificio se sintieron mareadas por algunos segundos y era que estaban cayendo con tan buena suerte, me refería Carmencita, que nada malo les pasó, se recobraron enseguida y pudieron bajar a través de los escombros tranquilamente hasta la mitad de la calle; pero todo el valioso menaje de casa traído de Europa se destruyó: los trumó de pan de oro con coronaciones de plumas, los espejos vicelados de Bélgica, la platería, unos fabulosos tapices renacentistas y las hermosas pinturas al óleo de su hermano José María, gran artista guayaquileño de los años mil novecientos veinte que dirigió la revista SAVIA.
Otra de las inquilinas, Adalgisa Descalzi Gallinar, también permaneció enterrada varias horas y cuando ya la daban por muerta, solo la constancia de su esposo Adeodato Tabacci, que no cesaba de llamarla a gritos, hizo que ella pudiera escuchar su nombre y débilmente responder. Excavado el sitio por donde salía su voz se logró encontrarla sin ningún rasguño. El imaginario popular dio en repetir que sus primeras palabras fueron: Quiero una Coca Coca. I no era para menos. Adalgisa había sido una de las cuatro finalistas Señoritas Guayas en el Primer Concurso Nacional de Belleza celebrado en Guayaquil en 1.930, siempre activa, ya de viuda trabajó largos años en Bienes Raíces y llegó a cumplir los cien de edad con salud, feliz, contenta y rodeada de los suyos.
Leonardo Stagg Durkoff alquilaba una de las oficinas de la planta baja del citado edificio y acostumbraba volver a trabajar por las noches, pero el 13 de mayo decidió no hacerlo para visitar a su padre Antonio Stagg Aguirre que se encontraba agripado y por su avanzada edad el asunto revestía de cierta gravedad, salvándose por este detalle de morir aplastado, aunque perdió todo el mobiliario.
Se dijo entonces que el edificio colapsó porque el maestro de obra había unido las vigas de hierro de los pilares con nudos de cabuya en lugar de utilizar otras varillas de hierro, pensaba en su ignorancia que la cabuya era suficientemente resistente, esta tontería la había realizado en la ausencia del ingeniero constructor en Europa, quien nunca pudo imaginar un error de tan grueso calibre.
La Municipalidad designó una comisión con los Ingenieros Pedro Manrique Acevedo, Pedro Carbo Medina, Héctor Martínez Torres y otros más, para que verifiquen el estado de algunos edificios, cuyas rajaduras eran notoria en sus fachadas y se ordenó la desocupación inmediata como paso previo a su demolición, algunos pudieron salvarse con reparaciones estructurales, pero fueron los menos. En todo caso, se trataba de construcciones mixtas bastante obsoletas.
La señorial villa de cemento de Lisímaco Guzmán Aspiazu en Luque entre Boyacá y Escobedo no tuvo un solo daño y su dueño ofreció una elegante recepción al ingeniero constructor en muestra de agradecimiento. Los edificios públicos también quedaron indemnes, las casas de madera probaron ser más resistentes que las de cemento pues se mueven, pero no se caen, el edificio Dassum de la esquina de Baquerizo Moreno y Junín quedó ladeado y su propietario gastó un dineral en arreglarlo, volviéndole a su estado anterior.
Los geólogos del Estado llegaron a la conclusión que al chocar la onda sísmica con los cerros de Guayaquil que son de piedra y tienen ochocientos metros de profundidad, regresó y se sumó a la que continuaba llegando, aumentando la intensidad del temblor, que pasó a la categoría de terremoto. Que este problema se puede repetir con cualquier movimiento.