Durante el siglo XIX fue costumbre poseer una o más loras en los patios y azoteas de las casas, para solaz y distracción de los miembros de familia, que les enseñaban a hablar y en son de chiste a decir malas palabras.
Las señoras viejas se sentaban en hamacas o en mecedoras colocadas en los corredores que daban al patio, y durante horas hablaban a sus loras, que las había muchas y de muy diferentes colores y tamaños, desde las hermosísimas traídas del oriente hasta las humildes costeñas de plumas rojas y moradas, pero todas hablantinas y candidotas repetidoras de zonseras que hacían reír.
Eran por demás bulliciosas. Sus estridentes gritos se escuchaban hasta en las calles, vivían sueltas, aunque con las puntas de las alas cortadas para que no puedan volar ni se escaparan por el vecindario. Tenían sus jaulas, pero solo por las tardes se introducían en ellas para evitar las mordidas de los ratones que pululaban por los techos, otras simplemente dormían tranquilas encaramadas en sus perchas.
Mi bisabuela Delfina Torres de Concha tenía la suya y después de largas horas de enseñanza consiguió que su lora retozona aprendiera a gritar “Viva Alfaro” porque como era esmeraldeña y roja ¿Qué más podía gritar?
En una ocasión su lora voló al vecindario y tuvo que ir el Dr. José Luis Tamayo, con chaquet, bombín y bastón de empuñadura de oro, a preguntar de casa en casa si de casualidad la habían visto. Felizmente en una de ellas estaba posando la lora y fue devuelta a Tamayo, que regresó en triunfo con grandes muestras de alegría. Después de esta hazaña el futuro presidente de la República aumentó sus bonos en la familia de su mujer y hasta se convirtió en el yerno preferido de la bonísima misia Delfina, como la solía llamar, que ya sabía que contaba con su ayuda para esta clase de accidentes domésticos.
Numerosas tardes la vecina del frente en el callejón Gutiérrez, llamada Domitila Morán y Avilés de Jurado, dama conservadora y sociable por amiga de agasajar a la gente, mandaba cordial recado para solicitar que por favor guarden a la lora porque tenía anunciada la visita del señor Obispo Juan María Riera Moscoso natural de Ambato y quería evitarle un chasco pues el prelado no estaba acostumbrado a que le griten “Viva Alfaro” (Acababa de arribar de la sierra donde no había loras irrespetuosas)
De un químico joven, judío alemán y buen mozo,se cuenta que concurrió a una reunión familiar pero como no sabía hablar bien el castellano que recién estaba aprendiendo, preguntó a unos malcriados qué había que decir a las señoritas para sacarlas a bailar. Uno de los presentes le contestó rápido. Diga Ud. ¿Me da la pata señorita? y al mismo tiempo extiéndale la mano derecha y arquee el dedo índice. Bien mandado el extranjero hizo lo que le habían aconsejado y recibió una sonora cachetada, que con las damas de antaño no se jugaba y nadie aguantaba tamaña grosería unque después se explicó el malentendido y hubo las disculpas del caso.
También se comentaba que cierta dama muy empingorotada desconocía absolutamente que su marido – al que consideraba un santo varón – tenía moza, asunto que por lo demás toda la ciudad repetía. I que unas cocineras gordas de la casa, indignadas ante el engaño de que la pobrecita era víctima, se tomaron el trabajito de enseñarle a la lora de la casa la siguiente frase: Fulanita de tal (aquí el nombre de la señora) tu marido tiene moza. Tras un mes de constante práctica, la lora se aprendió el mensaje y al día siguiente se lo espetó a la dama, que casi muere de la impresión y el disgusto. Porque tonta no era.
Del General Plutarco Bowen se dice que cuando entró a principios de Junio de 1.895 con sus montoneros en Guayaquil, después de arrollar a los pocos soldados progresistas que encontró a su paso por Daule, se constituyó en asiduo visitante de Merceditas Monteverde Romero, señorita de que vivía en una casona de Pichincha y Ballén, pero el asunto duró poco pues el novio abandonó el país y fue fusilado en Centroamérica, Merceditas quedó inconsolable y es fama que falleció viejecita y solterona, conservando sus cartas, una fotografía en que aparecía el héroe con el brazo en cabestrillo por la herida recibida en la campaña de Daule y el siguiente cuento, que relato como me lo contaron.
Su lora, linda y hablantina, habíase enseñado a decir “Merceditas y el General Bowen” y esto lo repetía varias veces al día, haciendo sufrir por el recuerdo a la pobre novia abandonada. Eran otros tiempos, entonces la gente vivía más interiormente que ahora y mantenían las penas del corazón corno tesoros inapreciables que no se podían renunciar.
Las loras de antaño eran parte integrante de las familias, con ellas se viajaba a la costa cada vez que la ocasión se presentaba y era de ver en las balandras y luego en los motoveleros cómo iban en sus jaulas las muy señoronas, cómodamente arrellanadas y gozando de las delicias del paisaje marino que agitaría sus plumas
En el siglo XX las loras comenzaron a escasear en Guayaquil, se pusieron carísimas y hoy son artículos de lujo que no se encuentran así no más pues es una especie protegida, pero se conserva de ellas el lejano recuerdo de sus gracias y la fama de haber sido liberales como sus dueñas.