284. Los Baules Misteriosos

Cada baúl antiguo contenía un mundo de papeles, retratos y recuerdos. Los había de muy variadas clases. Conocí algunos con motivos folklóricos, bellamente dibujados al óleo, con escenas campestres o paisajes; otros eran más serios, de fino cordobán de cuero, en colores obscuros, preferentemente negros o cafés. También los había de madera, pesados y difíciles de trasladar, pero eran los menos populares y no faltaban los que tenían grabadas las iniciales de su propietario a base de tachuelas doradas o plateadas. Conocí el de Manuel Galecio Ligero ¿Dónde estará ahora?

Por dentro los baúles eran forrados de tafetán o de papel para evitar la humedad del ambiente y en ellos se colocaba la ropa blanca, el ajuar de la novia, diferentes cachivaches a gusto de su dueña. Hubo la costumbre que si un novio o enamorado moría, lo que era frecuente por la fiebre amarilla, la tuberculosis o bubónica, la pobrecita quedaba como viuda y era mal visto y hasta cierto punto pecaminoso que buscara enamorado. Otro hombre nuevo. Qué barbaridad, y así, en forma tan simple, las pobrecillas eran condenadas a una soltería perpetua, teniendo que vivir del recuerdo del amor que pudo ser y nunca fue.

Estas señoritas (viudas vírgenes) eran prudentes, juiciosas, muy victorianas y acostumbraban velar la foto del novio cada aniversario de su muerte como si fuera un santo por ser ánima bendita del purgatorio. Ellas conservaban sus recuerdos aromados por los años y el baúl de su ajuar con la ropa blanca que nunca se usó y cuando morían las enterraban vestidas de blanco a la usanza de las primeras épocas del cristianismo. Esa era la costumbre.

En los baúles se podía encontrar finas sábanas de lino o de seda con las iniciales o los monogramas bordados. La sobrecama tejida de piola que pesaban una barbaridad y duraban cien años. En las familias acomodadas el ajuar de las novias se compraba en París o en el comercio de Lima, aunque también se podía confeccionar en de Guayaquil y era admirar la finura y delicadeza puestas en los bordados y demás detalles. Las últimas bordadoras de Guayaquil fueron las señoritas Morán Párraga que bordaban por paga a mano y a máquina en los bajos de la casa del Dr. Aquiles Rigaíl en García Avilés entre Vélez y 9 de octubre.

No faltaban tampoco los daguerrotipos y las fotografías antiguas, así como las cartas amarilladas por los años, envueltas en cintas o apiladas una sobre otras en alguna cajita de cartón. También unos tubos metálicos dorados y de cobre que podían estar repletos de libras esterlinas de oro guardadas para las malas épocas, junto a los títulos de las haciendas y de las casas, únicos comprobantes de la propiedad de esos bienes, cuando no se habían constituido los Registros. Las escrituras venían a ser como objetos mágicos que condensaban en pequeños espacios las riquezas de sus propietarios y no debe extrañar que en caso de incendio lo primero que se salvaba era el baúl y el joyero o joyel, heredado de madres a hijas y en algunos casos venidos desde las abuelas y hasta algo más atrás.

I quien lo creyera, también las joyas republicanas con brillantes, esmeraldas, rubíes y zafiros; en la colonia se preferían las grandes perlas blancas y las perlas viudas o plomas, más cotizadas por su rareza y oriente como llamaban al brillo, sin faltar las hebillas de oro y brillantes que antiguamente lucían las señoras de edad en sus cinturones y en las zapatillas de raso para recibir en casa a sus amistades. Claro, como no circulaban, podían darse estos lujos más bien caseros. Las mayorcitas vivían sentadas en cómodas poltronas y apoyaban sus pies en unos banquitos llamados justamente por eso burro pies, donde las exhibían que daba un gusto. También los aretes y zarcillos y las gargantillas de fantasía, grandes y valiosas por su tamaño y elaboración. Los camafeos de piedras semipreciosas talladas por orfebres europeos colgaban de una cinta negra, las más ricas podían pagarse el lujo de una tiara de perlas y brillantes.

En los antiguos mayorazgos limeños y quizá hasta en alguno que otro quiteño, el joyel era parte del legado invendible que se pasaba por generaciones y allí nunca faltaba la tiara usada solo para matrimonios o grandes festividades, que hubiera sido de mal gusto ponérsela para todo triquitraque.