En las décadas de los años 1920 y 40 Guayaquil a duras penas llegaba hasta la plaza de la Victoria y sus habitantes eran bastante inocentes. A los extranjeros que se veía de vez en cuando por las calles les decían gringos o protestantes. Se ignoraba casi todo sobre los judíos que eran escasísimos y no practicaba en público su religión por falta de una Sinagoga y su Rabino. Martín Reinberg Eder y Arthur Henríques Ponce de León arribaron en el siglo XIX. Este últimoera oriundo de New York y se trajo consigo un raro pergamino con el escudo nobiliario que usaba su familia cuando habitaba en Portugal, dibujo que tuve en mis manos y era propiedad de una de sus descendientes casada con Bolívar Garaycoa. Es el documento judío más antiguo que se conserva en Guayaquil. Henríques pertenecía a una de las familias Sefaraditas que emigraron en el siglo XVI a Holanda y desde allí pasaron a las colonias de Bahía y Recife en Brasil, de donde salieron en 1.684 a la isla de Manhattan, llamada New Amsterdam durante el dominio del Capitán Peter Stuvesan. Por ser el de los Henríques uno de los linajes históricos en la actual New York, figura en el Museo Judío de la Quinta Avenida y 92 Street conocido también como el Museo de los Grandes judíos de la ciudad, o de los judíos fundadores, como también se le conoce.
En 1.945 mi familia alquilaba un departamento esquinero en el boulevard y Boyacá. Diariamente a las dos de la tarde caminaba por la acera del frente un sujeto majestuoso, alto, fornido, de gran barba, cubierto de un raro sombrero negro y un sobretodo de seda muy fina de igual color que le llegaba hasta las rodillas. Tan rara figura despertaba la curiosidad y hasta el temor de los traseúntes que le cedían el paso al verle. En la mano izquierda llevaba un portafolio de cuero, después me enteré que era el único judío que se presentaba como ultra ortodoxo, vendía seguros de vida en compañías internacionales, habitaba en una pensión cercana arriba de Comandato y pasaba por sabio en el desciframiento de la Cábala, leyendo el futuro basado en unos intrincados cálculos que solo él sabía. I cuando ya tenía clientela en esos menesteres abandonó la ciudad tan misteriosamente como había llegado y decía llamarse el Profesor Salomón Tarque D´Silva y hablaba el ladino, que es un español enrevesado y antiguo.
En los bajos de nuestro departamento alquilaba una dama judía de más que mediana edad que debió salir apuradamente de Alemania pues lo único que pudo sacar de valor era una espléndida vajilla de porcelana de Bavaria con filo grabado en oro de 24 kilates y gruesa bordura azul cobalto que a mis ojos de niño resultaba algo maravilloso. En la sala había acondicionado un gabinete de belleza mínimo para hacer la permanente a las señoras con un aparato eléctrico de pedestal y grandes dimensiones, del que salían numerosos cordones de plástico terminados en pinzas metálicas, que eran conectadas a los mechones de pelo de las clientas previamente mojados en cerveza y enrollados en papelitos plateados de aluminio, de esos que venían en las cajetilla de cigarrillos.Esta rara costumbre de la Permanente nos llegó de Hollywood y hacerla no debió ser fácil pues en varias ocasiones que acompañé a mi mamá olí a chamusquina y hasta observé como salía humo del pelo. La permanente solo duraba tres meses, había que repetirla y costaba quince sucres.
La vecina terminó siendo amiga de mi abuela Angelina pues como vivía en soledad, ocasionalmente subía a visitar. En otras mi abuela le enviaba platos de su especialidad culinaria y en una memorable ocasión la madama – que así les decían a las señoras de raza blanca – devolvió el gesto con una abundante ración de gulash (sopa de sabor dulzón confeccionada con remolacha y carnes y aderezada de especies varias, propia del centro de Europa) que consumieron con gran apetito mi papá y mi abuelito.
Su gabinete creció, pero en 1.948 fue llamada por unos parientes a Estados Unidos y lo vendió a unos jóvenes de escasa virilidad que lo ampliaron a toda la planta baja del edificio y fue el primer Spa que registra nuesta historia chica. Su nombre Sandra fue colocado en un letrero rosado de buenas dimensiones, poseía baño turco y sauna, piscinas de agua fría y de agua termperada, sala de recibo y otra de masajes, ofrecían corte de pelo, manicure y pedicure (ojo, para los que acostumbran leer en alta voz se dice maniquiur y pediquiur) y hasta el adefesio de colocar unas gigantescas pestañas postizas, pero el lujoso Spa terminó cerrado pues entre los jóvenes del boulevard se hizo corriente preguntar en son de burla ¿Ya has ido a hacerte la maniquiur en Sandra? Y frecuentes golpizas se armaban a causa de la tal Sandra.
Mister Winter era un ancianito judío – alemán, delgadísimo y calvo. Dictaba clases de inglés a domicilio y se hacía querer por su trato bondadoso y pobreza de solemnidad. Cierta mañana que ingresó a nuestro departamento percibió el olor que salía de la cocina y preguntó ¿Qué es eso que huele tan bien? Es hornado Mister Winter ¿Desea probar? Claro doña Marujita. Al finalizar la clase se sirvió una abundante ración y al momento de despedirse agradeció muy ceremoniosamente el pavo, recalcando que había estado muy sabroso. Mi mamá le aclaró que no era pavo sino cerdo. De la impresión Misted Winter se puso pálido y bajó rápido las escaleras exclamando un prolongado Ah, que debió salirle del alma pues era la primera vez en su vida que probaba cerdo, estaba impuro y lo que era peor, no creo que haya existido en la ciudad un Rabino para absolverlo.
Como la gente nacía en las casas, las cesáreas casi no se practicaban y la circuncisión era desconocida, debió ser en las cercanías de la plaza de la Victoria según se me ha referido, que un judío alemán orinó al pié de un árbol sin imaginar que su miembro descapotado sorprendería a varios estudiantes que transitaban por el sector. I consultado al respecto, el sabio Pollito Campos, profesor de ciencias naturales en el Vicente Rocafuerte, tuvo que explicarles en detalle en qué consistía la circuncisión. Desde allí en adelante empezaron las comparaciones burlescas con las cabezas de los calvos – vulgo pelados – y cuantas veces les veían en las calles les avergonzaban gritando Ah pelado cabeza de huevo alemán, grito buslesco que aún se escucha de vez en cuando.