Hasta el sentido del humor ha cambiado con los años, recuerdo que de muchacho los chistes eran verdes pero nunca colorados y más se jugaba con la inteligencia y la crítica de costumbres que con el tema del sexo tan en boga en estos momentos.
Entonces la gente tenía un cierto pudor y recato que hoy están desapareciendo y nadie se hubiera atrevido a lanzar una expresión vulgar u ofensiva delante de las damas, quedando ello relegado solamente para las fondas o cantinas de la periferia o del barrio del Conchero, donde actualmente están asentadas las Bahías, sitio que se había salvado del incendio grande en 1.896 y que a principios de siglo XX estaba edificado de casas de madera muy viejas y destartaladas, habitadas por gente pobre y sin mayor cultura.
Los chistes de antaño eran verdes, pero nada más. Entre los que hacían reír está el siguiente: Una elegante damita iba cómodamente sentada en un carro urbano también llamados tranvías eléctricos y atinó a subir un serrano gordo y sudado que se sentó a su lado y comenzó a asfixiarla con su grajo. Ella, ni corta ni perezosa abrió su cartera y sacó un pañuelito que empapó en “Soir de París”. El gordo que no sabía de perfumes, se encantó, y volteándose le preguntó por el nombre del olor. “Soir de París”, cinco sucres el frasco chico, fue la respuesta. Siguieron varias cuadras y el gordo se lanzó una apestosísima ventosidad, así llamaban a los pedos, diciéndole: “Soir de porotos, tres reales libra”. En esta parte no había dama o caballero que no se riera a mandíbula batiente.
Otro chiste de esa laya es el siguiente: Iba Quevedo por media calle y se le aflojó el estómago, entró en casa de judíos y pidió permiso para ocupar el servicio higiénico pero el dueño le advirtió que usarlo le costaría dos reales por cada libra que hiciera. Aceptado el asunto, Quevedo se ocupó e hizo seis libras y como sólo tenía un sucre, se armó una discusión por los dos reales restantes y para terminarla Quevedo dijo: Ahora, por discutir, no le pago nada, recoja y envuélvala, que la llevo… y todos gozaban con tamaña ocurrencia.
Otro de Quevedo, personaje que representaba el gracejo e ingenio popular del pueblo español y sus antiguas colonias, referían que en la corte convino con sus amigos que él si se atrevía a decirle a la reina que era coja. Hecha la apuesta recortó un hermoso ramo de rosas y al pasar su Real Majestad se lo extendió y dijo: “Escoja su majestad” y ganó la apuesta, pero sabiéndolo todo, la reina montó en cólera y decidió desquitarse, llamó al cocinero real y le ordenó preparar un pavo relleno. Esa tarde hizo invitar a Quevedo a su mesa y le advirtió que todo cuanto hiciera al pavo, le mandaría hacer a él. Entonces Quevedo pensó un momento y metiendo la punta del dedo en la rabadilla del pavo sacó un poquito de relleno y se lo comió, dejándola por segunda ocasión chasqueada.
También era común que se relataran anécdotas históricas: Una que oía en mi infancia la cuento igual que me la contaron. Estaba Eloy Alfaro en el palacio y fue a visitarlo Pedro Córdova, a hablarle de unos nombramientos para Manabí. Alfaro le pidió nombres y Córdova, una de cuyas hijas estaba casada con un Santos, empezó a decirle: Para la Gobernación don Atanasio Santos, para la Intendencia don José Santos, para la Tesorería de Hacienda don Juan Santos, pero Alfaro lo interrumpió: Páreme Ud. esa procesión de Santos, que el único que conozco en Manabí es San Lucas que vive en Jipijapa, refiriéndose a los muchos sujetos ed apellido San Lucas de esa población y ambos rieron, como buenos amigos, de la ocurrencia del Caudillo Liberal.
No faltaban tampoco las boberas corrientes. Sor Dominga Boca y Sor Elena, maestras de la preparatoria en el Colegio María Auxiliadora, un día no cesaban de reír porque un compañerito mío les pidió permiso para llevarse un lápiz de color café a la casa ¿Para qué lo quieres, hijito? Para pintar una banderita.
Tampoco la anécdota fácil y sencilla. Por allí escuché que unas hermanas señoritas solteronas, ricas y de sociedad, tenían la costumbre de salir al comercio a las tres de la tarde, luego de pegarse unos soberanos almuerzos en sus casas. Ya en el centro, entraban a las tiendas y a veces les sobrevenían eructos producidos por las malas digestiones, pero ellas se disculpaban diciendo: “Es que hemos comido pavo”; de donde les salió el jocoso sobrenombre de “Las eruta pavos” con el que han pasado a la historia chica de esta ciudad.
También se decía muchos chistes de loras, como los siguientes: Una lora fue desplumada en castigo por ser mentirosa y llena de vergüenza se fue a esconder al interior de un retrete. En eso llegó una gorda y se sentó, pero enseguida salió a la carrera porque desde el interior le preguntaron ¿A ti también te pelaron por mentirosa?
Este chistecito hacía ruborizar a cierta parte de la concurrencia y se soslayaba el contarlo en reuniones mixtas, quedando solo para las esquinas donde paraban grupos de hombres y se contaban cosas fuertes, sin faltar por supuesto las de loras.
Otro muy guayaquileño era que dos loras vivían frente a frente en las Peñas y una de ellas quiso casarse, fue pasando por el cable de alta tensión y cuando ya iba a la mitad se electrocutó. La otra al verlo, gritó ¡Ay mamacita, me quedé viuda antes de tiempo, recojan el cadáver del novio!
I cuando los chistes iban escaseando salían las adivinanzas, los juegos de palabras, las comparaciones chuscas y hasta los juegos de manos, que las reuniones se mantenían con humor y por ello se llamaban tertulias. Aquí van dos adivinanzas guayaquileñas: “Agua pasó por aquí, cate que no la vi”, el aguacate. Entre peña y peña, periquito sueña. Adivinen… I un juego de palabras: Pedro Pinto, pobre pintor portugués, pinta pinturas por precios módicos proporcionales. I las comparaciones chuscas que podían ser ofensivas si no medían las distancias y con ellas andaban con muchos cuidados para no herir susceptibilidades ni molestar más de lo que la prudencia aconsejaba ¿Qué se parece a un cajón? El cuerpo de don Simón. ¿Quién tomó más cerveza? La niña esa y sé la señalaba para que se ruborice por gustar demasiado traguito. I así las tertulias agonizando con las últimas horas de la noche, terminaban con chocolate y panecillos con queso, poniéndose punto final con las tres despedidas de costumbre, una en la sala, otra en el recibo y la última en medio de la escalera, que sin ellas era muy mal visto irse de una casa, educadamente. Aunque ahora algunos han optado por irse de las reuniones sin despedirse, dizque a la francesa, para no molestar a los dueños de casa.