204. Historia De Dos Historias

Sin ser un bibliógrafo Pedro Carbo era un buen coleccionista de impresos raros y libros antiguos, en 1.862 y mientras desempeñaba la presidencia del Concejo Cantonal fundó la Biblioteca Municipal donando un importante lote de libros de su propiedad. Posteriormente se dio a la labor de escribir una Historia del Ecuador, que llevaba bien avanzada hasta que un incendio que se reputó como intencional, pues empezó en la tienda de un zapatero justamente debajo de su dormitorio, destruyó la casa de su propiedad ubicada en la esquina noroeste de las actuales calles Ballén y Chimborazo, donde vivía en compañía de varias hermanas y sobrinas solteras.  

Lamentablemente no tuvo la paciencia y el valor de reiniciar dicho trabajo, posiblemente para no poner en peligro nuevamente la vida de ellas. “Así fue como el país perdió un útil y valioso testimonio.” Su pasta bonancible debió tener buena culpa en ello, por algo Abelardo Moncayo le calificaría de hombre con pecho de paloma y sonrisa de virgen y tan sereno siempre como si en el Olimpo respirase…” y otro ilustre ecuatoriano le describió así: Aún de viejecito, rasurado y pequeñín, encorvado por los años y caminando a pasitos cortos, levitón cruzado, bastón en mano y con su infaltable chistera o buche de pelo según las circunstancias, transitaba por el centro y se sentaba en cualquier zaguán o vereda a conversar con amigos y conocidos, saludándose con todos. 

Por las mañanas era infaltable lector de periódicos en la barbería de Chichonís y gozaba de los salados chismes que allí se escuchaban. El pueblo le amaba por sencillo y demócrata y hasta le tenía por su caudillo, algo así como el padre de la ciudad. De manera que cuando murió tranquilamente y de demencia senil la mañana del 24 de diciembre de 1.894, a los 81 años de edad,  la ciudad entera se paralizó y concurrió al cementerio donde César Borja Lavayen exclamó: Rara virtud la de un cadáver, congregar tras de sí a todo un pueblo, y es fama que ese mismo día se recogió la suma necesaria para cubrir el valor de su  estatua y a nadie extrañó que le cantara un poeta el siguiente verso: // Tenía la gallardía del que porta una espada /tenía la cortesía del que lleva una flor / y entrando en los salones arrojaba la espada / y entrando en los combates arrojaba la flor. //

Francisco Aguirre Abad, fallecido al igual que su amigo Carbo, un 24 de diciembre pero de 1.882, a las cinco de la mañana, de setenta y cuatro años solamente, a causa de un cáncer lento y doloroso al estómago que le había comenzado tres años antes, sinembargo pudo escribir una Historia que tituló “Bosquejo histórico de la República del Ecuador, desde el origen de sus primeros habitantes los indios” y que dejó inconcluso hasta 1.859 solamente. I lo hubiera terminado de no haber sido porque su dolencia final soportada  con serenidad y pleno conocimiento del fatal desenlace,  le restó fuerza y tiempo. “Ya esto no tiene remedio, no conozco otro que la muerte, según experiencia adquirida en los que como yo han padecido esta enfermedad.

Este ecuatoriano dotado de grandes virtudes, adornado de una vasta ilustración, severo en sus costumbres, trabajador y ahorrativo, recto en sus procedimientos, incontrastable en el cumplimiento del deber, a la vez que totalmente bondadoso y leal con los demás, entregó su “Bosquejo” porque así dió en llamar a su Historia, a su sobrino el Dr. Manuel Marcos Aguirre (1.866-1.908) jovencito de no más de diez y seis años al fallecimiento del autor pero que ya demostraba afición a la cultura, “para que lo copiara en buena letra.”

Los originales permanecieron casi un siglo depositados en una casillero de seguridad de un banco guayaquileño quizá porque su hija María Aguirre Jado era casada con uno de los Stagg Flores, nieto del General Juan José Flores, personaje muy maltratado en el texto, hasta que finalmente ya bien entrado el siglo XX y perdidos los resabios de tan incómodo parentesco, fue editado en la imprenta de la U. Católica de Guayaquil en 1.972, a instancias de Henry William Salcedo, quien se dirigió al rector Nicolás Parducci Schiacaluga con tal fin y éste consiguió que el padre José Reig Satorres, cediera el turno de uno de sus insípidos libracos sobre Autos dictados por la Audiencia, que nadie leía porque nada de importancia decían, para que pudiera aparecer esta maravilla que es el Bosquejo, que constituye un demoledor argumento contra todo género de tiranías y un constante alegato a favor de la democracia, de manera que muestra claramente la personalidad de su autor, que juzga con severa imparcialidad las bajezas humanas de nuestros políticos de éxito.

El Bosquejo también comprendía un tomo aparte con los documentos de apoyo a sus aseveraciones, pero desgraciadamente dichos papeles se quemaron entre el 5 y el 6 de octubre de 1.896 durante el Incendio Grande.

En la página inicial “los herederos” expresan con mucha superficialidad motivada quizá por una absurda modestia, que la obra es un sencillo Bosquejo…sin pretensiones que sea algo monumental… y así por el estilo, lo cual demuestra que no tuvieron una idea clara de la magnitud e importancia de esta maravillosa historia testimonial, especialmente del período republicano en la primera mitad del siglo XIX, que con las de Pedro Fermín Cevallos, Pedro Moncayo y Marietta de Veintemilla, constituyen casos únicos en el país.

Como dato de interés en la obra de Aguirre Abad se nota un interesante proceso de modernización en sus ideas, que desde las originales producto del confuso peripato aristotélico recibido en los claustros del centenario Colegio de San Luís en Quito al finalizar la colonia, logró superar con lecturas modernas y bien digeridas hasta colocarse entre los escritores liberales de criterio avanzado. Todo un esfuerzo intelectual de su parte.