Conocí el Grand Hotel allá por 1946 cuando me llevaban a visitar a María Luisa Dillon Valdés prima hermana de mi padre, quien había arrendado una suite del segundo piso para vivir con su hija y su nieta que la cuidaban. Aun eran los tiempos de oro del Hotel y lo habitaban señoras y caballeros procedentes de la Europa de la postguerra, de Lima o de los Estados Unidos, que gozaban de la bonanza adquirida en la época del “gran cacao” sin faltar los que conservaban la decorosa situación de quienes habiendo tenido mucho habían perdido alguito.
Lo primero que se notaba en el amplio hall de entrada era una profusión de mesitas redondas y metálicas con lucientes planchas de mármol blanco importado directamente de Carrara y sillas de fuete y esterilla lustrosa e inmaculada, así como un ambiente exótico de perfumes fuertes y calor sofocante y era tal la fama y el respeto que se le tenía al Hotel que no cualquiera se atrevía a ingresar y cuando la gente pasaba por la vereda lo hacían observando los interiores con admiración. Era una especie de refugio de lo más chic de la ciudad, del Gran Cacao.
Jacinto Jijón y María Luisa Flores, las veces que visitaban el puerto, se hospedaban en el Grand Hotel y parientes y amigos por la rama de Caamaño no dejaban de visitarlos, pues la noticia se publicitaba en los periódicos.
A eso de las cinco de la tarde comenzaba el desfilar de señoras y caballeros que bajaban de los pisos altos del hotel a sentarse a tomar el té con bizcotelas, biscochos de anís o galletas lenguas de gato, porque entonces no se estilaban los sandwich que ahora son tan de moda ni las aguas gaseosas, pero no faltaban quienes preferían una “concha” de helados servida con las clásicas cucharitas pequeñas y cuadradas que ya no se ven. Las conchas eran dos en cada caso, una de fondo casi siempre de plata y la otra de finísimo cristal Saint Louis todo al estilo art nouveau.
El té se servía con parsimonia, sin apuro, dando a las damas la oportunidad de mostrarse con sus vestidos de seda y hasta se podía admirar una que otra mano enguantada o enjoyada quizá en exceso. Abanicos y plumas lloronas o paradas complementaban tan curioso cuadro. Al fondo y en el sitio de honor se divisaba un majestuoso retrato antiguo y al óleo de tres cuartos de cuerpo, del General Juan José Flores, primer presidente del Ecuador y antepasado de los Stagg Arrarte que alquilaban el local a la Junta de Beneficencia.
Se hablaba bajito y en francés. Rosita de Ycaza Venegas conversaba con Clemente Manzano – Torres de Piedrahita y Pérez del Pulgar, un elegante y simpatiquísimo francés que se presentaba y firmaba con todos esos rimbombantes apellidos. Se vestía a la francesa con profusión de finísimos encajes blancos D´Alenson, heredados de madres a hijas y sedas y randas que llegaban hasta bien abajo de la rodilla. Los cuellos altos, el fino abanico de nácar, encaje, concha de perla o pintado al óleo, las gargantillas de perlas, los sombreritos con medio velo y los emplumados; tacones bajos, medias de seda blancas con mariposas de colores pintadas al óleo y hasta una que otra media de nylon que recién estaban llegando de Panamá y eran muy caras por la guerra que acababa de terminar. Zapatos de dos colores, café con blanco para las damas y negro con blanco para los caballeros a la moda de cocó Chanel completaban los atuendos.
Los caballeros vestían a la moda de Eduardo VII, es decir, pantalón blanco de finísimo dril y saco cruzado de casimir azul marino con botonadura dorada o plateada. Una corbata o una bufanda de seda italiana completaban el atuendo. Otros vestían a lo Príncipe de Gales, es decir, con ternos de casimir a cuadros, de preferencia verde o café.
Anillos y aretes de brillantes aparecían desde las siete de la noche como es de ley tratándose de esta piedra que sólo brilla con luz prestada a la Luna nunca con luz natural; pero antes, a la hora del té, relucían las marquesas de esmeraldas y zafiros y hasta uno que otro rubí rojo profundo corazón de pichón, de los que ya no existen en las legendarias minas de la India porque se agotaron en el siglo XIX ¡Tales las principales joyas! No se veía una ostentación burda pues todo era natural, como si se viviera en la capital e Francia entre miembros de una alta burguesía, acostumbrada a tratar a la antigua nobleza europea que todo lo hacía en forma normal.
Alguna señora bajaba apoyada en su dama de compañía casi siempre europea y tan señora como su patrona. Otras se defendían con un bastón solamente, sin necesitar de ayudantes. Hoy nada queda del gran cacao ni de esa sociedad sedeña de mis años juveniles, el Grand Hotel terminó por decaer y dio paso al Hotel Crillón, que funcionó ya sin el boato antañón en la misma sede, donde sin embargo, se inauguró la costumbre de los sonados bailes en la terraza con orquestas de postín y música norteamericana…..después – al finalizar su vida el Crillón por la década de 1.960, el edificio pasó se destinó a las oficinas administrativas de la Empresa Municipal de Agua Potable y hoy sus corredores, otrora profusamente adornados e iluminados, ya no son ni la sombra de lo que fueron porque todo tiempo pasado fue mejor, pero el Grand Hotel sigue viviendo en el recuerdo de quienes lo conocimos en todo su esplendor, cuando lo habitaban familias guayaquileñas venidas de Europa y luego cuando aún vivían en él las grandes personalidades del mundo social en su tercera edad.
El Grand Hotel vivía sus mejores momentos durante la hora del té. Era el momento social por excelencia, gentes mayores de cincuenta años emparentadas entre sí aprovechaban para verse. El Dr. Alfonso de Arzube Villamil trataba a las damas de primas y señoras mías, aunque no lo fueran, pues se sentía con derecho por sus apellidos.