252. El Encanto De Playas del Morro

Hacia 1.950 hacía furor el balneario de Playas (antes Playas del Morro y después Playas de General Villamil) debido a las obras que se estaban realizando para mejorarlo. La carretera era estable en invierno y verano desde tres años antes y la ciudadela Victoria, compuesta de hermosas, grandes y cómodas villas de cemento construida por el Banco La Previsora y su activo Gerente Víctor Emilio Estrada, motivaban a los guayaquileños a trasladarse a esas playas y gozar de su clima y su mar.

“La Argentina” era la mejor camioneta de pasajeros (ahora les llaman chivas) que existía por entonces, manejada por el hábil volante Alberto Harb, fogueado en numerosas competencias automovilísticas, que terminó por instalarse a vivir en Playas donde instaló en la entrada al pueblo una gasolinera que aún existe. El viaje duraba dos horas porque se corría a sesenta y solo los locos imprimían más velocidad. Aparte que esos carros cuando alcanzaban los ochenta kilómetros comenzaban a vibrar y se volvían peligrosos. Se salía temprano a las nueve para llegar a las once pues era de cajón hacer dos paradas turísticas, la primera en Cerecita (antes Bajada de Chongón) donde se podía adquirir bolsitas de papel llenas de unas pálidas cerrecitas) y la segunda en Progreso (antes San José de Amén y luego Juan Gómez Rendón) con amplia variedad de productos típicos. Había para escoger desde la carne en palito, las papas rellenas de carne, los maduros lampreados, los chocolatines rompe muelas, las cocadas y los alfajores de manjar (estas delicadezas se fabricaban en Zapotal) También se podía adquirir finas artesanías de paja toquilla, tejidas en el propio pueblo. Al arribar al balneario y alquilar una habitación, se tomaba un largo baño con asoleo y todo. El almuerzo se realizaba a las dos de la tarde. I entonces comenzaba el paseo por el pueblo, que tenía todo el encanto de lo antiguo y el ensueño propio de los pueblitos de nuestro Litoral que todavía no habían conocido el progreso, era algo así corno un remanso de paz, una caleta dormida que sólo despertaba a medias y al conjuro de la presencia de los turistas. Sus callecitas interiores curvas y sinuosas, el parquecito cercado con una verja francesa muy Art Nouveau de fines del siglo XIX, su iglesita y las casas de caña o de madera, le daban un tono característico que iba de acuerdo con los planes de descanso que todos llevábamos.

Por esos años aún existía la casita de caña donde murió mi abuelo Federico Pérez Aspiazu en abril de 1.919 a consecuencia de un fulminante derrame cerebral. Acababa de arribar de Guayaquil en burro desde Posorja y Data porque las balandras no se atrevían a desembarcar en Playas debido al fuerte oleaje que podía virarlas y tras almorzar frugalmente se retiró a dormir la siesta y como a los pocos minutos comenzara a roncar, costumbre que no tenía, lo fueron a ver. Ya tenía los ojos hacia atrás y estaba agonizando. Corrieron a traer al Dr. Boloña que también pasaba vacaciones y alquilaba una casita en la vecindad, pero cuando llegó era muy tarde pues el derrame había sido masivo. El traslado del cadáver fue una odisea porque el motovelero había salido de Playas sin suficiente provisión de gasolina y para colmos encalló en los peligrosos bajos del golfo llamadas las correderas de San Pablo. Para aligerar la carga tuvieron que sacar el ataúd aque permaneció en un playón en espera que suba la marea. Total, la trayectoria duró casi diez horas. Al fin el cadáver arribó al muelle en plena oscuridad, a las cuatro de la mañana cuando la concurrencia de amigos y parientes que habían sido avisados por telégrafo, se había retirado a sus hogares, de manera que fue llevado al cementerio a esa hora de la madrugadea, aún oscuro y sin acompañamiento.

Playas era famoso por su Hotel Humboldt, el mejor del país según decían y no sin razón, construcción ciclópea que aún es hermosa y le sirve de adecuado marco a ese sector del paisaje. También tenía otros hoteles de postín como el Playas donde había la rara costumbre de preparar paellas al aire libre los días domingos, delante de numeroso público y de los golosos invernantes. El asunto tenía sus bemoles porque el cocinero español sacaba todos los ingredientes y los ponían en diferentes mesas. Una rima de leñas servía de fogón y allí la gran paella. Se doraba los aliños y condimentos en aceite de oliva, el pollo y las otras carnes, luego el arroz para que seque y quede graneado, finalmente ponía el caldo de gallina coloreado con azafrán que dejaba cocinar tapado y cuando el arroz reventaba y se abria la cocción eran colocados los morrones y mariscos, verdadera corona gastronómica para cualquier paladar y todo esto en mitad del patio y con chiquillos traviesos que gritaban y corrían sin cesar. A solo S/. 15 el plato de exquisita paella, algo costoso, por cierto, pero con un plato cualquiera se quedaba lleno hasta el día siguiente. Así era el Hotel Playas.

La pensión Mayer también tenía su atractivo pues era famosa por sus desayunos europeos o continentales, dignos del mejor gaznate. Resulta que servían numerosos panes, blancos y negros, suaves y duros, con platos de quesos y carnes, desde el jamón, la mortadela, el lomo y todo cortado finito a máquina para ayudar su ingestión. Mantequilla, mermelada, un vasito de jugo de naranja y un tazón de café con leche que se podía repetir, complementaban tan deliciosos desayunos.

Su Gerente era el popular Herman Mayer Blum a) gringo Mayer, llegado a nuestras tierras muy a tiempo escapado de las persecuciones nazis pues era de los judíos pudientes de Hamburgo que sabían de hotelería y de restaurants. Tenía un si es no de mal genio, pero era bueno como el pan de dulce y a veces hasta pasaba por cándido. A él le sacaron el siguiente cacho que lo cuento por gracioso más que por verdadero. La pensión cerraba a eso de las once de la noche y después de esa hora cayó por allí un conocido caballero  que gustaba usar sus nobles y numerosos apellidos, así es que tocó la puerta, se asomó el gringo a la ventana pero era tal la oscuridad que no vio nada, porque en Playas la luz del único equipo electrógeno que existía y era de propiedad municipal se apagaba a las nueve y todo quedaba en tinieblas, preguntó: ¿Quién ser? y el aludido Doctor le espetó toda su retahíla de nombres y apellidos, a lo que el asustado gringo solo atinó a responder: “Siento mucho, pero no haber camas para tanta gente” y cerró la ventana, dejando a su posible huésped con un palmo de narices.

También contaban los antiguos que un señor de apellido Ceballos, pero cuyo nombre no quiero mencionar porque el asunto es algo así como ridículo y jocoso, dizque un día se le ocurrió matar una tremenda chancha de su propiedad y muy de mañana y con un chiquillo de servicio mandó varios paquetes de carne, manteca y tripas a repartir por el vecindario.

Mira quién llama, Juana. Es a Ud. que lo buscan. A ver, qué deseas hijito. ¡Aquí le manda don (nombre y apellido) estas libritas de carne de puerco, estas lonjas de manteca, y unas cuantas tripitas para que haga caldo de manguera!

“Ay que bien, dile de mi parte a tu patrón que le quedo muy agradecido y que por qué se ha molestado tanto acordándose de nosotros, que uno de estos días lo iremos a visitar para agradecerle personalmente.”

I la escena se repitió como una docena de veces y ese día todos almorzaron riquísimo, la buena fritada, el crujiente chicharrón, el espeso caldo de manguera y hasta sobró para guardar a la noche un exquisito hornado.

Pero lo bueno llegó al día siguiente cuando el mismo muchacho volvió a visitar portando las cuentas, porque la carne de puerco no había sido regalada sino vendida y había que pagarla y allí surgieron las discusiones pero todos abonaron, quedando burlados con tamaña forma de vender y hasta en algunos ocurrió que de la furia por la tomadura de pelo, les pataleó el chancho; pero la venganza colectiva no se hizo esperar y de allí en adelante el bueno de don … pasó a ser conocido con el apodo de “Carne Puerco Ceballos” en nuestra historia chica.

En los años cuarenta y al caer de las tardes las familias veraneantes solían reunirse en el parque a tomar un prensado de hielo con sabor a esencia de rosas o de menta. Los padres acompañaban a sus hijos. Por las noches las señoritas salían con sus hermanos mayores y se armaban peñas con guitarra, pues nunca faltaba un melómano en el grupo, pero todo terminaba cuando se iba la luz municipal.

En las primeras horas de la mañana no faltaban las pangas que arribaban a la playa con la pesca de la noche. Era de ver cómo saltaban los peces aún vivos en sus redes y comenzaba el comercio pues cada quien quería llevar para su almuerzo una corvina, un mero, etc. Entonces se almorzaba una sopa criolla que podía ser de bolas, de torrejas, de patas, sancocho blanco, etc. Enseguida se pasaba el delicioso pescado frito con su piel para que la carne resulte más delicada, con salsa de cebolla colorada (la cebolla perla era desconocida) encurtida en limón. El ají era infaltable, lo mismo que el arroz como acompañante. Una torrejita de vegetales o de choclo y al final uno o dos vasos de chicha de avena con naranjilla, bebida que empezaba a ser conocida como Cuaquer.

Por la noche una sopita de fideos cabello de ángel y el infaltable Sota, caballo y rey, es decir, arroz, menestra y carne asada, con un muchín y miel de raspadura.