347. El encanto de Playas del Morro

Hacia 1.950 hacía furor el balneario de Playas debido a las obras que se estaban realizando para mejorarlo. La carretera era estable en invierno y verano desde tres años antes y una ciudadela compuesta de hermosas villas de cemento construida por el Banco La Previsora y su activo Gerente Víctor Emilio Estrada, motivaban a los guayaquileños a trasladarse a esas playas y gozar de su clima y de su mar.

“La Argentina” era la mejor camioneta de pasajeros que existía por entonces, manejada por el hábil volante Alberto Harb, fogueado en numerosas competencias automovilísticas, que terminó por instalarse a vivir en Playas donde instaló en la entrada al pueblo una gasolinera que aún existe. El viaje duraba dos horas porque se corría a sesenta y solo los locos imprimían más velocidad. Se salía temprano a las nueve para llegar a las once; enseguida un largo baño y almuerzo a las dos de la tarde. Playas tenía aquellas épocas el ensueño propio de los pueblitos de nuestro Litoral que todavía no han conocido el progreso, era algo así corno un remanso de pescadores, una caleta dormida que sólo despertaba a medias y al conjuro de la presencia de los turistas. Sus callecitas interiores curvas y sinuosas, el parquecito cercado con una verja francesa muy Art Nouveau de fines del siglo XIX, su iglesita y las casas de caña o de madera, le daban un tono característico que iba de acuerdo con los planes de descanso que todos llevábamos.

Recuerdo que por esos años aún existía la casita de caña donde murió mi abuelo Federico en abril de 1.919 a consecuencia de un fulminante derrame cerebral. Acababa de arribar de Guayaquil en burro desde Posorja y Data porque las balandras no se atrevían a desembarcar en Playas debido al fuerte oleaje que podía virarlas y almorzó frugalmente, luego fue a dormir la siesta y como comenzara a roncar, costumbre que no tenía, lo fueron a ver tenía los ojos hacia atrás y estaba agonizando. Corrieron a trajeron al Dr. Boloña que pasaba vacaciones en la vecindad pero cuando llegó ya era muy tarde pues el derrame había sido masivo. El traslado del cadáver fue todo un aparato porque la balandra encalló en los peligrosos bajos del golfo llamadas las correderas de San Pablo y sacaron el ataúd a un playón esperando que subiera la marea. Total, la trayectoria duró casi diez horas. Al fin el cadáver arribó al muelle en plena oscuridad a las cuatro de la mañana cuando ya la concurrencia de amigos y parientes se había retirado a sus hogares, de manera que fue llevado al cementerio a esa hora sin acompañamiento.

Playas era famoso por su Hotel Humboldt, el mejor del país según decían y no sin razón, construcción ciclópea que aún es hermosa y le sirve de adecuado marco a ese sector del paisaje. También tenía otros hoteles de postín como el Playas donde había la rara costumbre de preparar paellas al aire libre los días domingos, delante de numeroso público y de los golosos invernantes. El asunto tenía sus bemoles porque el cocinero español sacaba todos los ingredientes y los ponían en diferentes mesas. Una rima de leñas servía de fogón y dentro de la gran paella refreía los aliños y condimentos en aceite de oliva, refritaba el pollo y las otras carnes, luego el arroz para que seque y quede graneado, finalmente ponía el caldo de gallina coloreado con azafrán que dejaba cocinar y al final iban los mariscos, verdadera corona gastronómica para cualquier paladar y todo esto en mitad del patio y con chiquillos traviesos que gritaban y corrían sin cesar. A solo S/.20 el plato de exquisita paella, que con un plato cualquiera se quedaba lleno hasta el día siguiente. Así era el Hotel Playas.

La pensión Mayer también tenía su atractivo pues era famosa por sus desayunos europeos, dignos del mejor gaznate. Resulta que servían numerosos panes, blancos y negros, suaves y duros, con platos de quesos y carnes, desde el jamón, la mortadela, el lomo y todo cortado finito a máquina para ayudar su ingestión. Mantequilla, mermelada y un tazón de café con leche que se podía repetir, complementaban tan deliciosos desayunos que no los he vuelto a probar.

Su Gerente era el popular Herman Mayer Blum a) gringo Mayer, llegado a nuestras tierras muy a tiempo escapado de las persecuciones nazis pues era de los judíos pudientes de Hamburgo que sabían de hotelería y de restaurants. Tenía un si es no de mal genio, pero era bueno como el pan de dulce y a veces hasta pasaba por cándido. A él le sacaron el siguiente cacho que lo cuento por gracioso más que por verdadero. La pensión cerraba a eso de las once de la noche y después de esa hora cayó por allí un conocido caballero  que gustaba usar sus nobles y numerosos apellidos, así es que tocó la puerta, se asomó el gringo a la ventana pero era tal la oscuridad que no vio nada, porque en Playas la luz del único equipo electrógeno que existía y era de propiedad municipal se apagaba a las nueve y todo quedaba en tinieblas, preguntó: ¿Quién ser? y el aludido Doctor le espetó toda su retahíla de nombres y apellidos, a lo que el asustado gringo solo atinó a responder: “Siento mucho, pero no haber camas para tanta gente” y cerró la ventana, dejando a su posible huésped con un palmo de narices.

También contaban los antiguos que un señor de apellido Ceballos, pero cuyo nombre no quiero mencionar porque el asunto es algo así como ridículo y jocoso, dizque un día se le ocurrió matar una tremenda chancha de su propiedad y muy de mañana y con un chiquillo de servicio mandó varios paquetes de carne, manteca y tripas por el vecindario. “Mira quién llama, Juana” Es a Ud. señor, que lo buscan de parte de … A ver, que deseas hijito. Aquí le manda don (decía el nombre y apellido de su patrón) estas libritas de carne de puerco, estas lonjas de manteca y unas cuantas tripitas para que haga caldo de manguera! “Ay que bien, dile de mi parte a tu patrón que le quedo muy agradecido y que por qué se ha molestado tanto acordándose de nosotros, que uno de estos días lo iremos a visitar para agradecerle personalmente”.

I la escena se repitió como una docena de veces y ese día todos almorzaron riquísimo, la buena fritada, el crujiente chicharrón, el espeso caldo de manguera y hasta sobró para guardar a la noche un exquisito hornado.

Pero lo bueno llegó al día siguiente cuando el mismo muchacho volvió a visitar portando las cuentas, porque la carne de puerco no había sido regalada sino vendida y había que pagarla y allí surgieron las discusiones pero todos abonaron, quedando burlados con tamaña forma de vender y hasta en algunos ocurrió que de la furia por la tomadura de pelo, el chancho les pataleó; pero la venganza colectiva no se hizo esperar y de allí en adelante el bueno de don … pasó a ser conocido con el apodo de “Carne Puerco” en nuestra historia chica.

FUNERALES Y CARNAVALES

Ni bien iba el muerto por el zaguán y las damas de la casa se recogían a sus dormitorios a descansar el velorio, que en algunos casos podía durar hasta veinte y cuatro horas, verdadero “rush” que tenían que aguantarse los deudos sin dormir.

Casi siempre los funerales salían a las cuatro de la tarde, eran conducidos a pie y despacio, en señal de duelo. A eso de las cinco y media se llegaba a Juan Pablo Arenas, por donde hoy es el Parque de la Madre, sitio que se tomaba invariablemente para llegar al Cementerio y entre las 6 y 6 y 1/2 regresaban del camposanto con la última luz de la tarde y antes que anochesca pero a veces el funeral se prolongaba y entonces los mosquitos hacían su agosto, de allí surgió la famosa frase “Apuren que el muerto apesta” dicha por algún gracioso, para evitarlos. 

De regreso a la casa del duelo, esa noche se dormía a pierna suelta por el cansancio del día, pero a la mañana siguiente todo era agitación. Había que cubrir los espejos y las ventanas con grandes crespones de seda negra, devolver a los amigos las coronas de chaquiras de cristal negro recibidas para la decoración de la capilla ardiente y sin equivocar ninguna para evitar ridículos reclamos y esperar a que llegaran las viandas y platillos de comida, de sal y dulce, que las amistades enviaban de obsequio para aliviar la pena de los deudos y allí venía el chuparse los dedos de antemano, con la ilusión de recibir una gallina a la pepitoria, una pierna de venado horneada, un manjar de coco, unas natillas, el arroz con leche, los huevos hilados, la leche asada, la espumilla, la caspiroleta y algunas delicias aún más complicadas como la Princesa de Angulema, la Carlota Rusa, la Muselina francesa de Chocolate y conac, los biscochitos nevados, las frutas enconfitadas y rellenas y qué sé yo, cualquier otro secreto culinario de entonces y esto se repetía los ocho primeros días, de lo que se concluye que los deudos regalaban parte de estos manjares o morían reventados y entonces se entraría en otro duelo y nuevos regalos y en un círculo vicioso sin fin.

Las ventanas se dejaban de abrir siquiera por un año y es fama que, al producirse la independencia, no faltó una autoridad criolla, pero acérrima partidaria del monarca, que cerró sus toldas por ese tiempo y en señal de dolor político. ¡Valiente bobo!

Las hamacas, que eran muchas, se cubrían de mantas de sedas frías y negras y allí se recibía las visitas de duelo, sobre todo las primeras ocho noches después del entierro, en conversaciones interminables sobre las virtudes del difunto y su última enfermedad. A las diez se despedía la concurrencia y todos a dormir, pero el primero que se iba a su casa, “chivateaba” el duelo y eso era considerado una muestra de mal gusto. ¡Vaya ingenuidad!

Y Ahora hablemos de los carnavales, que antes se jugaban más que ahora. Numerosos caballeros salían en grupos a las calles y viendo chicas hermosas en las ventanas les pedían permiso para subir, esquivando el balde de agua que ellas les tiraban. Una vez al interior, todo era jolgorio y guerra de cascarones de huevos llenados con agua de colonia o con anilinas de colores y luego cerrados con cera caliente. Entonces se iniciaba el baile al son de alguna victrola, pianola o simplemente un piano, que nunca faltaban los artistas del teclado que se prestaban a animar al grupo.

“Pavanas”, “Polcas” y “Habaneras”. “Rigodones”, “Mazurcas” y “Cuadrillas” se disputaban el ambiente y era de ver como giraban las parejas al son de aquellas trasnochadas melodías de la vieja Europa. Por 1870 llegó a Guayaquil el vals y desde 1885 el vals Boston que se bailaba dando vueltas alrededor del salón, con gracia suprema y exquisita elegancia. Por 1920 después de la Gran Guerra nos vino el “One Step”, precursor del Charleston y del “Boogie-Boogie” que causaron furor en los años 30 y 40. De Cuba nos llegaron los ritmos tropicales, “la conga”, “la rumba”, “el Cha cha cha” y “el merengue” y de la Sierra “los yarabiés”, “sanjuanitos” y “pasacalles” ignoro de donde habían arribado “pasillos” que se aclimataron en la Costa y hasta nos convertimos en exportadores de ellos.

Mistelas  y vinitos se paladeaban sin cesar, lo mismo que el fino conac o los populares alcoholes puros   o   aguardientes   “Mallorcas”   y   “Anisado”. El ron arribó mucho después desde Jamaica, el champagne solo para festividades especiales por su alto costo y escasez y los vinos eran solicitados, pero no estaban al alcance de todos los bolsillos. El “Punch ron” o “Ponche” elaborado con Jugos de frutas y alcohol; el “Rompope” de huevos, leche, azúcar y alcohol puro, “El Cardenal” de agua de cascaras de piña y vino tinto y el popular brindis de “Ratafia” ( 1) así como la chicha de maíz de Jora, la de arroz u horchata y la de piña podían ser presentadas sin ninguna vergüenza y en los cuartos interiores hasta se las agradecía, porque allí era donde se bañaban de agua los miembros de la servidumbre, enlaberintados con dicha celebración. Y todo era permitido de domingo a martes, porque al día siguiente nadie faltaba a la misa de imposición de cenizas en las frentes pecadoras, de trasnochadores galanes y de carnavaleras señoritas, que compungidos, reiniciaban la vida normal.

(1)El licor de Ratafía es una bebida clásica española, tradicional en las poblaciones agrícolas y se la considera antidepresiva y antinflamatoria, de sabor agradable y elaborada siempre en casa con alcohol puro mezclado en igual proporción con alcohol anisado, al que se le agrega toda clase de plantas (raíces y hojas de preferencia) frutas y flores del bosque, así como nueces verdes (una por cada litro de la mezcla de alcoholes) En la elaboración colaboran los niños de la casa con canciones populares pues se entiende que la Ratafía es producto de la tierra, a la que hay que invocar en su elaboración. La mezcla para que se vaya transformando en licor se deja macerar en una damajuana de grandes proporciones, de vidrio y preferentemente de coloración azul o verde a fin de serenar en el patio posterior o fuera de la casa durante once meses, recibiendo luz de sol y de luna. Luego se cuela con mucho cuidado y embasa. Transformada la mezcla en licor, éste debe ser tomado de preferencia para las navidades o cuando provoque o se estime necesario, durante una visita o a diario, pues es más bien un tónico para el organismo sin ser propiamente un remedio. Su sabor es agradable, aunque no lleva azúcar. Esta receta tiene fama de ser milenaria pues nadie recuerda desde qué épocas se viene preparando la Ratafía. Durante mucho tiempo fue una bebida importada y muy popular en Guayaquil, pero ya no se la conoce ni se sabe qué es y a que sabe. Puede beberse fría o al tiempo de estación, que de ambas formas es muy agradable y hasta tiene propiedades saludables.