A principios de 1.950 Emilio Estrada acostumbraba salir de cacería los fines de semana con varios amigos, más por distracción y en plan de camaradería que por otra razón, llegando a especializarse en patos, patillos y palomas. Con tal motivo se adentraba en las pampas de nuestro litoral muy por la mañana, permaneciendo en ellas hasta el anochecer. En esas excursiones encontraba pedazos de cerámica pre colombina que empezó a coleccionar, fijándose en las similitudes y diferencias de unos con otros. Una tarde de 1.953 decidió consultar a un experto en la materia y concurrió a las instalaciones del diario “La Nación” porque sabía que allí trabajaba el profesor Francisco Huerta Rendón, hombre sabio en ecuatorianidades, a quien abordó sin ceremonias: Soy Emilio Estrada y me han dicho que Ud. podría explicarme lo que deseo saber sobre estos objetos… depositando al mismo tiempo unos cuantos tiestos y algunos cuchillos y lascas de oxidiana encontrados durante sus excursiones cinegéticas. De tan sencilla manera surgió una amistad que se fue tornando grande y fraterna. Huerta era un maestro sencillo y servicial, no escatimaba esfuerzos y le proporcionó gran cantidad de bibliografía sobre la prehistoria ecuatoriana con la cual Estrada empezó a adquirir el conocimiento del pasado a una velocidad increíble merced a su inteligencia, interés y sobre todo a su capacidad económica que le permitía realizar excavaciones, viajar al exterior, adquirir libros, pagar consultas.
Primero Huerta y luego Carlos Zevallos Menéndez le abrieron los ojos sobre el amplísimo panorama arqueológico de la costa ecuatoriana, cuyo pasado era por entonces uno de los menos conocidos del nuevo mundo; pues, los trabajos aislados que se venían sucediendo, solo arrojaban datos fraccionarios. Por eso comenzó a excavar en al área cercana a Guayaquil y sabiéndose un perfecto diletante, que sin la ayuda técnica de quienes tuvieran conocimientos científicos nada podría conseguir, viajó en el otoño del 53 al Smithsonian Institute de Washington, donde contactó a los esposos Betty Megger y Clifford Evans en plan de consulta y a través de ellos se enteró del último y maravilloso descubrimiento de la ciencia norteamericana en materia de arqueología, que recién se estaba utilizando para determinar la fecha en que había dejado de existir un organismo vegetal o animal, el método se conocía con el nombre del Carbono Radioactivo l4, recién descubierto en l.947 por los sabios norteamericanos J. R. Arnold, E. C. Anderson y W.F. Libby.
El Carbono Radioactivo l4 solo se lo utilizaba en esos tiempos en Washington, pues no existía la tecnología en otra parte del mundo, y era difícil y caro. Los interesados enviaban las muestras a la capital norteamericana y el costo de cada datación oscilaba entre setenta y cien dólares por pieza. Dos semanas después se recibían los resultados conjuntamente con la pieza enviada y un Certificado del Smithsonian Institute y así fue como Estrada pudo disponer de la ayuda infalible de la ciencia para establecer la antigüedad de los tiestos que iría encontrando, de manera que pudo clasificar las diferentes culturas por períodos sin margen de error.
El 54 Estrada invitó a los esposos Evans y Megger a Guayaquil. Usando la técnica de ellos realizó una excavación en la hacienda Chorrera a las márgenes del rio Babahoyo, Provincia de Los Ríos. El sitio les fue recomendado por Huerta, quien – años atrás – había descubierto en los terrenos de esa hacienda una cultura diferenciada de las conocidas que denominó Chorrera – El Tejar por cuanto también había hallado en la hacienda El Tejar piezas muy parecidas a las de Chorrera. En ambos sitios Estrada y los esposos Evans y Megger desenterraron cientos de tiestos.
Fruto de ello fue “Ensayo preliminar sobre la arqueología de Milagro” en 113 pags. e ilustraciones, conectando con Mesoamérica a la Cultura Chorrera – El Tejar de Huerta o Milagro – Quevedo como la rebautizó por su localización geográfica Estrada, clarificando las relaciones de las áreas de alta cultura en aquella temprana época. Huerta había sido el descubridor, pero Estrada la estudió en mayor profundidad. Por este primer trabajo la Municipalidad de Milagro le designó Ciudadano Honorario y desde entonces dejó de ser el arqueólogo amateur para convertirse en científico autodidacta. Por ese tiempo había podido contratar a Julio Viteri Gamboa, trabajador incansable que vigilaba las excavaciones, controlando al personal para que no se desviara de las normas aconsejadas por la técnica.
Desde entonces hasta su temprana muerte a causa de un fulminante infarto en 1.961 produjo sin descanso, con una pasión desinteresada por los trabajos arqueológicos, el afán de servicio al país, su visión de superar la simple arqueografía (estudio de los objetos excavados) para dar desarrolló un acercamiento metodológico propio que le permitió alcanzar una visión científica general a base de la estratigrafía y el análisis cerámico, una capacidad de síntesis y una perspectiva antropológica frente al estudio del simple registro arqueológico, de manera que más que los objetos se interesaba por su significado. Solo así se puede explicar su curiosidad por temas paralelos como la balsa, los tipos cerámicos, las voces lingüísticas y toponímicas, los posibles contactos transoceánicos.
Capítulo aparte merece su museo privado, que más que una simple exhibición de tiestos fue una editorial de múltiples publicaciones y laboratorio de trabajo y restauración. Al finalizar sus días dejó como legado mayor a sus compatriotas, la ide que Ecuador existió como nación desde 2.500 años antes de la Era Común, cuando ya estuvo formada una unidad étnica independiente, o sea una nación con características propias y de las cuales tenemos derecho a sentirnos orgullosos.