282. Las Joyas Como Seguros Contra Los Incendios

Guayaquil fue una ciudad de madera propicia a desaparecer con los incendios, las familias vivían en constante zozobra pues no era difícil que de la noche a la mañana se quedaran prácticamente en las tablas, sin tener con qué socorrerse. Quizá por eso nuestras previsivas abuelas solían tener la mayor cantidad de joyas posible, no por simple vanidad pues las oportunidades de lucirlas eran escasas, si no por mera previsión.

El joyero o joyel siempre debía estar a mano para el caso que ocurriera un flagelo en la noche o madrugada y éste se guardaba en un baúl de madera lo más pesado posible, con doble chapa y cerrojo para evitar a los ladrones.

A la voz de fuego se abría el baúl, sacaban el joyel y ponían dentro de un colchón – de lana de ceibo – que se amarraba y bajaba de la casa entre dos o más personas y que dado su porte era casi imposible de perderse de vista en la confusión, la oscuridad y el gentío.

En el joyel se acostumbraba depositar las monedas de oro, los cóndores de plata, así como las joyas más valiosas. Brillantes blancos y azules y rubíes rojos profundos y por eso llamados sangre de pichón  se importaban de Europa y se consideraban las piedras más cotizadas. Extraídos de las minas de la India se agotaron en el siglo XIX. Los zafiros llegaban del oriente, pero eran menos apreciados y las esmeraldas de las minas de Muzo en Colombia, aunque las mejores por tener un color verde profundo y no poseer residuos carbónicos o jardines, forzosamente debían ser de las minas de Siberia o quizá de Samarcanda en la Tungusca, como decían.

Perlas exóticas arribaban de Indonesia por la vía de Filipinas y México, pero en la Isla de Margarita ubicada en el Caribe y cerca de las costas de Venezuela, también existían criaderos fabulosos. El Mariscal de Ayacucho encargó algunas perlas a su hermano para regalar a su esposa la Marquesa de Solanda y un tío abuelo mío llamado Carlos Pimentel Tinajero que anduvo en la isla de la Plata frente a Manabí, se comenta en familia que descubrió un criadero, llegando a guardar más de un ciento dentro de un frasco de cristal de tapa ancha, que le sirvió para darse la gran vida durante más de quince años en Quito, vendiéndolas cada vez que tenía necesidades económicas, hasta que murió de pulmonía. Su viuda alcanzó buena parte del contenido del frasco y casó al poco tiempo con el fotógrafo Zapater de Riobamba, quien tenía un perrito dócil, amaestrado, blanco y lanudo, que a la voz de “Mirringo a retratarse” se prestaba para acompañar a los niños en fotos que aún se conservan en algunas familias guayaquileñas. 

Los ópalos de la Golconda como se decía de esta piedra, eran orientales y muy escasos. Las Aguamarinas casi desconocidas pues aún no llegaban del Brasil. Los brillantes abundaban tanto entre los ricos, que tachonaban sus joyas con ellos sin dejar sitio libre. No era difícil ver mariposas y hebillas, broches de camisas, prendedores de corbatas y hasta botonaduras de brillantes para las tenidas de etiqueta pues con el Gran Cacao desde 1.870 en adelante, las joyas europeas fueron imponiéndose en Guayaquil, siendo algunas más valiosas por su orfebrería que por su pedrería, sobre todo si eran confeccionadas por afamados joyeros internacionales como Fabergé,  cuya especialidad según se sabe fueron los famosos Huevos de Pascua que anualmente se obsequiaban en Moscú, obras que por su arte y lujo tienen precios fabulosos.

El padre Gómez Izquierdo me contó que su bisabuelo Juan Marcelino Rendón, ya viejecito, acostumbraba ciertas tardes en su casa de Malecón y Sucre sacar sus gemas, colocarlas sobre una mesita cubierta con un paño grueso de color negro y ayudado de una lupa las examinaba por horas. En sus años mozos había sido un insigne trabajador agrícola, que con su esfuerzo logró levantar varias haciendas valiosas, productoras de cacao en la zona de Vinces. Su esposa Ángela Briones radicaba en París terminando de educar a las hijas comunes y cuando al fin regresó a Guayaquil, coincidió con los meses de invierno. A poco de llegada, picada de mosquitos, sudada y acalorada, perdió la paciencia y exclamó Yo no vivo en este pueblucho, empacó y siguió a Lima, ciudad de clima templado, donde vive una sociedad sedeña que siempre ha residido en palacios,  las casó con jóvenes ecuatorianos y peruanos y solo entonces volvió a Guayaquil. Siempre fue una mujer de gran empuje…