368. La Dama Que Gustaba Subir a Las Azoteas

En 1.922 era tal el estado de vetustez de la casi centenaria Catedral de Guayaquil, que no faltó quién pensara que amenazaba venirse al suelo. Sus tablas se encontraban apolilladas, sus pisos desnivelados. Se formó un comité para su reconstrucción, pero con muy buen criterio Josefina Klínger Marcos comprendió que estoeraimposible y donó veinte mil sucres para construir una nueva.Entonces Isabel Yerovi de Matheus tomó a su cargo la formación de un comité y asumió la presidencia con todos los trabajos y riesgos que esto significaba, movida únicamente por su fe cristiana y su amor a la ciudad. Entonces se la derrumbó y unos pocos óleos de su interior fueron repartidos, El del guayaquileño Obispo de Huamanga José de Olave y Gamarra le fue entregado a su pariente político José Gabriel Pino Roca, le heredó su hijo Clemente Pino Ycaza a quien se lo ví varias veces en su biblioteca del barrio del Salado, hoy está en uno de los salones del Club de la Unión.  Al obispo Andrés Machado correspondió bendecir la primera piedra el 10 de agosto de 1.924 y manos a la obra.

Vino el contrato con la “Sociedad General de Construcciones” formada por los arquitectos italianos Carlos Bartoli, Carlos Bonarda, Mario Gerardi, Pablo Russo Scudery. Después trabajarían en la obra Juan Orús Madinyá y Alamiro González, pero esto ocurrió solamente en la segunda etapa, en la década de los años cuarenta y siete en adelante.

Los primitivos planos resultaron algo exagerados para la época, se quería una Catedral y con todas las de ley, con su planta de cruz latina, sus largas y estilizadas torres con remate, pináculo, anillo, yema y baquetón. La galería alta para el coro, ojos de buey y arco ojival y las columnas derrames. No faltó quién protestó en nombre de la cordura y del buen sentido, pero ¿Quién entiende de estas cosas cuando se está planeando un edificio que durará mil años?

La Municipalidad, remolona como siempre, puso algunos peros y hasta exigió espacios verdes a los costados; sin embargo, luego que se explicó que no había lugar para ellos porque el Sagrario y la Casa Diocesana así lo exigían, el asunto siguió su curso sin mayores dilaciones y entonces comenzaron los contratiempos propios de toda construcción, lentitud en el avance de la obra, problemas técnicos, detalles difíciles y hasta una anécdota que pinta muy a las claras el tesón de la señora  de Matheus.

Cuenta el Ing. Russo lo siguiente: “Se hacían los preparativos para armar y colocar la estatua de Cristo Rey en el lugar más elevado de la cúpula. Como era mi costumbre y para cerciorarme de lo que se hacía – por tratarse de un trabajo delicado y de mucha responsabilidad – todos los días subía por las escaleras hasta el andamio situado a cincuenta y seis metros de altura donde se efectuaban los trabajos. Un día, con mucha sorpresa de mi parte encontré allí a la señora Yerovi de Matheus, quién también había subido a controlar la obra. ¿Cómo lo hizo? Había hecho fabricar un cajón de madera de ochenta centímetros, el cual, una vez ella adentro, era elevado por una polea asegurada al armazón de hierro que existe a esa altura. Con mucha delicadeza le hice notar el peligro al que estaba expuesta y le aconsejé no repetir la hazaña para evitar una desgracia; sencillamente y con la bondad que poseía me contestó “Dios es grande y no permitirá ninguna desgracia.”

La mencionada dama presidió el comité por veinte y dos años, retirándose en 1.944 debido a los achaques propios de su avanzada edad tras haber organizado numerosas colectas con señoritas que salían a las calles a colocar una flor en el ojal del terno de los caballeros y hasta kermeses bailables. Todo para recaudar fondos, pero como no alcanzaban, en varias oportunidades puso dinero de su propiedad y finalmente terminó por vender el solar de la esquina de las calles Malecón e Illingworth, todo esto a vista y paciencia de la Curia que aplaudía cómo se iba empobreciendo paulatinamente y hasta amenazaba quedarse en un futuro no lejano en mitad de la calle por alcanzar el ideal. Fue, a no dudarlo, una benefactora.

 Entonces se formó el “Comité Pro Reconstrucción de la Catedral” que laboró bajo la dirección de María Luisa Lince de Baquerizo y del que fue eterno tesorero mi papá.

Recuerdo que el obispo Mosquera era tan preocupado del avance de la obra que desde Roma escribía postales mandando bendiciones y averiguando si ya estaba tal o cual detalle acabado. Había que contestarle enseguida porque el bombardeo de postales era continuo. En otras ocasiones dudaba sobre la conveniencia de comprar tales o cuales relojes para las torres y pedía opiniones a vuelo de pájaro, como si los miembros fueren especializados en tan difícil como rara materia. Al final optó por lo que estimó más conveniente y no debió andar muy equivocado porque aún funcionan. Mosquera siempre fue un sujeto muy curioso, a medias entre la santidad y la cordura, todo beatitud y bondad. Debe estar en el cielo…