Belisario González y Benites era un personaje de mucha visión. Construyó un muelle frente a su casa de madera ubicada en el malecón de la orilla, entre Colón y Mejía, donde vivía. Importó una máquina para elaborar cacao y otra para limpiar algodón, también adquirió un aserrío a vapor. En 1866 compró al coronel Eugenio Bauman de Metz, que se ausentaba a Lima pues su esposa había enfermado gravemente, un establecimiento llamado Baños de mar del estero Salado, consistente en una construcción con paredes de caña, techo de bijao y tejas, la cual se dividía en pequeños vestidores para los bañistas. Una rampa de madera facilitaba el acceso al agua durante cualquiera de las mareas, especialmente durante la bajamar. Cuatro años más tarde amplió las instalaciones. Igualmente levantó una pasarela de madera montada sobre pilotes de mangle que se adentraba unos veinte metros sobre el agua. Desde ella los bañistas se lanzaban haciendo maromas en el aire. También aplicó un reglamento que obligaba el uso de pantalón largo y cotona como vestimenta adecuada y decente para tomar el baño, indicando que se podía alquilar a dos reales el conjunto, que incluía un juego de toallas para el secado. Por la descripción del vestido parece que las damas no acostumbraban usar los baños del salado. El 69 restableció el servicio de transporte que se había destruido por el uso. Un nuevo carromato tirado por dos mulares y con ocho asientos transversales entró al servicio, pero solo durante el verano pues en invierno por la abundancia de insectos el complejo permanecía la mayor parte del tiempo cerrado.
El 72 terminó por arrendar el complejo a José R. Cucalón, qua concluyó el tendido de una vía férrea que partiendo la plaza de Sar Francisco llegaba hasta el balneario. Ese año González vendió el negocio a Ignacio Rivadeneyra Olvera, quien se había asociado con su cuñado Francisco Campos Coello y con Pablo Indaburo Sedeño para adquirir la empresa e instalaron una pequeña locomotora para el transporte de los usuarios. Desde entonces siguió dedicado a otros negocios hasta que tras dos días de violentísima enfermedad falleció el 22 de septiembre 1887, dejando a su viuda, doña Josefa Vivero y Garaycoa, agobiada de dolor, al punto que se negó a dejarlo enterrar so pretexto que estaba tan bien embalsamado que no era necesario, “consagrándole una especie de culto en una misteriosa habitación colgada de negro, en la que colocó el ataúd y el retrato de cuerpo entero del muerto; una especie de altar ante el cual ardía permanentemente una lámpara y se quemaban delicados perfumes” para evitar cualquier mal olor que pudiera desprenderse de la momia de su marido.
TRASLADO AL MAUSOLEO
De inmediato dispuso la construcción del más hermoso mausoleo de la ciudad, que tendría forma de capilla para que ocupara una de las naves del interior de la catedral. Las obras fueron encargadas al artista francés A. Diron y comono se terminaban pronto, y el cadáver permaneció más de un año depositado en el cuarto cerrado, sirviendo para que el populacho tejiera las más inverosímiles y tenebrosas leyendas. Al fin la capilla estuvo lista y con un suspiro de alivio del vecindario fue trasladada la momia del ilustre don Belisario a su última morada, con renovadas muestras de pesar de su viuda, que juró no volverse a casar ni asistir a fiesta. En el mausoleo también fueron depositadas las cenizas de los padres de ella y dedicada únicamente a guardar la memoria de su amado esposo y la del Libertador Bolívar, vivió vestida de negro en señal de luto y desdeñando al mundo.
UNA OBRA DE ARTE
La capilla de doña Josefa estuvo en el interior de la antigua catedral de madera hasta que fue derruida para dar paso a la actual, de cemento armado, en la década de los 20 del siglo pasado.
Constituye el más fastuoso monumento funerario de la ciudad, por su tamaño y por la calidad del mármol blanco de Carrara que le sirve de ornamento. Contiene dos bustos, varias sepulturas y para quienes deseen visitarla pueden concurrir a la catedral, ingresando por la calle Escobedo; a mano derecha encontrarán una pequeña puerta de madera, casi siempre cerrada, aunque se puede pedir que la abran. Al interior está un corredor largo y espacioso, y la capilla, que impresiona por su majestuosidad. Realmente es algo digno de conocerse.
En 1878 falleció su hermano José María Vivero en Chile y heredó al manuscrito del Alfabeto para un niño, de puño y letra de su autor, el poeta José Joaquín de Olmedo, documento que guardó como joya de inapreciable valor y Io era en efecto. Por entonces doña Josefa seguía en su casa del malecón y como la servidumbre se había alejado desde el asunto del cadáver, solo le acompañaba una antigua doméstica, más por cariño que por interés, vigilando a su ama, como le decía familiarmente. En 1880 hizo imprimir en París, Páginas de Duelo, a la memoria de Belisario González, en 91 págs. y 7 ilustraciones, homenaje con versos y discursos.