En la antigua familia patriarcal guayaquileña cada una de las señoras y señoritas a quienes llamaban niñas, siempre tenían cerca y casi a la mano a una empleada, que por eso se llamaba la empleada de mano, buena para todo servicio rápido, agencia y recado y eran criadas que habían nacido o vivido en la casa desde muy pequeñas, como amigas de juegos de las niñas y como sus compañeras inseparables. Por las mañanas ellas eran las únicas encargadas de despertarlas, de ponerles medias y botines, ayudaba a vestirlas, pasarles la lavacara y la jofaina de agua tibia que sostenían en alto para que el agua cayera poco a poco, que entonces no se desperdiciaba como ahora y así se realizaba la ablución matinal, que consistía en lavado de cara y cuello, como rasqueteo del interior de las orejas y lavado de mano y brazos hasta los codos.
Durante el día se hacían compañeras en la iglesia y en la casa, sentándose cerca para estar al tanto de cualquier necesidad y socorrer a tiempo. Traían y llevaban el libro de misa y el breviario, el vaso de agua fresca, los platitos de confituras, el costurero y las tijeras, sin olvidar los ovillos de lana que desenredaban.
Durante el almuerzo disputaban en la cocina la mejor de las presas para su niña, la que sabían que más les gustaba. Durante la siesta las hamaqueaban y soplaban con abanicos de paja y a veces hasta les rascaban la cabeza para atraer la modorra.
Por la tarde las peinaban con flores, peinetas y cintas de colores y hacían y deshacían las trenzas hasta que estuvieran perfectas. Se entendían con la ropa blanca y ayudaban al rezo del rosario cantando las letanías en latín, luego traían y llevaban algún refresco, abrían las puertas a las visitas, preparaban conservas y almíbares y algún platillo especialmente gustoso que sabía que agradaría el exigente paladar de sus amitas y todo esto con muestras de innegable cariño.
Por las noches abrían la cama retirando las cobijas, lavaban los pies a la hora de acostarse porque la gente no se bañaba diariamente como sucede ahora sino cuando mucho una o dos veces a la semana, cuidaban el sueño, mataban mosquitos y cerraban el toldo, apagando el candil cuando se hubiera dormido su patrona; sólo entonces la empleada de mano se acostaba y dormía.
Este sistema feudal que ahora horrorizaría a cualquier ser civilizado por constituir una servidumbre sin fin y sin horizontes de liberación, era usual hasta hace un siglo, sin que nadie se sorprendiera por ello.
Las empleadas de mano eran una institución y el cambiar de manos era mal visto porque iba contra lo establecido. En algunos casos la empleada de mano terminaba casada y viviendo con la misma familia; pero lo normal es que se despidiera con llantos para hacer su vida y luego siguiera visitando lo más continuo posible para que el vínculo de afecto y consideración no sufriera el menor quebranto.
I entonces se repetía el fenómeno con las hijas de la niña o patrona y de la ex – empleada de mano y así sucesivamente por generaciones. Recuerdo que mi abuela materna era semanalmente visitada por la inolvidable María Luisa, viejecita igual que ella, de pelo muy blanco y peinado en rosca y siempre envuelta en una fina manta de seda fría, con quien compartía recuerdos de su infancia en amenísimas charlas que duraban horas de horas; ella preparaba sabrosísimos almíbares de higos en miel de azúcar y confituras de pechiche y las adornaba en hermosas fuentes de vidrio, que se vaciaban y lavaban para devolver.
Mi abuela, a su vez le regalaba con telas y zapatos y a veces hasta salían juntas al centro a comprarlos. Nada había de obligatorio en todo esto, era simplemente la forma de exteriorizar un cariño natural que ambas se tenían a pesar de las diferencias sociales y económicas, por haber sido “ñañitas” en la infancia, compartiendo la etapa más feliz de la vida.
María Luisa murió de vieja, casi nonagenaria y mi abuela la precedió en diez años. En sus últimos tiempos María Luisa ya no salía, pero llamaba a mi mamá por teléfono para que la paseara en carro; se sentía como una tía vieja y así era considerada. Yo heredé esta amistad y por obligación iba a verla siquiera una vez al mes y cuantas veces fue necesario y me sigo llevando con sus hijos muy mayores a mí, con sus nietos, algunos de ellos mis ahijados y he continuado una amistad que ya va para la quinta generación en nuestras familias habiendo comenzado quien sabe si mucho antes ¡Quién sabe!