El 6 de octubre de 1.896 Guayaquil amaneció envuelta en llamas. Horas antes había comenzado el Incendio Grande que todo lo redujo a cenizas y extinguió una forma de vivir, la de nuestros bisabuelos. Pereció entonces la más rica y la mejor parte de la urbe, solo quedaron en pie algunas casitas pobres del antiguo barrio del Conchero después llamado Villamil y las edificadas atrás de la Municipalidad, la Gobernación y la Catedral, después vendría el Incendio del Carmen de 1.902 del Guayaquil decimonónico algunas únicamente persistió el barrio del Conchero (denominado Villamil en 1.909) y las edificaciones de la calle del Arzobispo (Mejía) como únicas ventanas al pasado que aún persistían en 1,930 salvadas del olvido por José María Roura Oxandaberro y sus plumillas, óleos y acuarelas.
En ese incendio – el llamado Grande – desaparecieron muchas y muy ricas bibliotecas privadas, las de Trifón Aguilar, Juan Bautista Destruge y José Gómez Carbo a) Jecé Tampoco se salvó la del general Cornelio E. Vernaza, que muy emocionado, a los pocos días del flagelo publicó una reseña por la prensa, dando a conocer su tragedia y al mismo tiempo avisando que era la Patria la que más había perdido, por ser su biblioteca la mejor del país en la especialización de asuntos militares.
Para entonces tampoco subsistía la de Pedro Carbo, el gran bibliógrafo nacional fundador de la Biblioteca Municipal en 1.862, a la que dotó con un primer contingente de libros de su propiedad. Su biblioteca se había quemado intencionalmente – al decir de Roberto Andrade – cuando manos criminales prendieron fuego en la tienda de un pobre zapatero remendón, ubicada en los bajos de la escalera principal de la casa donde vivía Carbo, con el exclusivo propósito de quemar los originales de su “Historia del Ecuador” que justamente estaba completando en esos días para dar a la imprenta y donde se decían algunas verdades de García Moreno y su famosa y redentora obra nacional.
Carbo, bonachón al fin, después del incendio comprendió que corría peligro si reiniciaba la historia y no tuvo el valor de hacerlo pues vivía en unión de varias sobrinas a las que no quería volver a exponer.
Guayaquil entró al nuevo siglo sin tener libros que leer, falta que se hacía más notoria por su trajín intelectual, por su vivir pensante, por la cultura que se respiraba en su Universidad, en el Vicente Rocafuerte y en otros centros de estudio como La Filantrópica del Guayas; y, así el joven estudiante Carlos A. Rolando, por cuenta propia y a partir de 1.903, aconsejado en Quito por el entonces Obispo de Ibarra Federico González Suárez, comenzó a comprar libros, revistas, folletos y papeles sueltos, invirtiendo en ello no poco del dinero heredado de su ilustre padre el periodista Juan Bautista Rolando Chico.
Al principio competía con bibliógrafos más experimentados que él, como el Dr. Carlos Carbo Viten, el Dr. Adolfo Benjamín Serrano y Francisco Pazmiño, pero luego los superó ampliamente en calidad y cantidad, asistiendo a los remates y puestos de libros usados, recorriendo librerías de Lima, Cuenca y Quito, adquiriendo colecciones completas de diarios ya desaparecidos, solo, sin ayuda de nadie y sin esperanzas de ninguna recompensa y esto durante diez años que fueron muy duros para su incipiente economía. El joven Rolando realizó un esfuerzo realmente admirable.
Para 1.913 había logrado reunir, clasificar y empastar 1346 obras, 200 tomos que contenían 3.267 folletos, 712 periódicos y revistas con 40.271 ejemplares y con 3.800 hojas sueltas que tenía hermosamente arreglado en un gran salón de su domicilio, ubicado en la casa de madera propiedad de Ismael Pérez Pazmiño, esquina de Nueve de Octubre No. 722 y Boyacá.
Estaba casado con Carmela Chichonis, hermana de un conocido dirigente sindical de esta ciudad, no tuvieron hijos, se querían mucho, ella le servía de secretaria y fueron muy felices.
Otro bibliógrafo notable José Antonio Campos Maigon, cuando estuvo en la Dirección de Estudios, realizó una exposición de libros raros y valiosos y entonces aconsejó a Rolando que pusiera los suyos a la vista pública para su consulta y aprovechamiento. Igual consejo le dieron sus hermanos y maestros masones, siempre decididos a luchar por la cultura y la educación; así pues, procedió a inaugurar su Biblioteca Nacional el 24 de Mayo de 1.913 en solemnísima ceremonia con asistencia de autoridades, discursos de estilo y banda de música compuesta de diez maestros, que tocabaen media calle.
Entonces insistió en la importancia que todo impreso posee, por humilde que sea, ya que representan una vivencia, un sentimiento, un pensamiento, la historia de una vida y esto es sociología pura cuando no es arte, religión, literatura, ciencia, historia y política.
I como sus cosas las hacía bien. Preparó y editó para el momento un catálogo de su Bibliografía Nacional, bellamente impreso, en fino papel y con orden, bajo las directrices de Melvin Dewey el feliz autor de la Clasificación Decimal. Este catálogo es hoy día una rareza bibliográfica guayaquileña, pues marca el inicio de esta ciencia en nuestro puerto. Sin embargo, tantos triunfos maduraron en no pocos espíritus envidiosos la frutecilla de los celos y aunque esta inauguración le trajo fama a su nombre y hasta una Medalla de Oro que le concedió la Municipalidad, también le malquistó con muchos. El mismo Rolando lo cuenta así:
En 1915 asistía a casa de mi amigo el poeta Nicolás Augusto González, cuando fui presentado a Manuel J. Calle, quien al verme dijo:
¿Es Ud. Rolando, el de la bibliografía nacional?
Sí señor, a sus órdenes. ¿Recibió Ud. mi catálogo de libros?
—Así es y entonces Calle espetó: ¿Y qué piensa hacer Ud. con tanto adefesio que ha logrado coleccionar?
Tomado de improviso. Rolando contestó:
—Todo libro es importante y —luego— irritadísimo, atacó a Calle con la siguiente pregunta.
—¿Tiene Ud. acaso la novela “Carlota” de Manuel J. Calle?
Le acababa de dar en donde le dolía, porque a de saberse que “Carlota” fue una pamplina de juventud escrita por Calle en estilo ramplón, donde aparece una heroína bobaliconísima, que más que ardores del corazón llama a risa por lo tonta y burda que es en su tragedia.
Pero Calle no se dejó y casi a gritos dijo – iSépalo que es lo mejor que he escrito en mi vida, es mi vida misma. Y Rolando, ya riéndose para sus adentros le aclaró:
— ¡Ya vio! Por eso está entre mis adefesios.
En 1932 donó su Biblioteca a la Municipalidad y al año siguiente perfeccionó el contrato por escritura pública, recibiendo el honor de ser designado Director con sueldo, personal administrativo y de secretaría. Hoy “La Rolando”, dormita sin aumentar en la medida de su importancia y es de esperar que así continúe mientras el Municipio siga preocupándose en asuntos baladíes, ignorando que cuenta con un tesoro más importante que la misma Biblioteca Municipal por que la Rolando – llamada también de Autores Nacionales – es única en el país y en el mundo.